El episodio que ocurrió esta semana, cuando un grupo de soldados del Batallón Junín intimidó y humilló a una comunidad campesina en las Bocas del Río Manso, no es un hecho aislado. Es más bien un capítulo más de una larga historia de atropellos, incumplimientos, complicidades y abandonos. Hace unos meses visité a Tierralta para ver cómo se mueve la “paz total” en las regiones más sufridas. Quiero compartir lo que me contaron un grupo de líderes que viven en medio de la zozobra.
La región del río Manso y Tigre está enclavada en las montañas de Tierralta, en el sur de Córdoba. Sus pobladores más antiguos son de la etnia Emberá Katío y en la primera mitad del siglo XX llegaron colonos en busca de tierras baldías, casi todos provenientes de la isla de Barú y del occidente de Antioquia.
Durante La Violencia campesinos liberales de la región se alzaron en armas al mando de Mariano Sandón, quien se acogió a la amnistía de Rojas Pinilla en 1953. Cada uno de los doscientos hombres que se acogieron a la paz recibió una muda de ropa y la promesa de un pedazo de tierra que nunca llegó. A Sandón lo nombraron corregidor de Batata, un corregimiento de Tierralta, pero en 1972 murió asesinado en su finca.
Julio Guerra, otro rebelde liberal, con una guerrilla más numerosa y disciplinada, se mantuvo en armas hasta 1959 cuando se acogió a la paz que le ofreció el gobierno del Frente Nacional. Esperó por mucho tiempo que llegaran las carreteras, los créditos, las semillas y los títulos de las tierras que le habían prometido a cambio de sus carabinas y fusiles. En 1967, convencido de que había sufrido una traición, se unió al EPL, guerrilla maoísta que nació en estas montañas de Córdoba.
En los años setenta y ochenta los colonos de la región se dieron a la lucha por la titulación de sus tierras (7.400 hectáreas) apoyados por el sacerdote jesuita Sergio Restrepo. Pero se encontraron con un obstáculo infranqueable: desde 1959 la región había sido declarada zona de reserva forestal y en 1977 se creó el Parque Natural Paramillo, que incluía sus predios. Nunca pudieron acceder a los títulos y en cambio los paramilitares asesinaron en 1989 al sacerdote que los inspiró en su lucha.
El momento de mayor ilusión fue cuando en 1990 los guerrilleros del EPL firmaron un acuerdo de paz. “Bebimos ron una semana festejando porque muerto el perro, acabada la chanda y las pulgas” dice uno de los líderes. La fiesta duró poco porque en esos montes siguió la guerra. Allí se asentaron dos disidencias del EPL, unos que se negaron a dejar las armas, y otros que se rearmaron para enfrentarse a las FARC-EP que buscaba dominar a sangre y fuego este territorio.
Pero los paramilitares también querían ser los amos del Alto Sinú. Carlos Castaño contó en sus memorias que junto a Fidel cogieron un mapa y señalaron con un lápiz a esas montañas como su principal retaguardia. De la mano de los paramilitares la región se llenó de cultivos de coca. “Las autodefensas trasladaron su campo de batalla a Valencia y Tierralta por su posición estratégica” dicen los líderes.
Estos dos municipios tienen acceso a los dos mares por Urabá y el golfo de Morrosquillo; se conecta con Panamá a través del Chocó, con Antioquia, con el Caribe, y con el Magdalena Medio donde históricamente han estado los laboratorios de cocaína, y por donde logran acceso al resto del país. “Las FARC se salió de la ideología de la lucha y se metió en el negocio también” aseguran los campesinos.
En agosto de 1996 los disidentes del EPL, agobiados y débiles por la guerra contra las FARC-EP dejaron las armas en una extraña negociación con el gobierno de Ernesto Samper. Mientras un General del Ejército y un nutrido grupo de altos funcionarios de Bogotá se tomaron la foto recibiendo sus fusiles, los Castaños los esperaban a pocos metros del show mediático para llevarlos a un centro de entrenamiento de las AUC. En pocos meses se convirtieron en los más destacados mandos medios de esa confederación.
“Esos mismos exguerrilleros, al lado de militares activos, son los que mandaron al Manso a que nos mataran” relata un campesino. Los testimonios se refieren a que en 1998 las AUC hicieron una expedición a lo profundo del Paramillo y sacaron a bala a los campesinos que estaban disputando la tierra. “Me inyectaron gasolina en los testículos. Estuve tres días amarrado y vi cómo violaban hasta una ancianita de 70 años”. De una comunidad de 492 familias, 127 personas fueron asesinadas por las FARC-EP y 217 por las AUC en una guerra sin cuartel, según los datos que aportan las mismas comunidades.
El telón de fondo de toda esta violencia, además de la coca, era la construcción de la Represa de Urrá. Mancuso admitió que asesinó y lanzó al río el cadáver de Kimy Pernía, líder emberá que se opuso al megaproyecto. “Fue un crimen de Estado” dijo Mancuso, y señaló al Ejército como determinador de esa muerte.
En 2005, cuando las AUC dejaron las armas, en la región del Manso no se sintió el cambio, pues el poder político y económico de los paras se mantuvo intacto. Los otrora disidentes del EPL y ahora desmovilizados de las AUC, en cabeza de Otoniel, se rearmaron por tercera vez. Crearon lo que hoy se conoce como el Clan del Golfo. Las FARC-EP siguieron allí en una dinámica de ocasionales disputas y muchos acuerdos con ese Clan, hasta que se desmovilizaron en 2016.
Las comunidades confiaron en que el Estado, cuya acción estaban esperando desde 1953, llegaría con su promesa de paz territorial, para rectificar todo lo que había hecho mal en el pasado. Pero no. El Estado que conocen los habitantes de los ríos Tigre y Manso, el verdaderamente existente, siguió alentando a los grupos criminales y sus economías. Entre los grupos armados se creó una amalgama que los mismos campesinos no entienden. “Ahora viven juntos chupando piña” comentan con amarga ironía. “Yo quisiera mirarle la cara a los que están negociando y decirles: ¿tú qué negocias? si tú eres juez y parte” dice un líder quien reclama que nunca los han llamado a hacer parte de las conversaciones. Todo se va en promesas.
En ocasiones han sido citados por estos grupos armados para hablar de la paz total. “Uno los ve a los ojos y capta cuál de los segundones es el que va a aprovechar el vacío que dejan sus jefes para seguir en la vaina” dice uno de los líderes con una carga de escepticismo más que entendible.
Las comunidades del Río Manso llevan 70 años buscando la paz, han sido testigos de seis desarmes, e igual número de reciclajes, pero, como lo vimos esta semana, no tienen un Estado que los proteja. Así de lejos está la paz en algunos lugares de esta patria.