Por: Casa de las Estrategias.
Diluir un cadáver en ácido debe ensuciar el alma tan profundamente que resulte imposible quitarse una neblina viscosa de la piel y los ojos. El sicario que tengo en frente está recién bañado a las tres de la tarde y parece que se echó medio tarro de loción, pero antes de que me confirme que su macabra reputación de nicho es cierta lo encuentro sucio, al punto de arrepentirme de haberle estrechado su lisa, fría y húmeda mano.
MIEDOSO Y FEO
Tiene puesto un reloj con el que una familia del barrio en que se crió puede vivir todo un año. Luego me diría que fácilmente puede ganar en un mes diez millones por asesinar.
Es un hombre que no inspira miedo, pero lo contagia: da pequeños brincos cuando suena un teléfono o alguien grita lejos y siempre está mirando de reojo alrededor suyo. Tiene también un profundo desprecio y pesimismo que hace que todo a su alrededor se torne tétrico. A la larga, él es un testimonio de que la muerte, indiferente y cruel, existe.
Cuando se quita la chaqueta grande y abullonada, que no tiene mucho sentido en una ciudad como Medellín, se descubre un hombre de contextura bastante menuda y unos brazos flácidos que hacen juego con una barriga bajita y dura de hombre de huesos delgados, pecho hundido y cara de flaco.
Es bastante lampiño y no tiene ningún atributo ni de blanco, negro o indio, simplemente es un pequeño hombre (un metro sesenta) muy pálido, nariz curva pequeña y pelo negro y grasiento en forma de melena setentera y descuidada.
Tiene algo extraño en su cara. Un defecto en el labio le da sentido a que por encima de una exhibición de las finanzas del “éxito” en su ropa, no hay una búsqueda estética ni una confianza en resultar atractivo. No parece tener la intención de estar arreglado, ni de agradar, tampoco deja ver, a lo largo de la entrevista, un gran aprecio por sí mismo.
Una contradicción similar aparece con su edad: tiene un bluyín que le queda grande y unos tenis recién salidos al mercado, que están hechos para un adolescente aunque él ya está por encima de los treinta años. En contraste, su expresión es la de algunos ancianos cuando todos los sueños están ya marchitos.
Nunca mira a los ojos. Después de un lánguido saludo deja salir unas risitas entre nerviosas y socarronas cuando le explico quien soy y por qué lo quiero entrevistar. A lo largo de una primera hora de conversación iría entendiendo esto como un humor rancio que es sarcasmo sin gracia o ingenio, que es burla latente que no se atreve a tomar partido.
FICHAS, PEONES Y TUERCAS
Tiene una especie de triple vida, vende droga al menudeo, tiene una ferretería y coordina operativos homicidas. La luz de neón en esa salita de juntas mustia hace ver más blanca la cara de mi entrevistado que habla tan bajito que parece susurrar.
Clava los ojos en la mesa y me empieza a explicar que a él le toca trabajar (asesinar) porque si no empiezan a sospechar que tomó otro bando y lo pueden hasta mandar a matar.
“Soy un peón en un rompecabezas muy complicado, y en época de guerra a uno le toca tomar partido. Aunque lo de uno sea los negocios, no negociar es como hacerle el feo a alguien. Hay que saber escoger bando, hay que cuadrar con alguien que ofrece buena plata rápido para uno servirle en cada vuelta, en el crimen no es como en la bolsa, una vez se empieza se escoge muy poco: uno puede escoger muy buena plata o nada de plata y plomo venteado. Uno ya no es quien pa’ decir que no.”

Él siempre está moviendo su dedo índice, dándole golpes a la mesa como si estuviera contando el tiempo. Me acuerdo de un policía que dice que “les da piquiña en el dedo y por eso se van a matar”, pero también me pregunto si ese tic tac será señal de que tiene el tiempo contado.
EL ASCENSO SIN ESCRÚPULOS
El sicario que entrevisto empezó como un delincuente de barrio, desde algo similar a una pandilla, luego fue ascendiendo por su falta de escrúpulos para matar y para engañar a un “condenado” a muerte. Primero, simplemente cruzaba de un barrio a otro, compraba una gaseosa y un cigarrillo, lo subestimaban por su apariencia, entonces sacaba, desde siempre, una 38 y le disparaba a una aglomeración de muchachos, para salir corriendo por unas calles arremolinadas, montarse a los solares si hacía falta, y llegar a un sitio oculto donde lo esperaban en una moto.
Más adelante, no aprendió a disparar mejor, ni cogió más puntería, no se volvió más atlético, ni aprendió a caminar sin hacer ruido o se hizo más veloz, como dictan las leyendas; tampoco se volvió más valiente, todo lo contrario: aprendió a ser más cuidadoso y entonces empezó a cambiarse de camisa después de cada homicidio, a llevar casco si hacía falta moto y a preferir las huídas en un discreto taxi donde se metía en la maleta cuando los operativos eran intensos.
Pronto ya estaba “cazando” a cabecillas de grupos contrarios y a los peligrosos mandos medios que habían traicionado al “patrón” del momento: les hacía seguimiento por varios días con la ayuda de mujeres, aprendiendo sus rutinas para acercarse hasta tres metros, saludar y tres tiros en la cara.
Ya con más experiencia, empieza a asomar el anecdotario de torturas y desaparición de cadáveres. Llegaría a la cúspide de su carrera sobornando a funcionarios de los organismos de seguridad y justicia para que le permitieran cometer un homicidio, eso sí, en silencio, y sin que aparezca un cadáver por ahí tirado.

LA RENTABILIDAD DEL ASCO PERDIDO
La más cruel sutileza estaba en llegar rechinando las llantas a donde la víctima paseaba en un lugar concurrido y a plena luz del día, mostrarle con agresividad un documento y una identificación y montarlo a una camioneta de vidrios polarizados con las manos esposadas. Hace rato no dispara un arma: en el carro, una finca o alguna bodega usa una bolsa para asfixiar a sus víctimas. A través de la fragilidad del plástico y la humildad de la bolsa se veía, una y otra vez, la cara de terror que se iba convirtiendo en la cara sin lucha de la absoluta desesperanza.
La repugnancia a veces sucedía en una bañera cualquiera donde se tenía que picar al cadáver algunas veces para ahorrar químicos o a veces para cargarlo con mayor facilidad por aquello de de la rigis mortis. Todo se iba por el desagüe, hasta los huesos y los dientes que se diluían como material efervescente. Parte de la función del paramilitarismo está en generar paisajes aceptables para la opinión pública, por lo que en época de disminución de la tasa de homicidios se puede aumentar la venta de ciertos químicos industriales.