El asesinato de miembros de la Fuerza Pública que eran prisioneros de las FARC es un delito bajo la legislación interna; también un crimen de guerra desde el punto de vista del Derecho Internacional Humanitario; cae, por lo tanto, bajo la jurisdicción de la Corte Penal Internacional si las autoridades judiciales de nuestro país no adelantan los correspondientes procesos e imponen las condenas que corresponda a los autores materiales e intelectuales, que en este último caso son los comandantes de la guerrilla.
El asesinato de miembros de la Fuerza Pública que eran prisioneros de las FARC es un delito bajo la legislación interna; también un crimen de guerra desde el punto de vista del Derecho Internacional Humanitario; cae, por lo tanto, bajo la jurisdicción de la Corte Penal Internacional si las autoridades judiciales de nuestro país no adelantan los correspondientes procesos e imponen las condenas que corresponda a los autores materiales e intelectuales, que en este último caso son los comandantes de la guerrilla.
No se trata de un episodio insular y, por desgracia, hay motivos para temer que habrá otros. Igualmente recordemos que están definidos como crímenes de guerra la toma de rehenes, el reclutamiento de menores de 15 años y los ataques a la población civil, actividades estas que hacen parte del repertorio habitual de los alzados en armas.
Interesante hacer notar, de otro lado, que la Corte Penal Internacional, que entró en funcionamiento en el 2002, no tiene un historial meritorio. Hasta ahora ha producido una sola sentencia condenatoria y las investigaciones que adelanta refieren, exclusivamente, a países africanos: Ruanda, República del Congo, Sudan, etc. Este pobre desempeño, aunado con la focalización de sus actividades en países que no tienen un peso político alto, explica que su prestigio haya venido declinando. Para recuperarlo esta obligada a mostrar resultados y a diversificar sus actuaciones.
Por estos motivos, Colombia puede ser para la Corte un candidato óptimo. De hecho, entre los países en los cuales adelanta investigaciones preliminares ocupamos un lugar destacado. Digo esto porque el margen de acción de que goza el Congreso para establecer un “Marco Juridico para la Paz” es reducido, como apremiante resulta para el poder judicial avanzar en los casos que tienen que ver con el conflicto armado que padecemos.
La apertura formal por la Corte Penal Internacional de un proceso contra nacionales colombianos sería un golpe demoledor contra la reputación de nuestras autoridades. Implicaría la previa admisión de que la administración de justicia está tomada por los criminales, o que esta no puede funcionar como consecuencia de interferencias graves de las otras ramas del poder estatal.
Dicho lo anterior hay que recordar una verdad de perogrullo. Los conflictos bélicos terminan cuando uno de los contendientes derrota al otro, o los adversarios llegan al convencimiento de que ninguno puede triunfar. Estados Unidos derrotó a Alemania y Japón en la Segunda Guerra Mundial, como Perú y Guatemala a sus movimientos guerrilleros a finales del siglo XX; Francia y Alemania en 1918 llegaron al convencimiento de que su empate militar era insuperable.
El respaldo de la ciudadanía a la estrategia de doblegar a los movimientos alzados en armas, es, como lo demuestran las encuestas, abrumador. Los crímenes recientes cometidos contra integrantes de la Fuerza Pública tiene el efecto de aumentarlo.
Sin embargo, no podemos negarnos la posibilidad de buscar una salida negociada del conflicto si algún día se dieren las condiciones adecuadas para intentarla. Ciertamente este no es el momento, pero si los éxitos militares recientes continúan -y hay razones para creerlo así- podría abrirse una ventana de oportunidad.
La justificada indignación popular de estos días crea un clima poco propicio para continuar la discusión del “Marco Juridico para la Paz” antes del receso de fin de año. Sin embargo, conviene retomar esa iniciativa más adelante para no salir a las carreras a tramitar en el Congreso una normativa que permita la desmovilización y reintegración -con las salvedades ya anotadas- de los alzados en armas.
Sencillamente, no podemos cometer de nuevo el error de improvisar unas reglas de juego, como sucedió con el fallido proceso del Caguán, y con la fracasada “Ley de Justicia y Paz” que, hasta ahora, se ha traducido en un único fallo, lo cual constituye prueba evidente de su mal diseño o de grave impericia de los jueces encargados de aplicarla.