Por donde se le mire, lo que ocurrió hace una semana en San Vicente del Caguán es muy grave. Allí todo se salió de madre. Lo que empezó como una protesta pacífica de un grupo de campesinos armados con palos, a la manera de una guardia civil, terminó en un verdadero incendio. La retención violenta de 79 policías y el asesinato del sargento Ricardo Arley Monroy y el campesino Reinel Arévalo son infames y merecen todo el castigo penal y la censura social.
Esta es la eterna historia del escalamiento del conflicto social: un reclamo que comienza con causas justas, no se resuelve y termina en violencia. Lo único diferente esta vez es que el gobierno no mandó al Ejército para contener la protesta y con eso, no me cabe duda, evitó una masacre y un agravamiento de la situación. El presidente en persona dio la orden de no usar la violencia mientras el ministro de Defensa le pide al país una reflexión al respecto. Muy pertinente hacerla en este momento cuando el paro minero del Bajo Cauca tiende a prolongarse.
Partamos de un principio básico: el Ejército no está para contener la protesta social. Este es un rol que le corresponde a las autoridades civiles, y en caso extremo a la Policía. Esa tendencia a darle un tratamiento militar a la protesta ha tenido consecuencias nefastas y ha sido consecuencia del “modo guerra” en que hemos vivido por casi un siglo, en el que cualquier hecho de orden público fue rotulado como “subversión” y sus partícipes como “enemigos”. Por fortuna la Corte Constitucional en la sentencia C-281 de 2017 dejó claro que: “las Fuerzas Militares tienen constitucionalmente prohibido intervenir en operativos de control y de contención, los cuales eventualmente pueden implicar el uso de la fuerza contra quienes realizan la movilización social terrestre”. O sea que a los ministros los podrán acusar de cualquier omisión, menos de esta.
Basta recordar que en 1928 cuando un puñado de policías se vieron superados por una huelga (también radicalizada) de trabajadores bananeros, el gobierno conservador tuvo la estúpida idea de mandar al Ejército. Sabemos que terminó en masacre por más que los negacionistas sigan diciendo que la tierra es plana. A Rojas Pinilla le dio por estrenar al Batallón Colombia, recién desembarcado de Corea, para contener una manifestación de estudiantes en las calles de Bogotá: el resultado fue la masacre de 1954. Tampoco se le ocurrió algo mejor a Guillermo León Valencia con la huelga de cementos El Cairo en 1963 que desencadenó la masacre de Santa Bárbara; ni a Turbay Ayala frente al paro cívico de 1977 que fue el leitmotiv de la más brutal ola de desapariciones y torturas amparada en el Estatuto de Seguridad Nacional.
La lista sigue. El incremento de las movilizaciones en los años ochenta y noventa empeoraron la tendencia. El paro del nororiente terminó en la masacre de Llana Caliente (1988) cometida por miembros del Ejército; y los desafueros contra las marchas de los cocaleros (1996) son apenas ejemplos de la explosiva mezcla de protesta social con armas de guerra. Tampoco es bueno para nadie que se repitan episodios como el violento desalojo que hizo la guardia indígena del Cauca a los soldados en Cerro Berlín en 2012.
Desde los tenebrosos tiempos de la guerra fría hasta hace muy poco el argumento para la militarización del conflicto social era la “infiltración” de los grupos armados en él. Es verdad que las insurgencias primero, y los grupos criminales ahora, han extendido sus equivocados métodos coercitivos, violentos y anárquicos a muchas de estas protestas. A veces como verdaderos protagonistas, y otros como simples oportunistas y fogoneros. Ese no es sin embargo argumento para armar una batalla campal. La falta de proporcionalidad que hay entre unos campesinos con palos, piedras o armas blancas, y los fusiles de un Ejército, constituye un riesgo desmesurado para cometer abusos en derechos humanos.
Muchos factores explican el escalamiento de las protestas: que los pactos y compromisos no se cumplen; que el Estado ha favorecido a las multinacionales, y en general al capital, por encima de la gente que habita los territorios; que en muchas regiones la fuerza pública se ha convertido en seguridad privada de las empresas; y que quienes protestan caen en la desmesura y la intransigencia. El problema es que se nos hizo costumbre contener en lugar de resolver y negociar cuando ya los muertos yacen en el asfalto.
Es evidente que nos espera un largo camino para aprender, como sociedad, a manejar los conflictos sociales sin violencia. Tenemos una herencia muy jodida en esa materia. Ojalá que este sea un capítulo central del Acuerdo Nacional que parece estar buscando Petro de cara a una verdadera paz política.