Como suele ocurrir con monótona regularidad a mediados de la legislatura, los medios de comunicación han denunciado que algunas de las plenarias y comisiones del Congreso no han podido sesionar o decidir por falta de quórum; es decir porque no estuvieron presentes, en el primer caso, una cuarta parte de sus miembros, o la mayoría de quienes las integran, en el segundo.

Como suele ocurrir con monótona regularidad a mediados de la legislatura, los medios de comunicación han denunciado que algunas de las plenarias y comisiones del Congreso no han podido sesionar o decidir por falta de quórum; es decir porque no estuvieron presentes, en el primer caso, una cuarta parte de sus miembros, o la mayoría de quienes las integran, en el segundo.

Esta circunstancia se convierte en “tema del día” y, por supuesto, los conductores del respectivo programa radial y, con mayor virulencia, los oyentes se “despachan”, contra los congresistas:

-“Bandidos: ¿para qué, entonces, les estamos pagando?, lo único que les importa es hacer clientelismo y dejarse sobornar; ¡cuántas escuelas podríamos construir con ese dinero¡”. El clímax ocurre cuando alguien dice que hay que revocarles el mandato para elegir “unos congresistas que verdaderamente representen al pueblo, aunque, pensándolo bien, para nada los necesitamos”-

Los más radicales dirán que como estamos en el “siglo de los jueces” – proclamado así, como verdad incuestionable, por el presidente de alguna de las cortes, lo mejor es que decida el pueblo soberano, mediante frecuentes referendos tramitados por Internet; y la Corte Constitucional a la que corresponde la responsabilidad de lograr la plena realización del Estado de Derecho. Es ella, por cierto, quien ha enfrentado con firmeza los problemas del desplazamiento poblacional y las fallas del sistema de salud, entre otros de gravedad semejante.

En este esquema, del que el Parlamento se halla ausente, al gobierno le toca meramente ejecutar; una tarea que es gerencial, no política.

Por lo que a mí respecta nada tendría que objetar salvo un pequeño detalle: que esa peculiar manera de organizar el Estado no es democrática. Y no lo es porque carece de deliberación colectiva entre quienes han sido para ello elegidos en comicios universales, que es para lo que sirve –o debe servir- el Congreso.

Por eso creo a pie juntillas que el peor congreso es mejor que ninguno. Y que la tarea urgente –y casi imposible- es procurar que juegue un papel crucial en la vida pública, aunque es evidente que jamás volverá a tener la importancia que tuvo antes del surgimiento de una sociedad civil vigorosa y el auge de la comunicación virtual.

Para lograrlo, más pronto que tarde tienen que concluir los procesos judiciales en los que se discuten los nexos de muchos políticos con grupos armados al margen de la ley.

Después de toda el agua que ha pasado bajo el molino, habría que anhelar que el inventario de casos ya esté completo, y que lo que falta es terminar de resolverlos. Sin duda, la romería de políticos hacia la cárcel demuestra la independencia de la Justicia, lo cual es bueno, pero hace un daño inmenso al prestigio de la institución parlamentaria.

En segundo lugar, tendríamos que entender mejor cuál es la lógica del trabajo de los congresistas. Suele creerse que su responsabilidad primordial consiste es asistir religiosamente a las sesiones para dos cosas: participar en los debates y votar.

Esta es una concepción pueril, avalada, infortunadamente, por la Constitución. Con frecuencia para que los miembros del Congreso se formen criterios adecuados sobre los temas que les corresponde decidir, es más importante que asistan a otros foros, algunos en el exterior –tal como lo hacen los ministros y otros altos funcionaros-; y que, por fuera del recinto de sesiones, busquen acuerdos entre las distintas bancadas y con el gobierno; acuerdos políticos quiero decir, no gabelas, como suele creerse muchas veces con razón.

Tiene aún menos sentido que para votar los proyectos de ley sea necesario hacerlo estando la cámara o comisión correspondiente en sesión y que haya quórum.

El voto es un derecho individual de cada parlamentario; puede haber mecanismos más expeditos para garantizar la pulcritud de las votaciones a que la mayoría de ellos esté presente mientras se vota. Esa función notarial podría corresponder, de modo exclusivo, a quienes integran las mesas directivas.

En el Parlamento Inglés, por ejemplo, la asistencia a las sesiones plenarias de la Cámara de los Comunes de ordinario se da una vez por semana, cuando la oposición interpela al primer ministro.

En Estados Unidos a los debates comparecen los congresistas que se han inscrito para hablar; los demás siguen los discursos por el monitor de televisión instalado en sus oficinas. En ninguno de estos países -tampoco en Alemania- tiene que haber quórum para votar. Las votaciones están abiertas durante un tiempo predefinido y cada quién vota a la hora que le parezca.

En vez de amarrar a los parlamentarios a sus curules hay que darles movilidad para que hagan política, dentro y fuera del recinto de sesiones, a cambio de transparencia, virtud que nuestros congresistas practican con notoria avaricia.