Viendo la gigantesca mancha de petróleo que devora el Golfo de México, y que seguramente constituirá uno de los peores desastres ambientales de la historia, no es fácil entender la complejidad de los debates técnico-científicos y económicos que antecedieron el análisis del riesgo de las operaciones “off shore” y que a todas luces resultaron incompletos. El accidente ocurrió, pese a todas las medidas de seguridad y las garantías que fueron ofrecidas por una compañía con acceso a la mejor ciencia disponible, y a los estrictos filtros de la autoridad ambiental. En este caso, lo impensable ocurrió, demostrando nuevamente que la relación entre normatividad y ciencia posee tensiones insuperables en la medida que la ley tiene dificultades para traducir la incertidumbre del conocimiento incompleto, que es la naturaleza de la investigación.
En el caso citado, la exploración ha sido avalada y vigilada por un gobierno que, asumiendo el mandato popular, ha evaluado los riesgos y trazado un curso de acción: es la sociedad democrática, incluidas sus instituciones de investigación, la que asume el error de cálculo y la que debe fijar responsabilidades y distribuir las consecuencias del accidente entre sus constituyentes. Esto requiere, ante todo, un ejecutivo independiente y robusto, capaz de pararse firme ante un sector económico extremadamente poderoso: pero algo va de un presidente de Texas a Obama.
En Colombia la gobernabilidad restringida, claramente responsable de un desastre como el del río Dagua (cuyas válvulas tampoco se pueden cerrar), no alcanzó a ser parte de ninguna agenda, ni minera, ni ambiental, mucho menos de investigación: la velocidad de los acontecimientos convirtió este caso, como muchos otros, en un laboratorio socioecológico sobre la marcha, que no sabemos cómo manejar. http://www.semana.com/noticias-nacion/maldicion-del-oro/137125.aspx del 25 de mayo hace un extenso reportaje del caso, mostrando el campo marciano en que se ha convertido la región.
Es muy grande la distancia que hay entre una sociedad que destruye democrática y científicamente un océano y una que espontáneamente destruye una cuenca: si bien la diferencia al final es desastre, con ciencia o sin ellla, se trata de errores sociales de distinta naturaleza. Tal vez ello indica que debería ser distinta la apuesta del modo de hacer ciencia detrás de cada propuesta política, sea la legalidad, la seguridad democrática o algunas delas demás propuestas en el debate electoral. Una política coherente de ciencia y tecnología que vaya más allá de predicar la necesidad de un aumento de la proporción del PIB dedicado a la investigación (indispensable, claro), pero que haga apuestas claras sobre el papel que esta debe jugar en la sociedad colombiana para afrontar la crisis ambiental.