En su discurso ante la asamblea general de la ONU, Petro apeló a la distinción entre países del norte y del sur. La idea central del discurso fue que el paradigma prohibicionista en la lucha contra el narcotráfico y el avance del cambio climático responden a la ambición y codicia de los países del norte.
El discurso fue criticado desde múltiples ópticas. Una de ellas, quizá la más interesante, señala que la distinción entre países del norte y del sur es maniquea y simplista. La distinción ignoraría las responsabilidades propias de las sociedades colombianas y latinoamericanas en el fracaso de la guerra contra las drogas e impediría el desarrollo de acciones diplomáticas concretas por tratarse de un discurso moralmente fustigador.
Considero que esta crítica es infundada. La distinción no es maniquea y simplista, ni se trata de una excusa para dejar de asumir nuestras propias responsabilidades. Por el contrario, tiene un trasfondo filosófico complejo que vale la pena entender.
La distinción entre el norte y el sur global tiene un parecido de familia con conceptos más conocidos del discurso de la izquierda como el imperialismo, el centro/periferia o el primer y tercer mundo. En el fondo de todos estos conceptos, cuyos matices y diferencias no me interesa escudriñar aquí, subyace una profunda sospecha: en la historia de la humanidad civilización y barbarie no han sido hasta ahora términos contrapuestos, sino, más bien, complementarios.
Los grandes progresos civilizatorios se han construido por medio de la barbarie y la violencia. Y entre más civilización alcanza la vida humana, la barbarie parece multiplicarse. Las pirámides de Egipto son un indudable logro para la arquitectura humana. Y aunque los historiadores dudan de que hayan sido construidas por esclavos, hay hallazgos arqueológicos y evidencias de que los obreros que las levantaron se dejaron (literalmente) la piel y los huesos. La democracia griega se sostenía por la esclavitud, la colonización de tierras extranjeras y la exclusión de las mujeres. Y cuando la luz de la razón parecía avanzar triunfante por las alamedas de la historia, nos topamos con la bomba atómica, con Auschwitz y con una forma de existencia humana que ignora los límites naturales y fácticos del planeta.
Evidencias de la coincidencia entre civilización y barbarie hay muchas; casi que cualquier gran paso en la historia de la humanidad parece, de algún modo u otro, confirmar esta coincidencia paradójica. Sin embargo, las razones de esta coincidencia no son siempre claras.
La razón de la coincidencia entre civilización y barbarie parece estar, así lo sugieren los trabajos de Adorno y Horkheimer, en la contraposición entre civilización y naturaleza. La civilización ha sido siempre entendida como el instrumento que tienen los seres humanos para superar su dependencia de la naturaleza y controlarla.
Esta idea que parece tan obvia tiene, no obstante, efectos problemáticos en la vida del individuo y la organización de la sociedad; efectos que explican por qué civilización y barbarie han ido siempre juntas en nuestra historia.
El efecto es que la sociedad comienza a organizarse jerárquicamente entre seres que están más o menos cerca de la naturaleza que tenemos que dominar y controlar. Si una persona está más alejada de la naturaleza, entonces tiene el derecho legítimo de dominar a las personas que no pueden (supuestamente) superar su condición meramente natural.
Las justificaciones filosóficas de la esclavitud suelen apelar a este tipo de argumentos. Este es también el caso de la dominación patriarcal: la representación de las mujeres como seres emocionales y sujetos al proceso natural de la crianza confirma la idea de que el dominio de unas personas sobre otras es la proyección del dominio sobre la naturaleza y viceversa.
Por esto, durante la historia, construir y mantener la civilización ha significado dominar la naturaleza y, por esa vía, dominar, esclavizar y denigrar a otros seres humanos.
El problema es que la idea de que hay personas más cercanas o alejadas de la naturaleza es mentira. Todas las personas están inmersas e imbuidas en la naturaleza: el hecho de que todos y todas vamos a morir lo confirma de forma imbatible. Incluso aquellos aspectos y rasgos que innegablemente nos diferencian de los animales (como el lenguaje y la cultura) han sido creados y construidos a través de nuestra interacción con la naturaleza, nunca alejándonos de ella.
En cierto modo, el proyecto civilizatorio de las sociedades capitalistas y liberales de Norteamérica y Europa repite la contraposición entre civilización y naturaleza y todos sus efectos adversos. Por ello, la distinción entre el norte y el sur apunta a denunciar que dentro de ese proyecto civilizatorio los países del ‘tercer mundo’ aparecen como aquella parte meramente natural que la parte civilizada debe dominar legítimamente.
Sin embargo, exponer esta asimetría entre el norte y el sur no es un discurso fustigante que reparte culpas a diestra y siniestra. Pues los efectos adversos de la contraposición entre civilización y naturaleza no son solo para los países del sur, también lo son para los países del norte.
La contraposición entre civilización y naturaleza es autodestructiva para la especie en su conjunto. Una civilización que se ve a sí misma como contrapuesta a la naturaleza está condenada a destruir sus medios de subsistencia y a aniquilarse a sí misma no solo material, sino también moralmente. Es esto justamente lo que está pasando hoy en el mundo. No sobra que un presidente lo diga.
Obviamente, pretender que el discurso de Petro va a alterar el paradigma civilizatorio de las sociedades occidentales es ridículo. Puede ser cierto también que plantear el problema en términos de la división global entre el norte y el sur no tenga efectos concretos en la política diplomática del gobierno. No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que los discursos conciliadores que llaman a la acción conjunta o se pliegan explícitamente a los dictámenes de los países del norte y especialmente a los Estados Unidos nos tienen donde estamos hoy: sin un horizonte claro para la lucha contra el cambio climático y con una absurda guerra contra las drogas en la que solo nosotros ponemos los muertos y la violencia. Se le abona a Petro el haber intentado algo distinto.