Las manifestaciones en Brasil durante la Copa Confederaciones tienen un trasfondo social y económico que no puede simplificarse a una crítica a los gastos destinados a los estadios del Mundial 2014.
Por Jorge Tovar Seguir a @JorgeATovar
Brasil, el milagro económico del siglo XXI, una de las potencias emergentes más importantes del planeta, sorprendió a todo el mundo con multitudinarias manifestaciones coincidentes con la celebración de la Copa Confederaciones, preámbulo de la Copa Mundial FIFA que iniciará el 12 de junio de 2014, y que reúne a los campeones de las diferentes confederaciones asociadas a la FIFA más el Campeón Mundial vigente y el país organizador del próximo Mundial.
Las causas sociales son motivo de debate. Las causas económicas son un poco más claras. Mucho de lo que sucede actualmente tiene que ver con los 40 millones de brasileños que, con Lula, salieron de la pobreza y pasaron a engrosar la clase media. La cifra es significativa porque en menos de una década poco menos que se duplicó la clase media en el país del fútbol.
La primera manifestación tuvo lugar el 6 de junio, diez días antes de iniciar la Copa Confederaciones. Sao Paulo decidió aumentar en 20 centavos de real el transporte público, altamente ineficiente, en una mega urbe cuya área metropolitana roza los 20 millones de habitantes. Con un salario mínimo de 678 reales y un tiquete sencillo de 3,20, el gasto en transporte público puede alcanzar los 160 reales al mes. Cálculos que suponen que el usuario sólo toma un tiquete de ida y vuelta cuando la realidad para muchos trabajadores supera estos cálculos optimistas. Las manifestaciones de protesta se extendieron rápidamente a Rio, Porto Alegre, Brasilia y así hasta 14 ciudades capitales logrando convocar, utilizando sólo el Internet, más de un millón de personas.
No es pues, un movimiento político. En Sao Paulo, cuando cientos de militantes del Partido de los Trabajadores, el de Lula y la presidente Rousseff, pretendieron unirse a los 110.000 manifestantes; fueron rodeados y casi apaleados por exaltados que los tildaron de corruptos y oportunistas. Tampoco es un movimiento obrero tradicional. Es un movimiento de esa nueva generación brasileña, formada en los años de florecimiento económico que busca reivindicar sus logros. La clase media no quiere dejar de serlo. La clase media tiene Internet, sabe usarlo y ahora, también es activa.
En el fondo es un movimiento natural de un país con tan rápido crecimiento. Mientras otras economías como la venezolana optaron por fulminar la clase media y a cambio ganarse el apoyo de las clases populares con base en subsidios y prebendas similares, en Brasil éstos ya no son suficientes. El gobierno se ha mostrado incapaz de satisfacer los requerimientos de servicios públicos a la velocidad que sus ciudadanos demanda. La consecuencia es un movimiento general que los pide con desespero. Los economistas somos muy malos para predecir el futuro. Pero creería uno que en el mediano y largo plazo los logros de Lula, la disminución de la desigualdad principalmente, tendrán premio con una sociedad estructuralmente más desarrollada. Sólo la historia dirá si la izquierda visionaria e incluyente de Lula logró las transformaciones estructurales que requería una sociedad como contraste a otras de orientación populista como es el chavismo en Venezuela o el que poco a poco pretender implementar en Bogotá el actual alcalde, Gustavo Petro.
El movimiento actual en Brasil es, por tanto, complejo y difícil de explicar. Algunos, quizás con más oportunismo que racionalidad han intentado ligarlo a corrientes que justifican los males brasileros en lo invertido en el Mundial de Fútbol 2014 y los Juegos Olímpicos a celebrar en 2016. La realidad es que la FIFA no se ayuda. Es una multimillonaria multinacional dueña de los derechos del mayor espectáculo deportivo del planeta. Un evento que literalmente paraliza a medio mundo cada cuatro años. Pero hace años la FIFA es también objeto de múltiples escándalos y sospechas (y no tan sospechas) de corrupción.
Incluso, desde Colombia se ha intentado relacionar la renuncia del país al Mundial de 1986 con lo que sucede (o podría suceder) en Brasil con el Mundial 2014. Alfonso Senior, uno de los más grandes dirigentes deportivos que ha tenido Colombia consiguió en 1974, tras cuatro años de esfuerzos que le fuera otorgada la sede del Mundial de 1986. Había 12 años para organizar el mundial. Nunca, ni antes ni después la FIFA otorgó la sede a un país con tanta anticipación. Colombia fue incapaz de organizarlo. Con los años se culpó a las desmedidas solicitudes de la FIFA que pedía, ya en los años ochenta, entre otras cosas una red de trenes que comunicase a todas las sedes. Eran medidas diseñadas para obligar a Colombia a renunciar a la sede dado que ya era evidente que no sería capaz de hacerlo de manera decente. La última imagen por televisión del Mundial 1982, lo recordamos aquellos con cierta edad, fue una bella bandera de Colombia que decía “Los esperamos en Colombia 1986”. Meses después, Belisario Betancur Cuartas, ya presidente, renunciaba al mundial alegando que ese dinero era preferible destinarlo a construir “hospitales y escuelitas”. No se hizo el Mundial. Tampoco los hospitales ni las escuelitas. Simplemente no se hizo nada.
En Brasil hablan de inversiones por 15 mil millones de dólares para preparar el Mundial y gran parte de los Juegos Olímpicos. Esta es la cifra que esgrimen aquellos que piden destinar este dinero a escuelitas y hospitales. Olvidan, o prefieren obviar que sólo una parte, 3.500 millones efectivamente se destinaron a estadios. Algunos serán elefantes blancos como el estadio de Manaos. El resto del dinero, aproximadamente 11.500 millones de dólares, se está destinando a movilidad urbana, aeropuertos, seguridad, puertos y telecomunicaciones. Estas obras, como dice el discurso oficial, quedarán para la posteridad. Pero, a diferencia del discurso oficial, el flujo de turistas no cubrirá la inversión realizada.
Eso, sin embargo, ya se sabía. Es su magnífico libro Soccernomics, Kuper y Szymanski revisan aquel mito de los enjambres de turistas que llegarán a cubrir los costos de un gran acontecimiento deportivo. Simplemente no va a pasar. En el libro demuestran que organizar un mundial tiene varias consecuencias, ninguna relacionada con los turistas desbordando las fronteras para entrar al país anfitrión.
La principal conclusión del trabajo es que los habitantes del país organizador serán más felices. Y ya sabemos que los economistas podemos valorar todo, incluso la felicidad. Los ejercicios de cuantificación nos indican que esto puede llegar representar varios miles de millones de dólares.
Además de la felicidad, continúan Kuper y Szymanski, organizar un gran torneo produce otro efecto adicional. El desarrollo de grandes obras de infraestructura se facilita en la medida que la mayoría de políticos y agentes relacionados están alineados en pos de un objetivo común. Entienden que un puerto o un aeropuerto se requiere inmediatamente, no años después.
En Colombia no sólo no se hicieron escuelas ni hospitales. Hoy, más de 30 años después, el único tren que sirve es que el saca el carbón del Cerrejón. En este sentido el problema de Brasil en la construcción de sus grandes proyectos ha sido de eficiencia. Eso es culpa de su idiosincrasia, su legislación y su regulación. Los aeropuertos, puertos y redes de comunicación los necesitan, mejor antes que después. Los retrasos y sobrecostos no son culpa del balón.