Después de una negociación en la que supuestamente se salvaron las EPS, el gobierno nacional y algunos de sus parlamentarios en la Cámara de Representantes presentaron una ponencia nueva que es tan dañina como la primera.
La negociación, claro, no fue una negociación, sino una imposición de la ministra de salud y del presidente, disfrazada de acuerdo por las mentiras del ministro del interior, y por la manipulación y la intransigencia del gobierno. Todo esto, claro, mientras la coalición, mantenida con promesas burocráticas, se le desarma a un gobierno errático.
En la discusión de la reforma, el gobierno parece haber olvidado que el principio más importante de la medicina es no hacer daño: no destruir lo que sirve.
Con esta nueva ponencia, las EPS se acaban, y con ellas se acaba también un sistema de salud que pasó de cubrir a menos del 30% de la población en 1995 a cubrir al 99% en 2021, y que ha sido una gran misión público-privada (en el sentido que Mariana Mazzucato le da al término), que ha beneficiado, especialmente, a las personas más pobres y vulnerables.
El Ministerio de Salud, siguiendo el patrón del gobierno, esconde esta destrucción, este daño, tras una pantalla de eufemismos en la nueva ponencia. Lo que en la primera versión era tan claro como absurdo e impopular (que el sistema de salud iba a desaparecer para transformarse en un sistema público y centralizado en que los privados no podían “hacer negocio”), en la nueva versión también está, pero expresado en un arreglo institucional enredado, cuyas consecuencias pueden ser aterradoras.
El proyecto elimina el modelo de aseguramiento en salud actual, en el que las Entidades Promotoras de Salud (EPS) ejercen la gestión integral del riesgo para, así, garantizar la prestación de los servicios de salud de forma tal que los recursos limitados se usen adecuadamente.
En la ponencia, se crea un supuesto “aseguramiento social en salud” que, en realidad, elimina cualquier modelo de aseguramiento y de gestión por parte de privados. El proyecto le reparte las funciones que hoy cumplen las EPS a la ADRES, al Ministerio de Salud, a los Centros de Atención Primaria en Salud y a las autoridades públicas locales, fraccionando la prestación de los servicios y las competencias, e impidiendo, con esto, una planeación efectiva.
Así, se reemplaza el modelo de aseguramiento actual, en el que las gestoras privadas o públicas (las EPS) tienen incentivos para hacer que el sistema sea más eficiente y funcione mejor. El nuevo sistema implica un modelo estatista, en el que los riesgos y sobrecostos serán asumidos, necesariamente, por la nación (por los colombianos, a través de más impuestos, de deuda o del desvío de otros rubros; el proyecto ya desvía fondos que hoy van al tratamiento de enfermedades complejas a la atención primaria).
Este proyecto, como el anterior, transforma a las EPS en las llamadas Gestoras de Salud y Vida, unos agentes que tendrán un rol menor en la administración del sistema en territorios determinados, y que serán dependientes de unas “redes integrales” definidas y dirigidas por el Ministerio de Salud. El nuevo proyecto implica, así, la nacionalización del Sistema a través del ahogo y la desaparición, luego dos años de “transición”, de las EPS, lo que, además de contradecir las promesas del gobierno, puede implicar un costo inmenso para la Nación por demandas nacionales e internacionales, al tiempo que amenaza los trabajos de cien mil personas.
Al eliminar a los aseguradores privados, el proyecto, obviamente, elimina también la posibilidad de que las personas escojan a la institución que los va a asegurar, y, con ello, la posibilidad de que haya algún tipo de competencia dentro del nuevo sistema. El nuevo modelo no está basado en la elección de las personas sino en una visión estática del territorio y la familia que contradice los principios liberales de la Constitución, y que apunta, más bien, a visiones gremialistas y comunitarias de la vida social, sostenidas, además, en unas capacidades que, hoy en día, el Estado no tiene, como lo ha demostrado la incapacidad de la ADRES para pagar las facturas del SOAT.
Es cierto que el sistema tiene grandes problemas y que debe mejorar (en la promoción y en la prevención, en la prestación de los servicios en zonas apartadas, en las condiciones laborales de los profesionales). Es cierto que algunas EPS se han quebrado por malos manejos. Ha habido escándalos de corrupción, robos y desfalcos. Pero, como ha explicado Alejandro Gaviria, “el sistema ha mantenido su capacidad de reforma, de cambiar para hacer frente a [los] desafíos (…) A pesar de los problemas del sistema, muchos agentes, públicos y privados, han contribuido a su recuperación. Con las mismas reglas, algunas EPS han sido ejemplo de cuidado de los recursos y compromiso social”.
La ministra de salud y el presidente se niegan a reconocer estos avances y las capacidades que el sistema ha construido alrededor de las EPS. Esto, que es un problema de apego ideológico o quizás de rencor, miopía o necedad, puede volvérseles también un problema constitucional (y no sólo porque la reforma, como se ha repetido, debe tramitarse como una ley estatutaria). La Corte Constitucional ha advertido que “un entendimiento de la definición del sistema [de salud] en términos de disminución de cualquiera de los factores que lo configuran es inaceptable constitucionalmente”.
La disminución que la reforma implica, tanto en términos de recursos como de capacidades (la destrucción de las EPS), sería inconstitucional si conduce, como lo hará, a un empeoramiento del servicio de salud de los colombianos.
En la medicina y en la política, lo primero, como los médicos saben y como el Congreso debe recordar ahora, es no hacer daño.