Los documentos revelados sugieren que una de las partes está ofreciendo lo que no puede dar y la otra está pidiendo lo que sabe que no le van a dar. ¿Quién engaña a quién?
Por Jorge Tovar. Seguir a @JorgeATovar
En la primera mitad del S. XIX, Hawái era un reino independiente liderado por un monarca y gobernado por un sistema parlamentario. Era, ya cruzado el ecuador del siglo antepasado, una economía dependiente del azúcar. La producción de azúcar requería significativas inversiones fijas tanto en su proceso de cultivo (riego) como en el proceso de exportación (había que molerla). Estas inversiones eran muy específicas al mercado de los Estados Unidos, su principal y casi único cliente. La búsqueda de mercados alternativos, en la época, no era una opción viable.
A pesar del interés hawaiano en el mercado de los Estados Unidos, éstos históricamente impusieron al azúcar un arancel que osciló entre el 25% y el 50%. Interesados en aumentar la competitividad de su principal producto en el mercado americano, Hawái siempre estuvo interesado en firmar con los Estados Unidos tratados de reciprocidad que redujese o eliminase el arancel del azúcar. Las condiciones de los Estados Unidos para llegar a un acuerdo de reciprocidad con Hawái era inaceptables para el gobierno del archipiélago: requerían una sede naval en territorio hawaiano.
Desde el punto de vista de Hawái, tal posibilidad era políticamente inviable. En 1876, sin embargo, Estados Unidos accedió a un tratado de reciprocidad con el Reino de Hawái. Durante siete años (prorrogables por mutuo acuerdo), el azúcar hawaiano entraría sin arancel a suelo norteamericano. Fruto del tratado, las inversiones en el sector se dispararon en Hawái.
En consecuencia, la dependencia del azúcar al momento de prorrogar el acuerdo era ya total. Estados Unidos, sin embargo, impuso una condición para acceder a la prórroga del tratado: instalar una base naval en Pearl Harbor. Forzado por las circunstancias, maniatado económicamente por la posibilidad de perder su principal mercado, el Reino de Hawái aceptó, por fin, las exigencias de Estados Unidos. Algo que años atrás había sido políticamente imposible era ahora una concesión casi obligada. Estados Unidos tendría su base naval.
La historia del origen de Pearl Harbor me vino a la cabeza leyendo el punto 1 de las negociaciones de paz que se adelantan en Cuba entre las FARC y el gobierno colombiano. Antes de leer el documento, y dada las noticias que se tenían del mismo, tenía la sensación de que era el gobierno quien cedía y cedía, y la guerrilla poca generosidad mostrada. Leyendo el documento, no me queda duda que es así. Pero ha cambiado mi visión sobre los objetivos finales del proceso de paz.
Según el documento, el gobierno se compromete a otorgar subsidios para la compra de tierras, dará crédito subsidiado, subsidiará la formalización de “todos los predios que ocupen o posean campesinos”, habrá subsidios no reembolsable para la “construcción y para el mejoramiento de la vivienda”, se otorgarán subsidios “progresivos” para asistencia técnica a medianos productores (porque a los pequeños se les otorgará el servicio gratuito: subsidiado en otras palabras). El gobierno también promoverá seguros de cosecha subsidiados, manuales de ingreso subsidiado y subsidios de riesgos laborales, “proporcional a un ahorro individual acompañado de un subsidio por parte del Estado”. Estos son algunos compromisos del Estado a lo que podría añadirse el apartado del impuesto predial en el que se busca que el Estado promueva el cobro y recaudo del mismo, pero que las tarifas se fijen en desarrollo del “principio de progresividad”, así que habría exenciones al impuesto predial para los beneficiarios de los programas de acceso y para los pequeños productores.
En esencia, el acuerdo agrario, el punto 1 de la negociación es una larga lista de mercado que pretende de un solo tajo superar los problemas estructurales que han afectado al campo colombiano durante años, décadas y hasta siglos. Es decir, hay que educar, dar salud, generar infraestructura (de riego y vial), cobrarle a los ricos, repartir entre los pobres y crear cadenas de distribución y comercialización (por supuesto también financiadas por el Estado) que permitan formar precios bajos para que las asociaciones y cooperativas sean competitivas.
Es decir, como han dicho ya ciertos analistas, la paz cuesta. Algunos han cifrado el costo de la paz en 90 billones de pesos. A mí se me hace corta la cifra. Pero si a la paz se llega con plata, valdría la pena la inversión.
Decía que el documento me recordó la historia de Pearl Harbor. En aquella historia, lo que pretendía el monarca hawaiano era claro como el agua: rebaja de aranceles. En cambio, en 1876 lo que buscaban los estadounidenses se intuía, pero se optó por mirar para otro lado. La sociedad hawaiana prefiero creer que la contraparte también tenía la necesidad de poder ingresar sus productos al mercado hawaiano sin arancel.
En Colombia, lo que busca el Estado es relativamente claro, al menos así lo veo yo: acabar con las fuerzas armadas irregulares en el país. Si de paso cae un Premio Nobel de la Paz o se logra disminuir las mafias del narcotráfico, mejor que mejor. Lo que busca la guerrilla da para un debate más amplio. Ellos lo han dicho desde hace décadas y lo han repetido en La Habana: buscan el poder. Pero con el acuerdo de paz, integrados a la vida democrática, no van a llegar al poder. Ellos, siempre tan desconfiados, deben ser conscientes que sus exigencias van mucho más allá de lo que puede hacer el Estado, así éste tuviese la voluntad de hacerlo. Quizás la clave está en las prioridades del acuerdo de paz; prioridades que, no es sorpresa, terminan beneficiando las zonas donde históricamente ellos han sido fuertes.
Pareciera por tanto que la guerrilla está sentada negociando porque es, coyunturalmente para ellos, la mejor alternativa disponible. Quizás porque están enredados en sus propias contradicciones, o quizás porque nunca han tenido una voluntad de paz real, ya las negociaciones van para dos años. Cuentan con la ventaja de que el gobierno entregó todo su poder de negociación durante la pasada campaña presidencial. Saben que el gobierno actual no se levantará de la mesa. Políticamente es inviable levantarse.
Así que un acuerdo de paz sólo es posible si la guerrilla ve satisfecha su demanda central: tener acceso al poder. Ellos, por más que nos hablen de afros, indígenas o mujeres en el documento escrito, buscan simplemente el poder, es decir aspiran a liderar a esos afros, indígenas y mujeres. Saben, además, que el tiempo corre en contra del gobierno. Quizás se transen por las zonas a priorizar, pero quizás vean que pueden ir por más. Pero intuyo que aun firmándose, el acuerdo no será estructural. El uno está prometiendo lo que no puede dar. El otro está pidiendo lo que sabe que no le van a dar. Ambos lo saben. ¿Quién engaña a quién?