En mi época de estudiante en la universidad pública gobernaba el Presidente Carlos Lleras, quien denominaba los festivales de piedra y gases lacrimógenos, como los que en estos días hemos de nuevo disfrutado, “retozos democráticos”. Entonces, como hora, se decía que la Universidad estaba en crisis; y que los jóvenes y los académicos tenían la fórmula para resolverla, la cual, por cierto, difería de la planteada por el gobierno. Cualquier posibilidad de entendimiento con éste te colocaba en el despreciable campo de los “reaccionarios”.
 
Ahora andamos en las mismas. No satisfacen a nadie, con razón, los avances en cuanto a la calidad, cobertura y pertinencia de la educación superior. Porque ello es así el gobierno aspira a apretar el paso. Para lograrlo considera que es una buena idea apalancar los recursos estatales con otros provenientes del sector privado. La supuesta “privatización” de la educación a que ello conduce se ha convertido en el eje de la discordia.
 
Como se trata de un asunto que suscita pasiones ideológicas, es difícil lograr los acuerdos necesarios con la comunidad universitaria que son indispensables para que los anhelos del gobierno tengan éxito. Ese consenso hay que construirlo punto por punto, tanto sobre las premisas de la política educativa como sobre su contenido.
 
No se remitirá a duda que el acceso a la educación es un elemento central de cualquier política encaminada a reducir los altos índices de inequidad en la distribución del ingreso y la riqueza. De hecho, la ampliación de la brecha salarial derivada de la educación es uno de los factores que mayor incidencia han tenido en los nulos avances distributivos de  la última década. Es verdad, además, que esta tendencia puede resultar agravada por el proceso de internacionalización de la economía.
 
Aceptado este punto de partida, fluye con naturalidad la conclusión de que el Estado está llamado a invertir en la educación y que debe hacerlo con eficiencia; es decir, buscando que la rentabilidad social por peso invertido sea la mayor posible.
 
Quizás tampoco haya dificultad en ponernos de acuerdo en que el esfuerzo altruista realizado por el sector privado ha servido para preservar y fortalecer algunas de las mejores universidades con que cuenta el país. Algunas de ellas son producto de la antigua vocación de la Iglesia Católica por la docencia (Javeriana, Bolivariana, San Buenaventura); en estos últimos años, la Universidad Minuto de Dios ha logrado éxitos notables que vale la pena imitar. En otros casos, la iniciativa ha sido laica: Los Andes, Externado, Universidad del Norte, EAFIT. Todas estas instituciones han impartido educación de buena calidad; también, a través de programas de becas y créditos, han facilitado el acceso a estudiantes de bajo poder adquisitivo.
 
Entiendo que los jóvenes que estudian en las universidades privadas, en muchos casos están satisfechos con la educación que reciben. Lo demuestran todos los días de una manera que no registran los medios de comunicación: van a clase en vez de ir a marchas y confrontaciones con la policía. Hacen parte de las denominadas “mayorías silenciosas”.
 
De lo anterior se desprende que carece de sentido estigmatizar la participación del sector privado en la educación superior cuando, de manera genuinamente desinteresada, invierte en educación. Es probable que en este punto tampoco tengamos diferencias irreconciliables.
 
Queda, sin embargo, una discusión pendiente: la que versa sobre los centros educativos privados que, utilizando diferentes mecanismos, esconden el afán de lucro. Describo el más simple: el “benefactor” efectúa una “donación” significativa en la Universidad (en realidad, un aporte de capital). Ese acto de generosidad es retribuido con otro: se le nombra presidente del consejo directivo o rector con un salario suficiente para remunerar su trabajo y generarle un retorno adecuado por su inversión.
 
Este esquema suena horrible pero habría que discriminar. Algunas de estas empresas disfrazadas proveen servicios de calidad, especialmente en carreras cortas de tipo tecnológico; son más escuelas de artes y oficios que “universidades”. En estos casos, la opción correcta puede consistir en dejar de decirnos mentiras y aceptar la realidad: La educación puede ser un buen “negocio”, desde luego sometido a vigilancia estatal estricta, tanto para el empresario como para quienes “compran” el servicio educativo.
 
Si hemos podido llegar hasta este punto sin que alguno de los “compañeros” se levante de la mesa en señal de protesta, este hipotético moderador da un paso adelante y se atreve a señalar que los réditos de la educación superior pueden ser apropiados de manera individual; sencillamente, el mercado reconoce una prima salarial a quien ha recibido una educación superior de calidad.
 
¿Qué se desprende de este hecho, que es irrebatible? Nada menos que el Estado no tiene porqué “regalar” la educación superior; bastaría que la financie apoyando el otorgamiento de préstamos que se reembolsan una vez el estudiante ha culminado sus estudios e ingresado al mundo laboral. Este modelo se usa en la actualidad pero podría expandirse.
 
Dicho lo anterior, el entendimiento que con tanto esfuerzo habíamos construido llega a un punto muerto. Desde la esquina liberal extrema se dirá que no tiene, entonces, ningún sentido que el Estado transfiera recursos a las universidades públicas; la totalidad del gasto estatal en educación debería destinarse a financiar la demanda -los estudiantes-; no la oferta -las universidades-. Esta postura es inaceptable desde la orilla ideológica opuesta, que en el fondo quisiera que toda la formación superior fuera impartida gratuitamente en universidades oficiales.
 
Creo que este es un falso dilema. ¿Qué piensan ustedes?