Esta semana se dio a conocer la negativa de la vicepresidenta Francia Márquez de conciliar con Luz Fabiola Rubiano, la mujer que profirió insultos y agresiones racistas contra ella durante la marcha del 26 de septiembre.

Políticos afines al gobierno (Luis Ernesto Gómez) y de oposición (Enrique Gómez) le han solicitado –incluso exigido– a la vicepresidenta que concilie con la agresora.

El primer Gómez, Luis Ernesto, apela a la reconciliación en un tono condescendiente y aduce que el racismo es una cuestión de ignorancia. Su idea básica es que a los racistas hay que perdonarlos porque no saben lo que hacen.

A pesar de las buenas intenciones de Luis Ernesto Gómez, su idea no es solo falsa, sino peligrosa. El racismo no surge por falta de educación. De hecho, es posible que personas educadas sean racistas. Comenzando porque la educación misma puede ser racista.

El origen del racismo no está en una falta de conocimiento del mundo o de las ideas morales. Por supuesto, las ideas racistas no tienen sustento en nuestro conocimiento biológico de la especie humana y contradicen cualquier ideal moralmente aceptable. Sin embargo, el racismo no es –como lo parece suponer Luis Ernesto Gómez con sus sugerencias a la vicepresidenta– un problema de la mente o de la inteligencia. Es, por el contrario, un problema de los cuerpos.

Con esto quiero decir que hay intereses económicos (y de toda índole) que se benefician con el racismo. El racismo existe y ha existido en la historia no porque los racistas estén equivocados en sus consideraciones biológicas, sino porque ganan mucho (no solo dinero) explotando cuerpos y territorios vistos como cultural o biológicamente inferiores.  

La superación del racismo no está en que los racistas aprendan biología y tomen clases de ética; tampoco en que sus agresiones sean toleradas por las víctimas o por la sociedad apelando a supuestos gestos de magnanimidad. El racismo se comienza a superar cuando saquemos a la luz esos intereses y grupos de personas que se benefician (o nos beneficiamos) del racismo.

Tampoco se logra la reconciliación siendo indiferente o ‘perdonando’ las agresiones racistas. Quienes, como Luis Ernesto Gómez, piden a Francia Márquez conciliar con la agresión racista están atrapados en un falso dilema: tolerancia o venganza. Frente a la venganza la tolerancia parece ser preferible, pero la negativa de Francia Márquez a conciliar no es venganza: es dignidad.

Es la lección que nos ha dejado la lucha de los negros, no solo en Colombia, sino en todo el globo terráqueo: la victoria y la liberación de los cuerpos racializados no está en la eliminación física o jurídica de los racistas, sino en que el racista sienta vergüenza.   

Esta lección también la ignora el segundo Gómez, Enrique, quien acusa a la vicepresidenta de ser incoherente frente a la política de paz total del gobierno del que ella forma parte.
Dice Enrique Gómez que, aunque Márquez no está obligada a llegar a acuerdos con racistas, su gobierno sí ‘nos obliga’ a pactar con violadores y asesinos.

Este argumento (por ponerle un nombre benevolente) no solo es totalmente falaz, sino que su efecto político es totalmente problemático: al final, independientemente de las intenciones de su autor, lo que se nos dice es que está bien ser racistas mientras haya procesos de paz con grupos armados al margen de la ley.

El argumento es falaz porque a pesar de que cualquier gobierno (incluso el absolutamente improbable de Enrique Gómez) ‘obliga’ a los ciudadanos a hacer muchas cosas, ningún proceso de paz ‘obliga’ a las víctimas a conciliar o pactar con sus victimarios. Hacer eso es simplemente imposible por consideraciones meramente fácticas.

El perdón y la verdadera (re)conciliación con el victimario es una prerrogativa inalienable de la víctima: se trata de un acto totalmente personal e irremplazable, como la posibilidad de amar o la creencia religiosa. Y los mecanismos de justicia transicional no buscan nunca suplantar ese perdón, sino, a lo sumo, crear condiciones para ello por medio de la aplicación de penas alternativas que favorezcan la reinserción. La justicia transicional nunca es borrón y cuenta nueva para los victimarios, no son leyes de perdón y olvido, sino unas nuevas reglas del juego para que las victimas y victimarios hagan valer sus derechos y pretensiones. Por eso se sigue llamando ‘justicia’. 
La falla del ‘argumento’ del segundo Gómez es que interpreta la decisión de Márquez de no conciliar como venganza y supone implícitamente que la reconciliación consiste en tranzar con el desprecio. No hay idea más absurda porque la reconciliación es precisamente lo contrario del desprecio. La reconciliación supone ver mi humanidad en la humanidad del otro y alguien que identifica esos violadores y asesinos a los que tramposamente se refiere Gómez con las personas negras está muy lejos de querer reconciliarse. No es Francia Márquez la que no se quiere reconciliar, es el racismo el que no quiere reconciliarse. 

¿Qué hacer con quien no quiere reconciliarse? Aquí hay muchas alusiones a la imagen inexplicablemente viral de la ‘paradoja de Popper’, a la necesidad de no tolerar a los intolerantes. 
Pero esta supuesta solución del problema, al igual que las posiciones de los dos Gómez, suponen un dilema absoluto entre tolerar o no tolerar e ignora la lección de las luchas de los pueblos negros. 

Obviamente, una sociedad democrática no puede tolerar el racismo. El racismo no es una opinión susceptible de diálogo porque la democracia tiene que ser antirracista. Eso es claro. Sin embargo, no se trata simplemente de ser intolerante con el racismo, sino de una más radical de confrontar y combatir el racismo: hacer que el racista sienta vergüenza. Entre la intolerancia con el intolerante y la exigibilidad moral de la vergüenza hay, literalmente, un mundo de distancia. En el primer caso se suprime el mundo con el otro; en el segundo, buscamos reelaborarlo.

Profesor Asistente del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes. Doctor en filosofía de la Universidad de Bonn. Doctor en Estudios Políticos de la Universidad Nacional de Colombia.