El senador de izquierda Iván Cepeda desea que en unos años haya un gobierno de concertación nacional en Colombia, similar al que hubo en Irlanda luego del Acuerdo de Viernes Santo. Félix Lafaurie, dirigente ganadero de derechas, defiende la necesidad de un acuerdo nacional que traiga la paz política.
Este (acuerdo) parece ser una condición para que haya paz con el ELN. Es decir que la “paz total” tendría la vocación de construir un pacto que va más allá del desarme de grupos que azotan al país. Eso endereza un poco la narrativa errática que traía el asunto y es un propósito loable en el camino de erradicar nuestra violencia endémica. Lograr un pacto que supere los odios y las retaliaciones, que se cumpla de verdad, y que no tenga grietas, plantea de entrada dos preguntas: quienes serían los llamados a un acuerdo y en torno a qué.
En 1957 Alberto Lleras Camargo y Laureano Gómez pactaron en Sitges, Cataluña, el Frente Nacional. Era un acuerdo de paz y de reconstrucción de un país asolado por la guerra civil que ellos mismos habían causado. La médula era sacar las armas de la política y entregar el monopolio de éstas a la fuerza pública. Lo primero se logró pues aún los caudillos locales les copiaban a los jefes de los partidos. Lo segundo hasta el sol de hoy sigue pendiente. Las limitaciones intrínsecas de ese pacto: que fue excluyente, que se dio en medio de la guerra fría y sus paranoias, que mantuvo la represión, que no pudo sacar adelante las reformas, y una larga suma de factores hicieron que esa paz amnésica haya engendrado una nueva guerra.
A esa guerra interna insurgente-contrainsurgente se le intentó poner fin en 1991 con la Asamblea Nacional Constituyente, un nuevo pacto más plural e incluyente, entre liberales, conservadores y la izquierda moderada (y desarmada) representada en la ADM19. Valga recordar los ingentes esfuerzos que se hicieron para que allí confluyeran todos los factores de la violencia, desde Pablo Escobar -que efectivamente se sometió a la justicia cuando la Asamblea prohibió la extradición- hasta la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar (FARC-EP, ELN y un sector del EPL) que pretendía obtener un número significativo de cupos sin un desarme previo. Muchos prefirieron la guerra a otorgarles semejante concesión. Por ese boquete se coló la confrontación más atroz que hayamos vivido nunca por el territorio, las rentas, y por un modelo de economía y de Estado.
En 2016 el acuerdo entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC-EP revivió la esperanza de la reconciliación y abrió la puerta para que se hicieran cambios estructurales a factores asociados a la guerra como la tierra, la impunidad y el narcotráfico; pero contó con líneas rojas remarcadas por Santos en torno a la política de seguridad y el modelo económico, dos elementos que hacen parte del meollo de nuestras violencias. Este acuerdo, en lugar de unir, dividió al país (¡insólito!) y su implementación ha sido traumática. Sin duda, la pata que le faltó al acuerdo de La Habana fue la concertación con el uribismo, fuerza que dedicó sus mejores esfuerzos a dañar lo acordado, con relativo éxito, y a una implementación mediocre cuyas consecuencias estamos sufriendo.
Hoy parece que se quiere enmendar ese vacío con un acuerdo nacional que traiga la concordia y acerque a los extremos. Al parecer, de eso va el romance entre Álvaro Uribe y Gustavo Petro, y de eso va también la nueva faceta de Pepe Lafaurie, más comprensiva de la realidad del país. Sin embargo, es bueno preguntarse quienes harán parte de este pacto y, sobre todo, su agenda. ¿Serán invitados quienes aún portan armas como el ELN? ¿Y los narcotraficantes cuyo poder es indiscutible? ¿Cómo concurrirá el santismo, que se debate entre el gobierno y la oposición? ¿Qué rol tendrán los partidos? ¿Como se involucra la sociedad? ¿Cómo se superará el odio y la desconfianza que con tanta saña han sembrado los que hoy se disponen a pactar? ¿Será un pacto más allá del petrismo y el uribismo?
En cuanto a la agenda se sobre entiende que ese acuerdo nacional debe aspirar, por enésima vez, a sacar las armas de la política, del conflicto social y de los negocios, en particular en las regiones. Eso ya sería bastante. Pero ¿Alcanzará para revisar el modelo económico como pretende Petro? ¿Es dable abordar todos los cimientos del Estado de derecho como se infiere de la agenda pactada con el ELN?
Por ahora lo único claro es que bajo la sombrilla del diálogo con el ELN se está cocinando a fuego lento esa concertación política y quien sabe si las candidaturas para 2026 de esa especie de nuevo Frente Nacional.