En la película Annie Hall, de Woody Allen, hay una  memorable. En una pantalla dividida, ella por teléfono y él en el diván, le responden al analista la misma pregunta: ¿con qué frecuencia se acuestan ustedes? ¿Tienen sexo a menudo? 

– Annie : Constantemente, yo diría que unas tres veces a la semana 
– Alvy : Casi nunca, si acaso unas tres veces por semana.

Para los mismos tres semanales, ella está saturada y él abandonado sexualmente. Como en este campo la empatía entre congéneres es automática, para mí lo dicho por Alvy no requiere mayor elaboración: siempre tiene ganas y cualquier frecuencia por debajo de su capacidad la ve como un desperdicio. La respuesta de Annie sí suscita un par de reflexiones. La más obvia es que su reserva de ganas autónomas es menor. No es difícil suponer que entre estos dos personajes la iniciativa para tener relaciones recae más sobre el insatisfecho. 

En las parejas colombianas, sin el psicoanalista, la misma escena debe resultar familiar. De acuerdo con una  del 2008, la de “3 o 4 veces por semana” es la frecuencia más reportada tanto por ellas (31%) como por ellos (33%). 

En número de polvos al mes, esta distribución implica un promedio de 9.7 para ellos y de 8.9 para ellas. No es fácil explicar lo que esconde esa discrepancia de casi un encuentro al mes. Para la misma época, en Francia se observaba una frecuencia mensual, femenina y masculina, un poco inferior a 9. Por edades, la actividad sexual nacional tiene un pico entre los 25 y los 35, permanece casi constante por dos décadas, pero a los 55 sufre una caída abrupta. Los tres semanales se tornan un lujo de sólo una en cinco parejas.

Sea cual sea la frecuencia, los colombianos deben sentir, como Alvy, que les faltan polvos. Son quienes más lo piden. Ellas, simplemente lo dan. Las diferencias no son despreciables, pero hay acuerdo en la percepción de quien lleva la iniciativa. La mitad de las veces el impulso es compartido. De resto, ellos proponen más. En Francia, en 3 de 4 ocasiones se reconoce que ambos sugirieron hacerlo. Para el saldo, ellos lideran la faena.
 

Para interpretar el desbalance podría adoptarse una posición radical: él quiere, ella no, y entonces él la obliga. Pero sería poco sensato suponer que es lo más común. La encuesta hecha en Francia muestra que, a pesar de no tener siempre la iniciativa, la alta frecuencia en las relaciones sexuales es muy apreciada por ellas.

Bajo un escenario más cariñoso y consensual, el guión podría ir en las siguientes líneas. Como él, tan simplón, requiere menos estímulos para el sexo, asume la iniciativa. No sólo lo pide, sino que acude a sus herramientas de seducción. Una caricia, un piropo, un “hace tiempo que no lo hacemos” … y ella acepta. Alvy cuenta que ha ensayado de todo con Annie, hasta una lámpara roja. Una sexóloga experimental, Meredith Chivers, ha osado sugerir que las ganas de él pueden ser un detonante del deseo de ella. A algunas feministas, obsesionadas por la total autonomía sexual, les puede resultar difícil tragarse ese sapo. Pero así parece funcionar la misteriosa sexualidad femenina: más basada en darlo que en pedirlo. Algo como, “no lo había pensado, pero si quieres, hagámoslo”. Para terminar ambos disfrutándolo. En últimas, aquí cabe un paralelo con los compromisos familiares, o los planes promovidos por ella. Él en principio no quiere, hasta le da hartera, pero por darle gusto acepta, para acabar disfrutando juntos algo que él no tenía planeado. Y así, entre concesión en esto por concesión en aquello, nos fuimos enamorando.

Sobre la disparidad de ganas autónomas, , geógrafa íntima, propone otra herejía. Plantea que el deseo femenino podría tener ciclos relacionados con las hormonas –rezagos del estro- que los hombres, aún no se sabe cómo, alcanzan a captar. Así, no dejan escapar las mejores oportunidades, esos esporádicos polvos no pedidos ni rogados, de calidad y fertilidad premium.

Aunque no lo parezca, el exceso de ganas masculinas también beneficia a las mujeres. Facilita algo saludable como aumentar la frecuencia de las relaciones sexuales. Por misteriosas razones, algunas feministas se las han arreglado para ver en una cuestión tan inocua y natural como el desbalance en el deseo un complot contra la sexualidad femenina. Pero sin esa asimetría, tal vez muchas mujeres lo harían pocas veces al mes, como los viejitos antes del Viagra. Y cuando recomiendan los curas, cerca de la ovulación. El impulso varonil ha sido clave en eso de separar la sexualidad de la maternidad.  

Esta persistente presión también tiene secuelas negativas, como olvidarse de las cuentas, o del preservativo.  Y en casos extremos acosar. De todas maneras, la visión política y dogmática de los asuntos de pareja no aclara mucho lo de la iniciativa, la frecuencia o las consecuencias de las relaciones sexuales. Es menos pertinente que lo que sugieren las sexólogas, más pragmáticas, de la nueva generación, que nos tranquilizan señalando que en la alcoba no todo es un forcejeo por el poder. También hay diferencias en el deseo, seducción, estrógeno, feromonas y, al coronar, dosis gratuitas de una sustancia tan benéfica como adictiva, la . A nivel de políticas, ignorar esa bioquímica ha sido un desacierto. En la vida de pareja, despreciar ese potencial puede resultar costoso, aún para ellas. Ya lo dijo un Nobel: los polvos que no se usan a tiempo se pierden.

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