Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
Es muy fácil salir a defender el nombre y la honra de alguien a partir de una sentencia o de un evento conmemorativo como los realizados en este mes de septiembre en Barranquilla a propósito del profesor Alfredo Correa de Andreis. Pero, tal vez, lo que los líderes sociales, defensores de derechos humanos, académicos, estudiantes, entre muchos otros, requieren con más urgencia, son unas instituciones y una ciudadanía decididas que actúen con más vehemencia, precisamente en el momento cuando son atacados, en lugar de tener que esperar futuras sentencias.
Una de las características que tenía Alfredo Correa de Andreis era su capacidad de relativizar sus propios puntos de vista. Confiaba tanto en su propio pensamiento y en la capacidad de argumentarlo, que nunca hablaba o escribía desde la arrogancia que produce la pretensión de tener la verdad.
Basta recordarlo no solo en los espacios en donde intervenía, así fuese una simple conversación de amigos, sino en muchos de sus escritos. Con frecuencia afirmaba parafraseando a Popper que “la única teoría definitiva es que no hay teoría definitiva”. De hecho, fue muy crítico de la forma como algunos académicos se consideraban propietarios de verdades supuestamente incuestionables en materia de ciencias sociales.
En una época donde las revistas científicas exigen métodos y lenguajes que garanticen que se habla con absoluta verdad, con frecuencia titulaba sus textos con frases modestas como: “Apuntes sobre…”, “Aproximaciones a…”, “Una ojeada a…”, “Un primer intento…”, “Contribuciones a…”, “Una mirada a…”; entre muchas otras que denotaban de entrada el interés de dejar en claro que había otros apuntes, otras miradas, otras aproximaciones, otras contribuciones. Hablaba y escribía con la absoluta convicción de que el otro existía y que tenía derecho a tener sus puntos de vista y por supuesto a controvertirle.
En alguna oportunidad le escuche decir, en defensa de su propia oposición, que debería propender por su existencia y ojalá el fortalecimiento de sus contradictores, pues lo único que podría garantizar que él fuera un demócrata no era tener adeptos y seguidores, sino principalmente oponentes.
Alfredo Correa experimentó y actuó en muchos ámbitos, incluyendo la academia, la organización y movilización social, la administración pública, y en todos ellos le envolvían las mismas preocupaciones: la profundización de la democracia, la participación social, la valoración crítica de la cultura y de manera específica la cultura popular como base de la organización social, la defensa del medio ambiente y los derechos humanos, entre muchas otras.
Desde su punto de vista, participar incluye una serie de acciones: estudiar, observar, diagnosticar, investigar, planificar, decidir, ejecutar, gestionar, controlar, evaluar, informar, votar o revocar, en un continuo que permita que individuos y comunidades hagan parte de los procesos como totalidad, cuestionado la idea de que las respuestas, soluciones y responsabilidades vienen de instancias o personas ajenas a la comunidad. Reivindicaba la necesidad de “garantizar e internalizar por parte de los agentes externos a las comunidades: el respeto del otro, en donde se pasa de una relación sujeto-objeto, a la pareja dialéctica sujeto-sujeto”.
Su postura académica se podría definir desde dos conceptos: el intelectual orgánico y el sentipensante. En el primer caso, en el sentido gramsciano, porque sus textos y reflexiones emergieron no necesariamente para la academia sino para y desde los procesos de cambio, aunque puedan ser leídos o publicados en ámbitos académicos, como congresos o revistas. Lo de sentipensante, entendiendo que actuaba con el corazón, pero también empleaba la cabeza, tal como a Orlando Fals Borda le contaron que era la forma de vivir su vida los pescadores de las ciénagas de San Benito Abad.
Alfredo Correa fue un gran maestro, su pasión por la disciplina marcó en algunas generaciones la decisión de continuar estudiando sociología, aunque estuviesen profesionalizándose en otras carreras. Como profesor, más allá del aula, contribuyó a la definición posturas críticas y autonomía, pues la confianza en sus argumentos le hacía trascender la relación vertical tradicional profesor estudiante, aumiéndolos como interlocutores válidos.
Consideraba indispensable que el sociólogo, como ser humano y como profesional de las ciencias sociales, “se diera a la tarea de conocer, estudiar, investigar”, de tal forma que pudiera anticipar los efectos adversos del hombre en ciertas estructuras de organización social, no solo sobre los mismos hombres, sino en general sobre el sistema ecológico. Le encantaba, a veces de manera juguetona, la idea de que la sociología pudiera subvertir. De hecho, citando a Giddens, afirmaba a menudo con tono burlón su pasión por el hecho de que la sociología tuviera algo “que provoca una irritación que no logran suscitar otras disciplinas académicas”.
Lamentablemente estas virtudes de un demócrata apasionado se convierten en las mayores amenazas para sectores de la sociedad que prefieren el negacionismo en lugar de la búsqueda de la verdad, para mantener los privilegios de unos pocos en lugar de la garantía general de los derechos humanos. Esas dos virtudes que comparten líderes sociales, defensores de derechos humanos, así como muchos académicos y periodistas se convierten en la peor amenaza: estar comprometidos con sus causas y ser sentipensantes.
Lamentablemente ocurre que cuando estos sectores negacionistas de la sociedad llegan al poder, bien sea por acción u omisión, en algunas ocasiones con complicidad de grupos armados al margen de la ley, permiten que los mismos organismos del Estado pongan todo su poder para atacar e incluso desaparecer a quienes día a día propenden por ampliar los espacios de la democracia.
Por esta razón, y sobre todo a partir de coyunturas generadas por este tipo de gobiernos, no es nada nuevo que, como acaba de pasar con Alfredo Correa de Andreis, representantes de los organismos del Estado se vean obligados por la justicia a “pedir perdón” de manera póstuma a los familiares y a la sociedad por este tipo de actuaciones. Basta recordar las innumerables sentencias judiciales e indemnizaciones que tuvo que pagar el Estado colombiano por la operación Baile Rojo que generó el genocidio de la Unión Patriótica.
Sin embargo, este tipo de actos de perdón dejan muchos sinsabores:
- ¿De qué sirven las disculpas púbicas presentadas por el DAS en el año 2013 a partir de la condena a su exdirector, por el asesinato de Alfredo Correa, si día a día seguimos contemplando la persecución y asesinato de líderes sociales, defensores de derechos humanos y académicos, en coyunturas donde el Estado no actúa de manera efectiva para su protección?
- ¿Cuál es el verdadero “acto de contrición” que exprese un arrepentimiento del Estado por su injusta judicialización, cuando actores del hecho siguen ascendiendo dentro del esquema institucional y siguen siendo responsables de la administración de justicia en nuestro país?
En todo caso, como dice el vox populi, una cosa es el sentido que hay en lo que ordena el sistema judicial y otra es la actitud con la cual se ejecutan sus sentencias de obligatorio cumplimiento.
Tal vez una de las mayores lecciones que podríamos tomar a partir de situaciones como estas es que no deberíamos esperar las sentencias judiciales para actuar en defensa y protección de las personas como Alfredo Correa, que hacen parte de nuestros contextos cotidianos. Es muy fácil salir a defender el nombre y la honra de alguien a partir de una sentencia o de un evento conmemorativo como los realizados en este mes de septiembre en Barranquilla. Pero, tal vez, lo que los líderes sociales, defensores de derechos humanos, académicos, estudiantes, entre muchos otros, requieren con más urgencia, son unas instituciones y una ciudadanía decididas que actúen con más vehemencia, precisamente en el momento cuando son atacados, en lugar de tener que esperar futuras sentencias.