Crédito: Juan Carlos Hernández

Esta semana, miles de personas salieron a apoyar al presidente y al gobierno. 

Algunos, como lo denunció la representante Catherine Juvinao salieron porque los obligaron. Otros, probablemente porque les pagaron. Sin embargo, la mayoría de las personas que salieron apoyan al gobierno sinceramente. 

Pero la manifestación no fue espontánea; fue organizada por funcionarios públicos que, sin vergüenza y viendo que su posición en el gobierno es débil, usaron recursos públicos para llevar gente a Bogotá, para pagarles almuerzos en otras ciudades y para montar una tarima de 264 millones de pesos en la plaza de Bolívar. En un descomunal acto de lambonería y derroche, los altos funcionarios le organizaron al presidente una movilización popular. 

Viendo esa movilización, el presidente parece haberse convencido de su popularidad, a pesar de que datos recientes indican lo contrario. Mirando a la gente reunida en la plaza dijo: “esta es una verdadera encuesta”. Así, con esa muestra escogida de entre sus seguidores, el presidente ratificó sus convicciones. 

Dio un discurso enérgico en el que no sólo habló de las prioridades programáticas de su gobierno, sino también de su estrategia. 

A pesar de que el gobierno ya lleva más de un año, de que la ejecución ha sido mediocre, y de que se han perdido recursos, tiempo y oportunidades, el presidente propuso tres ejes sobre los cuales quiere que se produzcan cambios. Habló de justicia social y educación, aprovechando la reforma a la educación que propuso su ministra. Habló de la paz total, y contó que “el ELN ha llegado a un punto de negociación que nunca había alcanzado en su historia”. Esto, a pesar de que los resultados de la mesa de negociación son inciertos, de que el ELN sigue cometiendo crímenes y violando el cese al fuego, y de que, como ha advertido el senador Cepeda, al proceso todavía le falta una fase pública con organizaciones sociales, probablemente cercanas al ELN, en que esa guerrilla va a intentar reformar una constitución en la que nunca ha creído

El otro “tema fundamental” de su gobierno, según el presidente, es la verdad (es curioso que el presidente diga que tiene un compromiso con la verdad, cuando él y su gobierno dicen mentiras, manipulan y hacen exageraciones sistemáticamente). 

Pero lo más notable del discurso del presidente no fue la parte programática, sino la parte en la que habló de su estrategia. Proyectando la que parece ser su forma ideal de conversación, el presidente hizo una pregunta y se la respondió sólo: “¿Cuál es la estrategia nuestra? ¿Cuál es la estrategia del Gobierno, del presidente de la República?  Movilizar al pueblo como lo estamos haciendo. Movilizar y movilizar”. 

En las palabras del presidente no sólo hay un populismo evidente, sino también un afán corporativista. El presidente, y varios de sus ministros, conciben la sociedad no como una suma de individuos autónomos y libres, sino como la suma de organizaciones gremiales: los campesinos, los grupos étnicos, los trabajadores, las mujeres, los periodistas, etc. Esto, que tiene raíces tanto en el fascismo como en el catolicismo social, es un rasgo propio del populismo latinoamericano (está en el justicialismo de Perón, en el sindicalismo patronal de Gaitán y en el proyecto de la constituyente fascista de Laureano Gómez, por ejemplo). 

Lo particular de estos modelos no es que la gente haga eso; las personas se organizan de forma espontánea, y en ocasiones libre, en grupos, en profesiones y en clases. Esto pasa en Colombia y pasa en todo el mundo. Lo que es particular del modelo es que el Estado (“el Gobierno, el presidente de la República”) sea quien organice a la sociedad en estos grupos, y que ejerza el control o tenga el poder de establecer sus agendas, de patrocinar, de movilizar y de darles forma a esos grupos. El presidente dijo que quiere “que el pueblo se organice en cooperativas, se organice en Juntas de Acción Comunal, se organice como el campesinado, como los indígenas, se organice en cada barrio, que las juventudes no anden solas, sino que anden acompañadas en su propia organización. Queremos un pueblo organizado”. 

Esta organización, que debería ser espontánea e independiente del gobierno y de sus intereses, no va a darse así. Hace unas semanas, el Ministerio de Agricultura publicó un decreto con el que promueve “la movilización y organización campesina por la reforma agraria” y mediante el cual se crean una serie de instituciones paraestatales: los comités municipales y territoriales para la Reforma Agraria y la “Asamblea Campesina por la Tierra”. 

Con el discurso del presidente, se confirma que el plan del gobierno es organizar de forma cooperativa al “pueblo” por el que dice hablar. Esta organización y esta movilización van a darse con decretos como el del Ministerio de Agricultura o usando mecanismos de clientelismo y de patronazgo: a través de contratos con Juntas de Acción Comunal y con comunidades étnicas, de créditos a organizaciones comunitarias, y, claro, como lo hicieron los ministerios, pagando refrigerios y busetas. 

Otro rasgo visible en el discurso es el populismo anti-institucionalista del presidente. Con esto no quiero decir que el presidente no ha respetado (relativamente) a las otras instituciones públicas. Aquí no estoy hablando de su comportamiento actual sino de lo que parece pensar. En el discurso, el presidente volvió a dividir a la gente en dos grupos, el pueblo, por el que él habla, y la oligarquía: 

“Desde esta plaza llena, desde las plazas llenas de Colombia, en las grandes ciudades donde el pueblo nos ha acompañado, yo interpelo a, llamémosla, la oligarquía colombiana, o el establecimiento, si les parece mejor, o a quienes han gobernado tradicionalmente este país, a quienes tienen el poder económico, a quienes tienen poderes que no son elegidos por el pueblo, pero a veces son más poderosos que el presidente mismo, a esa élite colombiana yo la interpelo desde esta plaza llena de gente, de pueblo, desde este pueblo”.

El presidente, asumiendo no ya una visión simplemente populista, sino en realidad marxista, divide al país en dos clases: la oligarquía y el pueblo. Y con esa dicotomía explica su gobierno, su rol como presidente y el sonsonete nuevo del “Acuerdo Nacional”. 

El presidente, quizás frustrado por sus fracasos en el Congreso y por la incompetencia del ministro del interior, parece haber decidido –de nuevo cayendo en la fantasía corporativista– que las instituciones constitucionales son irrelevantes, o por lo menos secundarias, para tramitar sus reformas. 

Así, ha propuesto dos “diálogos” tan imponentes como improbables: la “paz total”, con todos los grupos armados de Colombia, y el “Acuerdo Nacional”, con todo el resto de la gente. Es notable que estos dos diálogos no pasan por las instituciones y solo las involucran marginalmente, como refrendadoras de acuerdos sociales paralelos y no como instituciones diseñadas para producir, a través de elecciones, negociaciones y compromisos, precisamente esos acuerdos. En la cabeza del presidente, su gobierno no es un conjunto de instituciones en un universo de otras instituciones públicas, sino un gran mediador entre dos clases sociales: la de los ricos y la de los pobres.

 Quizás confiando en que “el pueblo organizado” y la oligarquía persuadida (o asustada) por ese pueblo organizado presionen a las instituciones para aprobar sus reformas, el presidente decidió no hablarle al Congreso. 

En su fantasía corporativista de organizaciones estudiantiles, de cooperativas, de juntas comunales, de guardias indígenas, de asambleas campesinas por la tierra y de empresarios oligárquicos, el presidente se olvidó, por cuarenta minutos, de que la democracia, en Colombia, ocurre a través de instituciones.

Candidato a doctor en derecho por la Universidad de Yale. Ha estudiado en la Universidad de Chicago y en Oxford. Es abogado y literato de la Universidad de los Andes. Es cofundador de la Fundación para el Estado de Derecho, y ha sido miembro de la junta directiva del Teatro Libre de Bogotá y del Consejo...