Durante la reciente convención del Partido Demócrata de EEUU, Khizr y Ghazala Khan, ciudadanos norteamericanos de origen pakistaní, criticaron frente a miles de delegados a Donald Trump por querer bloquear la inmigración de musulmanes a los EEUU y por su abierto desprecio por las minorías. Padre de un capitán del Ejército de EEUU que falleció en 2004 en Iraq mientras intentaba parar un carro bomba, Khizr Khan, quien tiene una maestría en derecho de Harvard, le dijo a Trump: “Usted le pide a los norteamericanos que le encomienden su futuro a Usted. Permítame preguntarle: ¿Alguna vez se leyó la Constitución de los EEUU?”. Y sacándose una edición de bolsillo de su saco, añadió: “Si no se la leyó, le prestaré con gusto mi copia. En ese documento búsquese las palabras ‘libertad’ e ‘igual protección frente a la ley’.” Khan luego cerró su discurso con unas palabras que aún siguen conmoviendo a los EEUU: “¿Alguna vez ha estado Usted en el Cementerio de Arlington? Vaya y mire allá las tumbas de valientes patriotas que murieron defendiendo a los EEUU. Verá ahí todas las fes, géneros y etnias. Usted no ha sacrificado nada ni nadie.”
La resonancia del discurso en los EEUU ha sido inmensa, tanto entre los demócratas como también entre los republicanos. A la luz de las reacciones de Trump, ha quedado manifiesta la insensibilidad del actual candidato republicano, su incomprensión del sentido profundo de la palabra “sacrificio” y su incapacidad de manifestar alguna solidaridad con cualquier otra persona que no sea él mismo.
Este caso nos permite abordar un tema que hasta hoy se ha tocado solo tangencialmente en el debate sobre la paz y que, sea cual sea el resultado del plebiscito, tiene que quedar sobre la mesa. Un país en paz tiene que poder contar con una ciudadanía dispuesta a sacrificarse para defenderla. No hay paz duradera, en otras palabras, sin sus patriotas.
En las pasadas décadas Colombia ha vivido una guerra esencialmente de pobres contra pobres. Tanto desde el lado de los grupos al margen de la ley como desde las fuerzas armadas, la casi totalidad de los sacrificios ha sido sostenida por los estratos 1, 2 y 3, cuyos miembros no han tenido la suerte de poder eludir la carga del conflicto. Las élites, por su parte, han defendido su país por outsourcing sin ofrecer como contrapartida un cierre adecuadamente rápido de las brechas de desigualdad en Colombia. De hecho, a diferencia de las familias norteamericanas o israelíes, en las colombianas de estrato 6 es bastante raro encontrar a hijos, hermanos, o amigos que hayan servido en la Fuerza Pública y que hayan vivido de primera mano la guerra. (Excluyo, por supuesto, a las víctimas de secuestro y terrorismo). Con eso no quiero decir que en el estrato 6 no haya valentía o capacidad de sacrificio. Sí la hay, pero es muy frecuente que sus miembros estén preparados a sacrificarse solamente para proteger a los miembros de sus propios grupos familiares, sociales o políticos y no a la sociedad en general.
Para defender una Colombia en paz, necesitamos que los miembros de las élites del país estén dispuestos a sacrificarse para proteger a desconocidos, a quienes piensan diferente a ellos, y a quienes pertenecen a otras clases o grupos sociales, contribuyendo así al cemento que pega a las diferentes partes de una sociedad que todavía continúa a exhibir fracturas demasiado profundas.
En mi última columna sobre “Los justos en el conflicto armado colombiano” he insistido que a lo largo de más de sesenta años de guerra hubo ciudadanos de todos los estratos, todas las etnias y todas partes de la geografía colombiana que en algún momento de sus vidas se arriesgaron para no ser cómplices de actos ilegítimos de violencia y que pagaron por eso en carne propia. Esos ciudadanos y sus historias pueden proveer un nuevo mito fundacional para un país en paz y sientan un ejemplo concreto de que sí es posible sacrificarse y hacer lo correcto en defensa de otros, aún cuando pertenecen a clases sociales o tienen convicciones políticas diferentes a las de uno. Al mismo tiempo, todos aquellos colombianos, élites o de clases populares, de derecha, centro o izquierda, que se reconocen en aquellas historias y en su mensaje ético y que se sienten interpelados por esos ejemplos de generosidad, constituyen el núcleo de una sociedad colombiana sana y valiente por la cual valdría seguramente la pena sacrificarse en el futuro.
En la próxima década Colombia enfrentará grandes desafíos. A los actores que le apostarán a la paz y que estarán determinados a jugar limpio en la política tendremos que defenderlos de aquellos que utilizarán los recursos ilegítimamente acumulados durante la guerra para ganar ventaja en los procesos político-electorales que se llevarán a cabo en los próximos años. A quienes optan por un nuevo pacto de civilidad en Colombia tendremos que defenderlos de quienes lo harán de manera puramente táctica y de quienes continuarán a invocar la oportunidad de la brutalidad o el autoritarismo para lograr sus fines políticos. Tendremos que descubrir y devolver a Colombia aquellos recursos adquiridos ilegalmente por los actores del conflicto y ponerlos a disposición de las víctimas. Tendremos que intervenir, desarticular y deslegitimar la minería ilegal en el país. En caso de que haya un cambio de régimen en Venezuela y de que en ese país se organice una insurgencia, tendremos que cuidar que esas dinámicas no desestabilicen nuestro proceso de construcción de un país en paz. Tendremos que asegurar que en diferentes espacios y escenarios institucionales de nuestra sociedad haya una sana competencia entre actores sociales y políticos y sus ideas y que esa competencia no quede bloqueada a través de las presiones e intimidaciones por parte de aquellos que no tendrán un freno para ejercerlas o que no tendrán reparos en aceptar el apoyo tácito o indirecto de quienes ejercerán dichas intimidaciones y presiones indebidas. Finalmente, necesitaremos desplegar una estrategia extensiva y capilar a lo largo y ancho del país para deslegitimar el uso de la violencia para fines políticos.
Para lograr eso, necesitamos nuevos recursos humanos con vocación de construcción de nación en la Fuerza Pública y en el sistema de justicia. Necesitamos ingenieros de sistemas y telecomunicaciones, administradores de empresa, abogados, sociólogos, antropólogos, psicólogos, historiadores, geógrafos, matemáticos, físicos, y químicos, políglotas, ciudadanos globales, con títulos en las mejores instituciones académicas del mundo, y con las credenciales suficientes para lograr distinguidas carreras en todos espacios de la vida social – sector privado, sociedad civil, política, medios, y academia, entre otros.
Es a esta élite intelectual a la que tendremos que acudir para lograr respuestas contundentes a los desafíos arriba mencionados y es esta élite la que tendremos que vincular a la Fuerza Pública y al sistema de justicia, particularmente en aquellos contextos territoriales de mayor dificultad.
Durante la Segunda Guerra Mundial los EEUU fundaron la Oficina de Servicios Estratégicos para responder a los desafíos de ese conflicto y miembros de instituciones de élite como la Universidad de Yale respondieron a ese llamado dando su contribución, asumiendo graves riesgos y pagando altos costos.
Es hora de que las élites colombianas asuman en primera persona los sacrificios requeridos por la defensa de un país en paz y democrático.