La Alemania que Konrad Adenauer reconstruyó hace tres cuartos de siglo había superado tres revoluciones, perdido dos guerras mundiales, visto su riqueza material desaparecer dos veces en la misma generación y cometido crímenes atroces en la era Nazi. Para evitar el pesimismo y la desesperación, Adenauer cimentó el renacer en la calidad de su gente, los valores cristianos, una nueva federación europea y una asociación estratégica con Estados Unidos. 

A mediados de los años sesenta, Lee Kwan Yew enfrentó en Singapur un desafío fundacional similar. Como dijo, no había un manual de cómo crear un país con base en un pequeño trozo de tierra, bien situado, eso sí, pero con una mezcla étnica complicada de malayos e inmigrantes de China y la India. “Una nación es la voluntad, la cohesión, el aguante y la disciplina de su gente”. En su caso contaba con un mínimo margen de error dadas las agresivas potencias vecinas, por lo cual se hallaba constantemente entre la supervivencia y la catástrofe. Ese hombre, con base en la integridad, la competitividad y los valores confucionistas hizo de un Lilliput un gigante, como dice Henry Kissinger. 

¿Cuáles son las cualidades que le pueden permitir a la Colombia actual identificar su reto, su lucha y su identidad? Esta pregunta es importante. Pero me preocupa que hemos abandonado esa discusión y la hemos reemplazado por el debate de identidades. Es decir, por el predicamento de: “dime a qué grupo perteneces y te diré cómo piensas.” 

Se ha popularizado una pedagogía basada en las identidades, en la cual las preguntas no son sobre el sinnúmero de temas difíciles que debemos responder y resolver, sino si te identificas con determinada actitud ante el aborto, el matrimonio gay, la discriminación racial y el cuidado del planeta.  Los peligros de esta política de las identidades son visibles en Estados Unidos, donde de lado y lado ha desaparecido el ámbito de discusión racional y se ha tribalizado la política. 

Por supuesto la discriminación racial, el aborto, el matrimonio gay y el medio ambiente son importantes, y deben recibir una atención seria y juiciosa. Pero el problema de Colombia no se agota porque se defina una actitud frente a esas cuatro cuestiones.  

Puede suceder lo opuesto. Que si definimos nuestro desafío de esa manera terminemos promoviendo el conflicto racial, en lugar de mitigarlo. Eso le habría podido suceder a Singapur. Se requirió de un liderazgo eficaz por parte del Sr. Lee para crear las bases morales del mutuo entendimiento y respeto de todas las etnias, y ponerlas a perseguir un fin común. 

De no haber sido así, las manifestaciones conflictivas sobre la propiedad de la tierra, la estabilidad de los derechos de propiedad, la solidez de los contratos, las vías de hecho, los dobles estándares para ciudadanos iguales podían haber dado al traste con Singapur, como pueden dar al traste con la cohesión de Colombia y desembocar en la ley del más fuerte. 

No sucede solo aquí. La nueva constitución política de Chile, las elecciones de Perú y los conflictos en Ecuador reflejan que muchos optan por el beneficio político de corto plazo de los conflictos raciales, a un alto costo de cohesión nacional de largo plazo. 

Un ejemplo que puede ilustrar la futilidad de ese enfoque es la selección nacional de fútbol. El criterio para conformarla y ponerla a jugar bien debe ser siempre y exclusivamente la calidad, la técnica y el nivel competitivo de los convocados, su disciplina para entrenar y entender las intenciones del director técnico y ejecutarlas en la cancha con espíritu de equipo y sacrificio personal. Si en lugar de eso al momento de convocar los jugadores, escoger la titular y asignar los roles en la cancha primaran las consideraciones de raza, creencias políticas, orientación sexual o temas de identidad, sabemos cómo nos iría contra Brasil, Alemania, Corea o Perú. Desde el principio los jugadores y el técnico sabrían que están dirigiéndose al fracaso. 

Los gobiernos que alimentan los conflictos raciales corren el riesgo de socavar su propia gobernabilidad y sucumbir bajo las fuerzas que irresponsablemente desencadenaron. Cauca, Nariño, Magdalena, el norte Boyacá, entre muchos otros “teatros del conflicto”, serían testigos de un caos aún mayor del que hay actualmente.

Adenauer y Lee creían en un principio moral y de integridad del estado y los funcionarios para cimentar la confianza de millones de personas. Nada así se aprecia en Colombia o América Latina. La lucha anticorrupción es un slogan propagandístico, cuya responsabilidad se deja a los congresos, plagados de inmoralidad, y a entidades de control muchas veces neutralizadas por corrupción. No hay una agenda profunda de cambio cultural de la sociedad, las empresas y los funcionarios; ni un gobierno guiado por la integridad de sus líderes. 

Ahora bien, ni Alemania ni los tigres asiáticos tenían margen de error. Si fallaban, podían dejar de existir. Los latinoamericanos, en contraste, actuamos como si pudiéramos equivocarnos una y otra vez por décadas. Vean a Cuba, Argentina o Venezuela. América Latina cuenta con territorios inmensos disgregados al rededor del Amazonas, Los Andes y el Mar Caribe. Nadie en sus cabales la querría invadir, como le podía suceder a Taiwán, Hong Kong, Singapur o Corea, si fracasaban económica, política o socialmente. O a Alemania, frente a la amenaza rusa. 

Ese descuido mundial sobre nuestro destino tiene su espejo en la desatención nacional frente a repetir errores, alimentar conflictos y quitarle el ojo a lo problemas.  No arreglamos lo que está mal y en cambio dañamos lo que funciona. El capricho voluntarioso parece ser la prerrogativa del gobernante de turno. 

Aprendamos de Adenauer y Lee que partieron de circunstancias más apremiantes que las nuestras. Sabían que lo más importante era la calidad de sus pueblos. Entendieron que la cohesión, la integridad, los valores y la creencia en un destino común era la forma de superar las dificultades raciales, políticas y económicas. Se hicieron competitivos como el que más y ganaron un partido tras otro en la economía, la política y los logros sociales. De nos ser así, seguiremos empeñados en la irrelevancia y las guerras intestinas.