El Estado moderno se caracteriza por una curiosa paradoja: el monopolio sobre el ejercicio de la violencia. Y ese monopolio aguanta solo si el Estado no tiene que recurrir sistemáticamente a ella.
Para proteger esa paradoja, los Estados modernos se dotan de varios instrumentos específicos, uno de ellos son los órganos de inteligencia, para anticipar las amenazas a la convivencia pacífica en unos escenarios estratégicos; y para desplegar dispositivos de influencia en respuesta a esas amenazas.
En los Estados no modernos, por el contrario, la inteligencia sirve simplemente para mantener en el poder al príncipe o a la dinastía de turno.
En las sociedades democráticas, la inteligencia del Estado cumple, además, con otra tarea bien compleja, que se asemeja al desminado humanitario.
Primero, ingresa en los escenarios de la vida social en los cuales unos actores invocan la violencia para lograr el cambio del orden constitucional, impidiendo además mediante la presión, la intimidación y la amenaza que otras voces se pronuncien en contra de la ella. Una vez ingresada en esos contextos, la inteligencia democrática procede a debilitar los dispositivos de silenciamiento de esas voces en contra de la violencia hasta que ellas puedan regresar a manifestarse.
Una vez logrado eso, cataliza la conexión entre esas voces para así articular un tejido solidario entre ellas capaz de escudarlas frente a las retaliaciones de los violentos; y finalmente, las conecta a través de escenarios distintos, tejiendo así una malla que llega a atravesar a toda la sociedad y que sirve como red preventiva de contención en contra de la violencia política de cualquier tipo. Una vez que en cada escenario de la vida social esas voces en contra de la violencia estén en condición de hablar libremente y sin miedo, los órganos de inteligencia del Estado tienen la obligación de retirarse, porque en una sociedad abierta el Estado no puede ni debe hablar en lugar o por cuenta de ellas.
Para cumplir con esa tarea, una inteligencia democrática tiene que poder contar entre sus filas con auténticos patriotas de la sociedad abierta, quienes entienden, desde sus entrañas, el valor de principios tan sagrados como el pluralismo y la igualdad frente a la ley y libertades tan importantes como la de expresión y de asociación; patriotas dispuestos a sacrificarse y perderlo todo para proteger esos valores frente a aquellos en la sociedad (o en el Estado mismo, si fuera necesario) trabajan para minarlos.
En Colombia el desarrollo de una inteligencia democrática está aún en curso. Mientras en otras sociedades la inteligencia del Estado se discute abiertamente en los medios o en la academia y hasta se celebra en el cine o en la literatura de ficción, en Colombia el legado del DAS, los falsos positivos producidos en el marco de la lucha contra-insurgente, la connivencia cómplice o indiferente entre el paramilitarismo y ciertos actores del Estado (y de la sociedad) y las ‘chuzadas’ a periodistas y cortes, han manchado en el imaginario colectivo esta importante función del Estado democrático.
Hay pasos que seguramente indican un avance en la dirección correcta: la abolición del DAS, el establecimiento de la nueva Dirección Nacional de Inteligencia y de una nueva ley de inteligencia y, sobre todo, la claridad con que ciertas autoridades políticas les manifestaron a los cuerpos de seguridad de la República que los fines no justifican los medios, aún cuando los adversarios del Estado operan bajo esa convicción. Sin embargo, aún falta un trecho importante para recurrir, sobre todo en el frente de la adecuación de las capacidades de los órganos de inteligencia del Estado para responder a los desafíos propios de una democracia en paz.
Las profundas fracturas políticas y sociales en la sociedad colombiana; la difícil reactivación de los lazos de solidaridad entre ciudadanos pertenecientes a espacios diferentes de la vida social; las prácticas endémicas de corrupción; la polarización extrema de la esfera pública; y el recurso creciente a la propaganda y a la desinformación en los procesos políticos y sociales, exponen peligrosamente la sociedad colombiana a derivas populistas de la extrema izquierda o de la extrema derecha. A eso se suman los riesgos de distorsión de los canales de participación ciudadana, de alteración de la competencia electoral, y de debilitamiento ulterior de la esfera pública, acelerados posiblemente por el uso de recursos provenientes de actividades ilegales, presentes o pasadas, y por las prácticas consolidadas de intimidación, amenaza, chantaje o de eliminación selectiva de los adversarios.
Estas amenazas y vulnerabilidades se manifiestan de manera creciente en contextos institucionales como la sociedad civil, los medios de comunicación, y las universidades, tres esferas neurálgicas en la vida democrática del país. Operar sobre esos contextos para lidiar con los desafíos arriba mencionados tiene los mismos riesgos de las intervenciones neuroquirúrgicas. El mínimo error puede tener efectos catastróficos sobre la movilidad del paciente y dejar secuelas permanentes. Hasta hoy, el Estado colombiano aún no ha desarrollado capacidades sofisticadas de comprensión e intervención en esos contextos y en el pasado ciertas intervenciones, directas o indirectas, han escritos páginas que merecen ser recordadas para nunca más repetirlas.
Para intervenir en contextos tan delicados, la inteligencia democrática necesita respetar un principio rector fundamental: su acción tiene que limitarse exclusivamente, por un lado, al re-establecimiento en dichos contextos de las condiciones para la expresión libre y plural y, por el otro, a la reactivación de sus respectivas esferas públicas cada vez que los violentos, y sus anillos de apoyo, las hayan afectado.
Eso no se logra ni con operativos militares ni judiciales. Sería como operar sobre un cerebro respectivamente con un machete o un cuchillito suizo. Rediseñar esos contextos institucionales con el propósito de modificar los incentivos de los actores que ahí operan, tampoco es suficiente, porque los individuos nunca actúan exclusivamente con base en un cálculo de costos y beneficios. El Estado necesita poder incidir más bien sobre los regímenes de justificación que los actores utilizan para excusar la violencia en esos contextos. En fin, el Estado tiene que poder establecer hegemonías culturales en contra de cualquier forma de violencia política.
Las insurgencias latinoamericanas han tradicionalmente entendido que la toma del poder pasa por la construcción de hegemonías culturales y por ende se han equipado para lograrlas. Los Estados latinoamericanos, al contrario, y en particular sus aparados de inteligencia, han generalmente visto las intervenciones sobre la cultura como humanismos tontos, innecesarios y hasta peligrosos, ilusionándose con que la ‘evangelización’ civil de América Latina se lograría más fácilmente, y más expeditamente, recurriendo a prácticas más cercanas a la ‘Santa’ Inquisición.
Desde la otra orilla del Atlántico, a comienzo de la Guerra Fría los partidos comunistas en Europa Occidental superaban, en unos casos, el 30%; la protesta social se manipulaba para llevar esas democracias a un punto de ruptura; y dineros ilegales fluían desde la Unión Soviética para financiar a los partidos comunistas occidentales. En esa época, las élites europeas no solamente leyeron a Gramsci, sino también lo entendieron, aceptando así que la defensa del orden democrático implica necesariamente una batalla cultural a favor del pluralismo y en contra de la violencia política. La inteligencia norte-americana también entendió esa necesidad y acudió a humanistas como James Jesus Angleton o Tom Braden en su ejercicio de contención de la influencia soviética en Europa, y en otras partes.
Ahora bien, para que en Colombia la inteligencia estratégica pueda avanzar en esa dirección, se requieren no solamente personas entrenadas para eso, que hayan además internalizado totalmente los valores de la Constitución del 1991. También, se necesitan líderes en esos órganos del Estado capaces de reconocerlas e de incorporarlas.
Para el caso colombiano, además, hay otro reto adicional que vale la pena mencionar. Debido al estigma aplastador que la inteligencia tiene en Colombia a nivel de imaginario colectivo, en buena parte por el legado del DAS, el Estado colombiano no podrá catalizar creíblemente el surgimiento de hegemonías culturales en contra de la violencia política sin antes fijar la acción de su inteligencia democrática en unas anclas morales claras y públicas. La inteligencia norte-americana a comienzo de la Guerra Fría asumió la reciente lucha en contra del nazi-fascismo como su propio mito fundacional. En Israel el Mosad y el Shin Bet anclaron moralmente su misión en la promesa de que nunca más permitirían que se repitiera una Shoah en la historia. Colombia, por su parte, tiene el ejemplo de sus “justos”, quienes a lo largo del conflicto armado no quedaron indiferentes frente a los horrores perpetrados tanto por la guerrilla como por los paramilitares y se distinguieron en la lucha en contra de ambos, convencidos de que nunca los fines justifican los medios. La labor en Sucre y Montes de María de Rafael Colón, Brigadier General de la Infantería de Marina, o en el Urabá Antioqueño de Carlos Alfonso Velásquez, Coronel del Ejército, ofrecen unos ejemplos importantes en ese sentido.
Quiero concluir con una consideración de carácter más personal. Es tentador no pronunciarse sobre un tema tan espinoso como el futuro de la inteligencia estratégica en el posconflicto. Sobre todo, sería más cómodo y seguramente más prudente. En Colombia, sin embargo, hemos ‘mirado para el otro lado’ demasiadas veces, frente a tantos cuerpos destrozados por las bombas de las insurgencias y tantos cuerpos mutilados por los machetes de los paramilitares. Más allá de los confines colombianos, las imágenes de esas caras ensangrentadas de los manifestantes en Venezuela y el recuerdo de esos cuerpos entorpecidos por el pentonaval y lanzados en otros tiempos desde unos aviones sobre el Rio de la Plata, no permiten el lujo de cierta elusión cómplice, sobre todo en la labor intelectual. Colombia, y América Latina, se merecen unas democracias sin violencia política y sin defensas culturales de ella.