La irrupción de los indígenas en la revista Semana el viernes 29 de septiembre calentó los ánimos desde orillas opuestas. Con cabeza fría, en este artículo propongo una reflexión sobre los hechos. 

Los indígenas son el actor colectivo más importante que hay hoy en Colombia.  No siempre fue así. En años anteriores no eran tan fuertes, siendo mucho más numerosos los sindicatos, los estudiantes, los campesinos, o más incisivas las feministas (para limitarme a grupos organizados no armados, pues de toda evidencia, las guerrillas, especialmente las Farc en los años 2000, tuvieron un inmenso protagonismo). 

Esta semana, el presidente Petro convocó a este actor a las manifestaciones organizadas por el gobierno. De toda evidencia, el gobierno necesita un respaldo en las calles. Con baja popularidad, con escándalos salidos de su círculo más cercano, con proyectos de ley haciendo cola en el Congreso, la manifestación debía ser nutrida. Por eso fue convocada y financiada por el gobierno, y de hecho, movilizó a miles de personas, llenó la plaza de Bolívar y transcurrió en buen ambiente. 

Una parte de los presentes eran nutridas delegaciones indígenas, venidas desde diferentes rincones del país. Algunos periodistas, queriendo criticar el hecho de que la marcha fuera convocada y financiada por el gobierno, y no desde las bases, y en buena medida a causa de sus prejuicios contra los indígenas, hicieron comentarios racistas. En particular, las redes se detuvieron en el comentario de Gustavo Gómez, de Caracol.   

Al día siguiente de la marcha, un grupo de indígenas se dirigió a un medio de comunicación, la revista Semana. Irrumpieron a la brava y gritaron frases contra su directora, Vicky Dávila. El tema no pasó a mayores, pero incendió las redes sociales. Incluso el ex vicepresidente de Uribe y exembajador Francisco Santos comparó esta irrupción con las bombas que puso Pablo Escobar en el diario El Espectador, un parangón aberrante, además de ofensivo (en Semana hubo algunos vidrios rotos, además de improperios; en El Espectador, 173 kilos de dinamita, 73 heridos). 

Es muy sintomático que el reclamo de los indígenas se haya dirigido a la revista Semana. Su directora, opositora del gobierno, hace un periodismo adjetivado y sensacionalista, donde abundan las filtraciones y faltan los matices y los contrastes. Sin embargo, dado el nivel general del debate político en Colombia (poca argumentación, mucha emoción), este tipo de periodismo funciona. Cada semana, los seguidores de Petro se indignan o aplauden a Semana, al vaivén de sus denuncias. A veces, este periodismo ha tenido consecuencias (así, una obra maestra de lo que no debe ser una entrevista periodística, como la que le hizo Dávila al general Henry Sanabria, le significó su salida de la dirección de la Policía Nacional). 

Anotemos que este estilo de periodismo, a menudo poco profesional, carente de fuentes para contrastar la información, editorializando más que informando, con filtraciones selectivas, o demasiado familiar con el entrevistado, etc., ha hecho escuela. Hoy, medios y periodistas anteriormente reputados y afines al gobierno lo practican. En cuanto al presidente, desde sus redes frecuentemente critica y señala el mal periodismo de sus opositores, pero nunca el mal periodismo o sesgo de sectores afines, y menos de los llamados bodegueros (influenciadores que se coordinan para hacer campañas, a menudo para denigrar a un rival que les ha designado). Tampoco tiene el presidente autocrítica cuando desde las cuentas oficiales se difunde información oficial manipulada

Así las cosas, la protesta de los indígenas en Semana se dio en un ambiente ya caldeado, con bandos defendiendo el medio que más corresponde a su propio sesgo. Para complicar las cosas, pese a que Dávila es opositora del gobierno, y hace un periodismo como el descrito, su medio le pertenece al grupo económico Gilinski, que en el pasado ha sido cercano a Petro, y que aún hoy defiende sus intereses (por ejemplo, en la Cámara de Comercio de Bogotá, donde el voto de ese grupo fue determinante para elegir al candidato de Petro). 

Es, pues, en el ambiente polarizado de la red X (Twitter, la red más usada por el presidente, así como por el microuniverso de periodistas y políticos), donde surgen polémicas que luego se traducen en todo el espacio mediático y que ensucian, o incluso pudren aún más el debate. Característica de estos debates es ser fundamentalmente emocionales. En esta red, cada pequeña diferencia adquiere proporciones colosales. Se privilegia la injuria por encima del análisis, con la “ventaja” de que se puede insultar directamente al incriminado, e incluso armar “tendencias del día” contra él. Es espacio ideal para exacerbar el odio. Cada día hay un escándalo que cabe en tres frases cortas, pero los temas de fondo no se tocan.

En regla general, poco ha contribuido X (Twitter) a elevar el nivel del debate político. No ha surgido allí ninguna buena iniciativa para frenar el mal periodismo, la insultadera, las bodegas o la manipulación. Las indignaciones sólo lo son en tanto permiten atacar al rival, no son desinteresadas. 
Mientras todo esto sucede, mientras llega un nuevo escándalo en esa red, cosas muy graves suceden en el país. Los líderes sociales siguen siendo asesinados (ya son 128 en 2023). Las masacres no cesan (van 68 en 2023, con 218 víctimas). Y crímenes abyectos como el del docente rural de Yolombó o de la docente rural del Cauca se siguen produciendo. Sobra decir que estos asuntos no son puestos en primer plano por las cuentas del Ministerio de Educación o del alto gobierno.

Es investigadora asociada de la Universidad Paris Diderot. Estudió ciencias políticas en la Universidad de los Andes, una maestría en historia latinoamericana en la Universidad Nacional de Colombia, una maestría en ciencias sociales en el Instituto de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de Marsella...