El caso de los colombianos detenidos en Venezuela bajo sospechas de espionaje ha despertado una vez más las rivalidades entre Caracas y Bogotá. El Presidente Uribe ha pedido al vecino país que se respete el derecho al debido proceso de los acusados, al tiempo que ha reiterado que es necesario esclarecer las circunstancias del asesinato de 9 colombianos en Octubre del año pasado. El Canciller Bermúdez, por su lado, ha pedido a la Corte Interamericana de Derechos Humanos que emita medidas cautelares para proteger a los detenidos.
Las respuestas desde Caracas no se hicieron esperar. El Ministro de Interior, Tarek Al Aissami, se apresuró a decir que la nacionalidad de los capturados era, de por sí, “un elemento preocupante”. Poco después, el Presidente Chávez indicó que los capturados bien podían ser responsables de las fallas en el servicio eléctrico que han azotado a su país en los últimos meses. Más recientemente, ha agregado que las autoridades venezolanas han encontrado nuevos indicios que respaldan sus sospechas.
Con base en la información que ha trascendido hasta el momento, las acusaciones venezolanas no parecen convincentes. Primero, el hallazgo de una “gran cantidad de fotos” en manos de un fotógrafo aficionado resulta apenas lógica. Segundo, el encuentro de dos credenciales militares obsoletas en la residencia de los acusados ya ha sido explicado por el gobierno colombiano. Por último, más de una semana después de las detenciones, el gobierno venezolano aún no ha mostrado al público nada que se pueda considerar evidencia criminal.
Dicho lo anterior, las recriminaciones de lado y lado esconden el verdadero tema de fondo. Es un hecho aceptado que los países se espían unos a otros, incluso entre democracias e incluso en tiempos de paz. Basta recordar las acusaciones de Perú contra Chile a finales del año pasado, un caso que ambos países han procurado tratar con discreción. Y esto sin hablar de ocasiones en las cuales diferentes servicios de inteligencia han ingresado a un tercer país para capturar terroristas, como la CIA en Italia o para asesinar enemigos del Estado, como el FSB en Londres.
El tema de fondo, por lo tanto, no es que existan espías, sino cómo se manejan los casos de personas capturadas bajo sospechas de espionaje. Al respecto, Bogotá y Caracas han demostrado posturas muy diferentes. En Venezuela se ha capturado a varios ciudadanos colombianos bajo sospechas de espionaje y paramilitarismo en los últimos años, aunque no se tienen datos exactos de cuántas personas se trata. En términos generales, los detenidos han permanecido incomunicados, sin derecho a hablar con funcionarios de la Embajada o con sus abogados, y en algunos casos se les ha puesto a disposición de un tribunal militar. En esta categoría se destaca el caso del detective del DAS Julio Enrique Tocora, privado de libertad desde Septiembre del año pasado sin que se le resuelva su situación judicial.
También es interesante que, en varias ocasiones, las detenciones han sido llevadas a cabo por oficiales de la Dirección General de Inteligencia Militar y del nuevo Servicio Bolivariano de Inteligencia, ninguno de los cuales tiene funciones de control migratorio ni de policía judicial. En el caso más extremo, dos agentes de inteligencia del Ejército Nacional que habían logrado infiltrar una estructura de las FARC en la zona de frontera fueron capturados en el 2007 por la Guardia Nacional venezolana, torturados, y asesinados a sangre fría.
La postura colombiana ha sido muy diferente. Desde octubre del año pasado hasta la fecha, el DAS ha reportado la detención de seis miembros activos de las fuerzas de seguridad venezolanas que han ingresado al país ilegalmente. En ninguno de los casos quedaba duda de la identidad ni de la filiación institucional de los detenidos, dado que portaban desde documentos de identificación vigentes, hasta armas y uniformes. En todos los casos, los sospechosos fueron deportados en menos de 24 horas y entregados a las autoridades venezolanas. ¿Será esta la estrategia adecuada?