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Tomar decisiones democráticamente es importante por muchos motivos. Esto viene al caso en Bogotá, donde el alcalde Enrique Peñalosa ha mostrado un desprecio palpable por consultar a la ciudadanía para tomar decisiones colectivas.

@LeopoldoTweets

Tomar decisiones democráticamente puede ser importante por muchos motivos. Alexis De Tocqueville, por ejemplo, dice en La Democracia en América que aunque no siempre se puede consultar a la ciudadanía para definir las decisiones colectivas, cuando es posible hacerlo la autoridad de la ley crece sustancialmente.  

Desde entonces, muchos han estudiado los posibles efectos positivos de la democracia, y en particular los efectos sobre el comportamiento de la gente. Uno ampliamente documentado es que puede favorecer la cooperación. Por ejemplo, se ha encontrado que los campesinos cumplen sus cuotas de irrigación cuando ellos mismos las han definido, que participar en las decisiones en el trabajo está asociado con mayor productividad, que mayor participación ciudadana va de la mano con menor evasión tributaria, que los castigos y premios en juegos de cooperación tienen un efecto mayor en democracia, que sujetos en juegos controlados están más contentos si sus líderes son elegidos en lugar de asignados aleatoriamente, entre otros. 

Me atrevería a decir que hay un amplio consenso sobre estas asociaciones positivas. El debate se centra más bien en explicar por qué existe. ¿Es porque las sociedades con reglas democráticas son diferentes a las no democráticas? En ese caso, esas otras diferencias podrían explicar tanto su gusto por la democracia como su buen comportamiento social. ¿O es porque en democracia se toman decisiones distintas? Entonces, esas decisiones podrían promover la cooperación. ¿O es acaso algo más? ¿Importa la democracia aún si no cambia a las sociedades y sus decisiones? Contestar esta pregunta no es simple, pero la evidencia acumulada de experiencias reales y experimentos controlados de campo y laboratorio sugiere que sí existe ese “efecto puro” de la democracia. La democracia es buena “en sí misma”. 

Recordar esto viene al caso en Bogotá, donde el alcalde Enrique Peñalosa ha venido mostrando un desprecio palpable por consultar a la ciudadanía para tomar decisiones colectivas. El ejemplo más reciente es el de la tala de árboles (aunque una historia similar se podría contar con otras de sus ideas, como por ejemplo el caso de la Reserva Van Der Hammen). Pese a que ya la Personería tuvo que tomar medidas una vez y suspender la tala del jardín botánico por no consultar bien a la ciudadanía, hace pocos días vimos el talante autoritario de esta alcaldía cuando envío nada menos que al Esmad para desalojar manifestantes que se oponían a la tala.  

No voy a entrar en el detalle sobre si las talas están técnicamente justificadas, pues no soy experto en el tema (aunque expertos se han pronunciado en contra). Solo diré una cosa. La alcaldía tendría que explicar qué epidemia o fenómeno curioso está atacando a los árboles bogotanos de variadas especies en tan específico patrón geográfico que coincide, por ejemplo, con corredores viales y ciertos parques. De lo contrario, que realmente tengamos que talar por razones técnicamente fundamentadas los árboles que se han tumbado sería, por simple sentido común, de tan baja probabilidad que estaríamos ante un verdadero milagro estadístico.  

Lo que sí quiero es conjeturar una hipótesis sobre la actitud del alcalde. En su primera administración, Peñalosa enfrentó una situación similar. Contra la voluntad de muchos ciudadanos dio la pelea por recuperar el espacio público para los peatones. Sus bolardos fueron muy cuestionados, y aún lo son. Pero también, con el tiempo, muchos reconocieron la importancia (hasta entonces no bien advertida) de recuperar el espacio público que los carros le venían usurpando a las personas. Esto pone contento a Peñalosa. Atrevidamente, conjeturo que él es más feliz cuando toma una decisión que cree correcta (y, en el ejemplo del espacio público, yo agregaría que es correcta) en contra del consenso común, que cuando decide (aún si también acertadamente) alineado con las masas.  

Entonces, cuando Peñalosa tumba árboles para poner canchas sintéticas, o cuando lo hace para reemplazarlos por otros “súper divinos”, imagina que en unos años los ciudadanos diremos: “¡Tenía razón!” Veremos unos árboles lindos, usaremos unas canchas útiles, y reconoceremos nuestra inferioridad frente a la grandeza del alcalde.  

El problema de todo esto es que no tenemos escapatoria. ¡Seguramente veremos nuevos árboles lindos! De hecho, junto a la tala cuestionable el jardín botánico adelanta un programa de siembra loable. ¡Y claro que usaremos canchas útiles! Y entonces Peñalosa sentirá que hizo lo correcto.  

Pero se equivoca. Primero, porque nada de esto demuestra que este es el mejor camino, y hay muchas razones válidas para suponer que no lo es. Pero segundo, porque como lo indica el “efecto democracia”, resulta que la democracia es buena en sí misma (a la inversa, la falta de democracia es mala en sí misma). Volviendo a Tocqueville, él defendía el proceso democrático aún si llegara a comprometer la “excelencia y sabiduría de la legislación”. ¡Qué diferencia! 

Nota: Para los interesados en la literatura académica sobre el “Efecto Democracia”, un buen punto de partida es el siguiente artículo (y sus referencias y citaciones): Pedro Dal Bó, Andrew Foster y Louis Putterman, 2010. “Institutions and Behavior: Experimental Evidence on the Effects of Democracy,” American Economic Review, 100(5): 2205-29.  

Foto de portada tomada de aquí

Economista de la Universidad de los Andes y PhD en Economía del Massachusetts Institute of Technology (MIT). Sus principales áreas de investigación son economía política y desarrollo económico, en particular: la relación entre las instituciones políticas y económicas y el desarrollo económico,...