El proceso de paz no tiene dolientes, salvo las comisiones negociadoras de las partes, los esfuerzos del presidente del Congreso y algunos intelectuales y organizaciones sociales interesados en participar activamente. La mesa está distante no solo geográficamente sino del corazón de los colombianos.

El modelo de negociación cuasisecreto y blindado, propio para unas circunstancias de amplio consenso político o apabullante victoria militar, no están acordes con una realidad distinta, en la que las FARC no se sienten derrotadas y en el país existe una poderosa oposición a la negociación.

El aislamiento de la insurgencia como medio de presión para acelerar una negociación es contraproducente. No los debilita porque su fortaleza militar no se afecta pero sí refuerza los escepticismos y desconfianzas en las bases guerrilleras. Judicializar las personas que van a La Habana bien sea para alimentar los diálogos o simplemente para buscar información sobre una víctima y aclarar situaciones, es un error.

La paz no es un monopolio del gobierno, es un derecho de toda la sociedad colombiana. Por eso se deben generar los mecanismos para que un proceso que no parece tan corto ni expedito mantenga la esperanza y el respaldo de la nación y no se recuerde esporádicamente cuando se hacen  las críticas a la guerrilla o en las plegarias de algunas misas católicas o en los cultos de algunos pastores evangélicos. La ambientación desde esta segunda fase de la negociación es una condición necesaria para que cuando se firmen los acuerdos finales la sociedad los respalde y no suceda como en Guatemala donde el referendo de los acuerdos de paz entre la organización guerrillera URNG y el gobierno fue derrotado en las urnas, similar a lo que ocurrió en México con el acuerdo del Ejército Zapatista de Liberación y el estado mejicano que fue hundido en el Congreso.