En los últimos veinte años los seis bancos más grandes de los Estados Unidos, que incluyen nombres tan destacados como J.P. Morgan Chase, Goldman Sachs y Citibank, han pagado cerca de 200 millardos de dólares de multas y sanciones financieras en 420 investigaciones por violaciones a las leyes civiles y penales.
Repito: doscientos miles de millones de dólares, que viene a ser una cifra bastante cercana al billardo, o sea a los mil billones de pesos colombianos.
Esto sin contar con decenas de empresas blue chip, del tenor de Honeywell, ABB, Oracle, Ericsson, que entre 2021 y 2022 pagaron casi ocho millardos de dólares de multas por violaciones a las leyes anticorrupción de los Estados Unidos, que suman en total sanciones por 24 millardos de dólares –unos 96 billones de pesos colombianos– desde que se implementaron en 1977.
Por eso da un poco de risa cuando aquí se rasgan las vestiduras porque un banco colombiano firmó hace unos días un Deferred Prosecution Agreement, conocido como un DPA, con el Departamento de Justicia de los Estados Unidos que no es otra cosa que el otorgamiento de una amnistía en contra de cualquier acto de enjuiciamiento, a cambio del pago de una multa y del cumplimiento de lo que en Colombia llamaríamos un “plan de mejora”.
Porque eso es lo que fue: el equivalente en el mundo corporativo gringo al pago de una multa de tránsito por exceso de velocidad. Obviamente que un DPA no es algo para sentirse orgulloso, las compañías y sus agentes algunas veces la embarran y las sanciones acaban siendo una mancha en la hoja de vida de la empresa, pero no hay nada excepcional, único o particularmente demoledor en lo ocurrido.
Sin embargo, aquí, bajo el calor de las pasiones tropicales, lo que puede ser un trámite desagradable se convierte en una procesión flagelante, con mutilaciones públicas, lágrimas de sangre y, por supuesto, crucifixiones indiscriminadas, todo en el mejor estilo del fanatismo medieval.
Lo cierto es que nada de la información contenida en DPA es nueva. Dos de los funcionarios mencionados llevan presos tanto tiempo que ya purgaron toda la pena que iban a purgar y el tercero, sea quien fuere, nunca recibió los pagos, sino que se benefició de ellos, según el documento. O sea que el pago lo recibió alguien más, que puede ser una persona natural o jurídica, un funcionario público o un particular.
Lo que sí importa es el carnaval de acusaciones, esa procesión flagelante de la que hablábamos antes, que en busca de la redención milenaria está dispuesta a arrasar la tierra y cubrirla de sal.
Quizás esperar templanza anglosajona de nuestras instituciones de estirpe tremendista –no calvinista, como alegaba López– sea demasiado pedir. Con la revelación del DPA vino un mediático anuncio de la fiscalía general donde notificaba la imputación a 60 nuevas personas, para llevar 110 el número total de involucrados en los escándalos de la multinacional brasilera, como si la contundencia de las acusaciones estuviera relacionada con la cantidad de los involucrados.
Esta metodología, por supuesto, ya la hemos visto. Hace unos años nos dijeron que Reficar era el mayor escándalo de corrupción de la historia nacional y vincularon a juicio fiscal a docenas de funcionarios. Tiempo después, cuando la vida y reputación de estas personas estaba derruida, se confirmó mediante un tribunal internacional de arbitramento que los sobrecostos eran responsabilidad exclusiva del contratista y que, de todas formas, nadie se había robado nada porque ahí estaba la refinería funcionando divinamente.
Ahora el turno es para los funcionarios de la ANI, también vinculados por docenas, para responder por unos crímenes que nadie sabe muy bien cuales son, entre otras, porque los sobornantes ya dijeron a quienes habían sobornado y ninguno de los nuevos imputados es uno de ellos. Todo parece indicar que en este caso la responsabilidad ni siquiera es por asociación sino por mera casualidad: cualquiera que hubiera tenido en su despacho, así fuera pasajeramente, el expediente del proyecto Ocaña-Gamarra (una vía que se podía y se debía construir) está llamado al cadalso.
Nadie aquí está diciendo que deba triunfar la impunidad. Ni más faltaba. Quienes verdaderamente han cometido delitos deben afrontar a las autoridades y las empresas que los han patrocinado o tolerado deben tener sanciones. Lo que se plantea es que el combate contra la corrupción debe tener un enfoque práctico que sirva identificar a los responsables y castigarlos, sin magnificar el daño que la misma actividad corruptora ha causado.
La concesión de la Ruta del Sol II y su extensión, que es el meollo del caso Odebrecht, se venía construyendo sin mayores traspiés porque los brasileros, así como eran bandidos, eran buenos ingenieros. Vinieron las revelaciones de los pagos, los cuales llegaron tal vez a los veinte millones de dólares en total, y se armó la de troya. Acciones populares, investigaciones de las superintendencias, ruedas de prensa de las ías, juicios fiscales, penales y disciplinarios, debates en el congreso y todo el circo de tres aros que acompaña a estas situaciones. Se paró la obra y vino el dictum de los abogados: nulidad absoluta del contrato por la esotérica razón de la causa ilícita.
En conclusión, a pesar de las promesas de los inquisidores sobre la justicia divina de sus actos, seis años después tenemos una obra desbaratada y a medio construir, donde buena parte de las inversiones se perdieron, miles de personas se quedaron sin empleo, hay cientos proveedores quebrados y las comunidades quedaron más incomunicadas que antes. Eso sin sumar los desembolsos que tiene que hacer el Invias para mantener lo poco que funciona de la vía, que ya van en varios cientos de millones de dólares.
Ya lo decía con sapiencia Alejandro Gaviria: en Colombia no se sabe muchas veces qué es peor, si la corrupción o la lucha contra la corrupción.