Por Luis Manuel Castro y Rodrigo Uprimny, profesores Facultad de Derecho Universidad Nacional.
En los próximos días, y después de más de un año, la Corte Constitucional decidirá sobre una demanda presentada contra algunos artículos de la Ley 2094 de 2021, que reformó el Código General Disciplinario y le asignó competencias jurisdiccionales a la Procuraduría General de la Nación (PGN).
Si bien se trata de un asunto de alta importancia para el país, a decir verdad, la discusión constitucional es sencilla, pues el contenido de estas normas es abiertamente inconstitucional por violar la separación de poderes, ya que no cumple con los requisitos del artículo 116 constitucional para excepcionalmente poder « atribuir función jurisdiccional en materias precisas a determinadas autoridades administrativas». El caso es entonces fácil pero es también complejo pues la decisión puede tener implicaciones delicadas en relación con las obligaciones del Estado frente al sistema interamericano. Para sustentar que este caso es al mismo tiempo fácil pero complejo, comenzaremos por i) indicar los antecedentes de esta ley 2094, para luego mostrar por qué ii) las normas demandadas violan claramente el artículo 116 de la Constitución y discutir, posteriormente, iii) los eventuales impactos que pueda tener la decisión en la jurisprudencia sobre el bloque de constitucionalidad y el valor interno de los fallos de la Corte IDH.
1. Antecedentes y el contenido de la Ley 2094
En 2020, el Estado colombiano fue condenado por la Corte IDH en el Caso Petro, que concluyó que la destitución e inhabilitación del entonces alcalde de Bogotá violó la Convención Americana (CA), esencialmente porque el ordenamiento jurídico colombiano permite que una autoridad no judicial, como la Procuraduría, imponga la suspensión de derechos políticos a funcionarios elegidos popularmente. Según la Corte IDH, esto viola el artículo 23 de la CA, que establece que ese tipo de sanciones sólo pueden provenir de una “condena, por juez competente, en proceso penal”. Por ello la sentencia ordenó a Colombia adecuar el ordenamiento interno a los parámetros de la CA en materia de derechos políticos, lo cual implica que la PGN no pueda imponer sanciones disciplinarias que impliquen limitaciones a derechos políticos. La Procuradora Cabello, siempre ingeniosa, buscó tomarle del pelo a la Corte IDH a fin de mantener su competencia de imponer esas sanciones y logró que el Congreso aprobara la Ley 2094 de 2021, que le asignó funciones judiciales a la PGN. Esto significó la creación de una enorme y costosa planta de personal (se ha hablado de unos 1200 cargos) a fin de transformar a unos funcionarios de la entidad en jueces para así, en teoría, cumplir la sentencia de la Corte IDH. Para ello, se previó la separación de las funciones de investigación y juzgamiento, de manera que el funcionario que conoce de la investigación disciplinaria y formula el pliego de cargos, no sea el mismo que escuche en descargos, ni decrete ni practique las pruebas en la etapa de juzgamiento, y por supuesto tampoco el que adopte finalmente la decisión correspondiente.
2. Un caso constitucional simple: la violación flagrante por la Ley 2094 del artículo 116 constitucional y la separación de poderes.
La Ley 2094 de 2021 fue aprobada invocando el artículo 116 de la Constitución, que excepcionalmente permite que la ley atribuya funciones jurisdiccionales a autoridades administrativas. El argumento fue que esa norma constitucional permitía convertir en jueces a algunos funcionarios de la PGN y asunto arreglado: el fallo de la Corte IDH habría sido cumplido. Sin embargo, como bien lo plantea la demanda, la cosa no es así porque a pesar de que, efectivamente, existe la facultad de que la ley atribuya a autoridades administrativas funciones jurisdiccionales, esa posibilidad es (i) excepcional; (ii) solo puede ser empleada en materias precisas; y (iii) bajo ninguna circunstancia suponen una autorización para adelantar la instrucción de sumarios ni juzgar delitos. Además debe recordarse que esa posibilidad prevista por artículo 116 es una excepción a la separación de poderes, por lo cual debe interpretarse en forma restrictiva. Durante las últimas dos décadas, la Corte Constitucional ha consolidado una robusta jurisprudencia que precisa el contenido y el alcance del artículo 116 de la Constitución. En numerosas oportunidades (entre otras, C-1641 de 2000, C-649 de 2001, C-896 de 2012 y C-156 de 2013), la Corte ha dicho que esta norma superior no debe ser leída de manera aislada, sino que su interpretación sistemática y su aplicación en casos concretos debe hacerse con base en un conjunto de prevenciones, que, además de la excepcionalidad, implican garantizar los principios propios de la administración de justicia, principalmente, la autonomía, la independencia y la imparcialidad. Una a ley puede entonces conferir excepcionalmente atribuciones judiciales a las autoridades administrativas pero únicamente puede hacerlo si los funcionarios que van a ejercer concretamente esas competencias se encuentren previamente determinados en la ley y gozan de la independencia e imparcialidad propia de quien ejerce una función judicial. Y ello solo se presenta cuando el funcionario que debe decidir judicialmente un asunto en una entidad no se encuentra sometido a una relación de subordinación y a instrucciones de sus superiores. Justamente, este es el requisito que no satisface el diseño que plantea el articulado de la Ley 2094 de 2021, pues al margen de que exista una separación en las funciones de investigación y juzgamiento al interior de los procesos que adelanta la PGN y de que, como se ha argumentado recurrentemente por los defensores de la ley, esos cargos sean proveídos mediante concurso público, existe una clara y fuerte relación de subordinación respecto de la cabeza de la entidad, lo que configura una amenaza clara a su autonomía e independencia funcional para el ejercicio de la toma de decisiones con naturaleza judicial. De otra parte, no puede olvidarse que el artículo 116 de la Constitución consagró una prohibición explícita: en ningún caso le será permitido a las autoridades administrativas adelantar la instrucción de sumarios ni juzgar delitos. De hecho, si en esta oportunidad la Corte se toma el trabajo de revisar los antecedentes de la Asamblea Nacional Constituyente, podrá encontrar que cuando se previó esa prohibición se buscó que el ejercicio de estas facultades excepcionales no se empleara en procesos sancionatorios, sino que se aplicara a situaciones particulares, como la resolución de conflictos menores o la definición de multas, pero no para la imposición de sanciones que implican la privación de derechos como la libertad o los derechos políticos, razón por la cual, un proceso disciplinario, de acuerdo con la propia Constitución, no podría tener este alcance. Además, la Corte ha dicho, en numerosas ocasiones, como la reciente sentencia C-019 de 2021, que las garantías del debido proceso penal se aplican también, mutatis mutandi, a los procesos disciplinarios por cuanto en ambos casos se trata del ejercicio de la potestad sancionatoria del Estado. Y el debido proceso no sólo incorpora las garantías procedimentales, como el derecho de defensa, sino también sustantivas, como el principio de legalidad, y orgánicas, como las características del órgano que impone esas sanciones. Ahora bien, si el artículo 116 prohíbe que la ley atribuya a autoridades administrativas la posibilidad de imponer sanciones penales, debe igualmente entenderse, mutatis mutandi, que esa prohibición también aplica al otorgamiento de facultades judiciales a esas autoridades administrativas para imponer sanciones disciplinarias. Una autoridad administrativa, como la PGN, podrá imponer sanciones disciplinarias pero éstas tendrán una naturaleza administrativa y no judicial, por lo cual están sujetas a una revisión judicial ulterior por la jurisdicción contencioso-administrativa, mientras que al atribuirle naturaleza judicial, esas sanciones hacen tránsito a cosa juzgada y quedan privadas de esa posibilidad de revisión judicial ulterior. Eso es gravísimo y una flagrante violación de la separación de poderes. Así las cosas, es claro y fácil concluir que la ley demandada es abiertamente inexequible, pues le otorga unas facultades judiciales a la PGN que constitucionalmente le están vedadas.
3. Un tema difícil: implicaciones de la decisión para la jurisprudencia sobre el Bloque de Constitucionalidad y el carácter vinculante de las decisiones de la Corte IDH
Sin embargo, la declaratoria de la inconstitucionalidad de las normas demandadas de la Ley 2094 de 2021 así nada más, no enfrentaría el problema que le dio origen: la necesidad de cumplir con la orden de la Corte IDH de adecuar las disposiciones de derecho interno, en un plazo razonable, a los estándares de la CA, en particular, aquellos artículos del Código Disciplinario que facultan a la Procuraduría para imponer sanciones de destitución e inhabilitación a funcionarios públicos democráticamente electos. Este deber del Estado es algo que no puede ignorarse en el debate que se adelanta al interior de la Corte Constitucional. Precisamente, porque el mismo Estado colombiano en el proceso de supervisión de cumplimiento ante la Corte IDH de la sentencia Caso Petro vs. Colombia solicitó a ese tribunal que, en atención a los principios de subsidiariedad y complementariedad, no adoptara una decisión aún sobre el cumplimiento de ese fallo “con el objeto de permitirle a [sus] tribunales internos […] examinar el contenido de la Ley y su compatibilidad con la Constitución colombiana” y, también, de realizar “el control […] de convencionalidad en virtud de que la Convención Americana hace parte del bloque de constitucionalidad”. Sin embargo, es en este punto donde el asunto empieza a complicarse porque la Corte Constitucional se enfrenta a varias posibilidades. Por un lado, puede expresar que el Estado debe cumplir literalmente con lo señalado en el artículo 23.2 de la CADH según el cual una sanción que suspenda derechos políticos solo puede adoptarse mediante una sentencia proferida en un proceso penal. Por otro lado, en cambio, podría señalar que se aparta y desconoce lo dicho por la Corte IDH y, en consecuencia, también de la aplicación taxativa de la CADH, y así mantener la posibilidad de que en el futuro se implementen diseños institucionales que permitan que órganos como la Procuraduría y la Contraloría sigan ejerciendo estas facultades como lo han venido haciendo hasta hoy. Ninguna de estas dos alternativas parece razonable. La primera, porque la aplicación exegética del artículo 23.2, como fue recogida por la Corte IDH en el caso Petro, es problemática porque desconoce la arquitectura constitucional colombiana y afectaría profundamente figuras que protegen valores democráticos defendidos por la misma CADH como la lucha contra la corrupción, por ejemplo, en los procesos de perdida de investidura que se adelantan en la jurisdicción contenciosa, simplemente por no ser una jurisdicción penal. La segunda alternativa tampoco parece adecuada porque nos llevaría innecesariamente a adoptar una posición prácticamente de desconocimiento o desacato de las decisiones de los órganos del sistema interamericano (SIDH), y esta actitud no se ajusta al talante de relaciones internacionales del país, especialmente, al interior de la OEA. Un desconocimiento de la CADH y de la jurisprudencia de la Corte IDH en esos términos podría ser visto por la comunidad de estados americanos como equiparable a las posiciones que países como Venezuela y Nicaragua han adoptado frente a los órganos del SIDH. Ante esta disyuntiva, la Corte Constitucional colombiana podría explorar una tercera alternativa que permita, por una parte, respetar de buena fe las obligaciones establecidas en la CADH y que, por otra parte, al mismo tiempo, preserve instituciones jurídicas nacionales que cumplen satisfactoriamente los fines protegidos por las disposiciones de la CADH. Nuestra propuesta es la siguiente: es cierto que la jurisprudencia constitucional ha señalado que, de acuerdo con el artículo 93.2 Superior, los artículos de la CADH se entienden incorporados a la Constitución para efectos interpretativos de los derechos constitucionales. Sin embargo, el alcance del artículo 23.2 debe ser interpretado evolutivamente, de buena fe y de conformidad con la Constitución Política de 1991 y sus diseños institucionales. En concreto, esto nos llevaría a comprender que la cláusula del 23.2 de la CADH no puede ser hoy aplicada literalmente. Así, aunque los principios democráticos y la protección de los derechos político-electorales han sido una preocupación transversal en las Américas desde la creación de la OEA, una interpretación armónica de los compromisos convencionales nos obliga a darle un efecto útil a esta previsión de la CADH que hoy consistiría en que las decisiones que impliquen la privación de derechos políticos por razones sancionatorias deben tener necesariamente reserva judicial, con un proceso con suficientes garantías, asimilables a un proceso penal, aunque formalmente no tenga esa misma denominación. En ese sentido, por ejemplo, no habría ninguna razón para considerar la pérdida de investidura contraria a la CADH, -como podría entenderse con una lectura literal del artículo 23.2 de la CA y algunos párrafos de las decisiones de la Corte IDH en la materia- sino más bien, como un proceso judicial plenamente ajustado a los fines protegidos al mismo tiempo por el tratado y la Constitución Política de 1991. Como puede verse, una posición como esta, no implica un desconocimiento abierto e injustificado de las reglas definidas por la Corte IDH en casos como López Mendoza contra Venezuela y Petro contra Colombia, sino más bien todo lo contrario. De hecho, frente a esta última decisión, podría comprenderse que una forma de respetar de buena fe lo dicho por la Corte IDH nos obligaría, no a modificar la Constitución, como algunos han argumentado, sino a reformar el Código Disciplinario, pues la misma Carta de 1991, en su artículo 277 señaló que la facultad de «ejercer vigilancia superior de la conducta oficial de quienes desempeñen funciones públicas, inclusive las de elección popular; ejercer preferentemente el poder disciplinario; adelantar las investigaciones correspondientes, e imponer las respectivas sanciones» debe realizarse «conforme a la ley». Así, puede entenderse razonablemente que la decisión de la Corte IDH no impone un deber de reformar la Constitución, sino que abre la posibilidad de concebir un diseño de rango legal que se ajuste a los estándares teleológicos del artículo 23.2 de la CADH. Alguno de nosotros propuso una forma sencilla de cumplir el fallo de la Corte IDH. Una reforma legal que señalara que si la Procuraduría investiga a un funcionario electo y considera que debe ser destituido o suspendido, entonces que presente el caso ante un juez y sea este quien, después de una audiencia con garantías para el investigado, decida si procede o no la sanción. Es una solución simple que cuesta mucho menos, pues basta crear algunos jueces que se especialicen en estos asuntos, y preserva la independencia de la función judicial. De esta manera, al abordar este problema y optar por una interpretación como la aquí propuesta, la Corte Constitucional (i) daría muestras de tomarse en serio, aunque no de manera irreflexiva y sumisa, la jurisprudencia interamericana; (ii) cerraría el espacio a alternativas hermenéuticas restrictivas o regresivas frente al alcance del bloque de constitucionalidad; y (iii) dinamizaría, a partir de su ejemplo, la implementación de buenas prácticas de armonización de los criterios de las cortes nacionales y la Corte IDH, a partir de una compresión más dialógica -y menos jerárquica e impositiva- del control de convencionalidad, siendo esto último muy necesario hoy en la región.