Columna de Julia Londoño Bozzi
A propósito de las recientes declaraciones del presidente de Colombia, Gustavo Petro, respecto a que no crió a su hijo mayor, Nicolás Petro Burgos, resurge un autoexamen público largamente postergado por la izquierda colombiana. Es la conversación sobre los hombres progresistas y su rol como pareja y padres de familia. ¿Qué clase de novios, esposos y amantes fueron? ¿Qué clase de vínculos establecieron con las mujeres a su lado?
Como periodista e hija de una pareja de militantes socialistas en la década de los años setenta, he dedicado algunos años a entrevistar a decenas de mujeres de distintos movimientos de la izquierda urbana colombiana como el Moir, el Partido Socialista de los Trabajadores, del movimiento Sol Rojo y Fusil y el Partido Comunista, para mencionar algunos.
Ese material se convirtió en mi tesis universitaria Diálogo dramático de una generación en el aire: relatos de mujeres de izquierda en los años setenta en Colombia, uno de cuyos capítulos —el dedicado a Amalia Lu Posso Figueroa— se publicó en el número 126 de la revista El Malpensante. También entrevisté a María Teresa Rubino, Amparo Ibáñez, Laura Restrepo, Rocío Londoño, Gladys Jimeno, Cristina de la Torre, Socorro Ramírez, entre otras.
Conversando durante horas con ellas sobre el amor militante, la familia y la repartición de roles de pareja, encontré un patrón: la conciencia de que muchos hombres de izquierda, sumidos en la militancia política, se relacionaron con las mujeres como trampolín para acceder a una vida pública, o clandestina, donde ellos tuvieron voz y voto, en tanto ellas se ocupaban solas de la vida privada, familiar, cotidiana.
Son las mujeres a las cuales mi generación debe muchos espacios. Fueron las compañeras, las pioneras en las universidades del país, en el uso de los anticonceptivos, en la defensa del aborto, en las conversaciones de género en el ámbito político y social. Fueron las de la liberación sexual. Fueron las separadas.
Lograron representación en el primer paro cívico nacional, en la comisión de paz de Belisario Betancur, acompañaron o presenciaron la primera candidatura femenina a la Presidencia de la República, la de Socorro Ramírez en 1978.
Soy hija de una mujer que se separó de un hombre de izquierda y abandonó la militancia. Una mujer que, como tantas otras, tuvo que asumir las responsabilidades de la vida diaria de su familia y se desencantó con la falta de reciprocidad de los hombres y partidos de los cuales se enamoraron.
Son mujeres que se enamoraron estudiando a Marx o a Trotsky, repartiendo periódicos a las afueras de las fábricas, echando discursos en los patios de las universidades, debatiendo sobre el hombre nuevo. Se juntaron con sus compañeros, se casaron por lo civil con la bendición del Partido, o con la de un cura de la Teología de la Liberación, un cura comprometido del Golconda.
Nacimos por elección de ellas o “con la pepa debajo del brazo” como describen algunas, porque los anticonceptivos estaban recién llegados y aún no existía la educación sexual en el país. Crecimos con figuras paternas prestadas, abuelos o tíos que intentaban suplir vacíos económicos y afectivos. Conocimos a los papás en fotos. Crecimos con mamás trabajadoras multiplicándose en la vida laboral para enfrentar la ausencia de un hombre de izquierda que, sumido en la lucha de clases, se mantuvo indiferente a la responsabilidad compartida de la vida cotidiana. Y no solo eso: también al margen de una idea de familia.
Los partidos políticos de izquierda, como algunas religiones, minaban las relaciones de familia; fomentaban la ruptura de los vínculos afectivos y la tradición para dar paso al compromiso total con la lucha. La revolución era el reemplazo de la familia. Así, los regalos de boda, las herencias, las propiedades privadas de los militantes pasaban a engrosar el patrimonio de la causa. Una suerte de diezmo.
Las corrientes feministas locales del siglo XIX renacieron en los movimientos estudiantiles y feministas de izquierda durante los años sesenta y setenta en Colombia. Por eso, para muchas mujeres pioneras de la conversación de género, se creó una profunda contradicción en la búsqueda del hombre nuevo que no contemplaba a una mujer nueva.
Muchas de estas mujeres renunciaron “a seguir siendo las mamás de las parejas”. Con la separación parecieron darles a los hombres la excusa perfecta para ser peores padres de lo que ya eran. Muchas renunciaron también a los derechos de sus hijos de tener padres presentes que aportaran económica y afectivamente en sus vidas. Otros y otras asumieron la responsabilidad de los ausentes.
Dando discursos en las plazas, internándose en el día a día de la militancia, viajando a zafras, misiones y congresos internacionales, ganando liderazgo hacia afuera, viviendo vidas políticas “fulgurantes” y entrando y saliendo de relaciones fugaces, los hombres de izquierda renunciaron a la vida de pareja y de familia. Estaban haciendo “lo importante”, mientras alguien lavaba sus calzoncillos, cubría sus huellas, compensaba una ausencia difícil de explicar o renunciaba a sus propias búsquedas y crecimiento para sostener a una familia huérfana.
Algunos abandonaron a esa familia por la clandestinidad, como dijo el presidente colombiano, convencidos de que así le brindarían un mejor futuro a esos seres amados. Muy bien. ¿Pero cuánto de eso fue sacrificio altruista y cuánto una oportuna lavada de manos, una fuga de las responsabilidades de padre y pareja? ¿Cuánto del trabajo proselistista, de las “misiones clandestinas”, la excusa para ser infieles?
El compromiso con la revolución, entendí mientras hacía la tesis, fue una excusa pomposa para ocultar que eran “humanos, demasiado humanos”.
Muchas de sus excompañeras definen a los hombres de izquierda como malos amantes y padres ausentes que eligieron andar con la cabeza en un futuro que no podrían haber soñado sin las mujeres que los impulsaron. Ellas hicieron los voluntariados, el trabajo barrial, las tareas del partido que no se ven y que ningún dirigente iba a hacer. Y esto pasaba mientras administraban sus casas y educaban a sus hijos. Ellas fueron quienes los criaron, es verdad. No por ser de izquierda dejaron sus compañeros de ser hombres de su tiempo.
Muy pocas, poquísimas, accedieron a una voz propia en los círculos militantes. Algunas encontraron nuevos amores. La mayoría construyó una vida profesional y familiar sobre el vacío del hombre ausente. Ahí encontraron, tal vez, a la mujer nueva.
Esta conversación está pendiente. No me anima el propósito de juzgar con nombre propio, aunque he oído historias horribles de algunos connotados líderes progresistas, de puertas para adentro. Estaría muy bien, sin embargo, que alguno de ellos reconociera que lo siente, que no estuvo a la altura. Sobre todo, me alegraría si los progresistas de hoy, los que están intentando construir un país nuevo, reconocieran esa historia para no repetirla.