Por Marcela Eslava

Por Marcela Eslava

La semana pasada el presidente electo y las altas cortes sentaron lo que parecen ser las bases de una nueva relación entre los dos poderes. Santos aprovechó la coyuntura para dar una puntada en pro de la sostenibilidad fiscal: enfatizó la importancia de que los jueces tengan presentes las implicaciones fiscales de sus fallos. El raciocinio detrás de su solicitud es claro: la sana intención de las cortes de garantizar los derechos que en su concepto la Constitución otorga a los colombianos ha desembocado en un cúmulo de fallos que, de continuar la tendencia, rebasan los recursos disponibles. Si nos aseguramos de que los fallos judiciales consideren esta restricción, de manera tal que no la excedan, esa bomba de tiempo potencialmente se desactivaría.
 
Sin embargo, el problema tiene al menos dos aristas adicionales que no deben quedar fuera de la discusión. La primera la puso sobre la mesa el enfrentamiento entre los equipos económicos de Santos y Mockus en la reciente campaña: si bien la ecuación del equilibrio fiscal se puede ajustar por el lado de mantener bajo control el gasto (para que no sobrepase los recursos disponibles), queda también la posibilidad de ajustar más bien el lado de los ingresos (es decir, subir esos recursos) para garantizar el gasto soñado por la Constitución. De hecho, suena apenas razonable que el nuevo presidente aproveche el poder legislativo que le da la “Unidad Nacional” para por fin hacer la tan postergada reforma tributaria estructural que simplifique la estructura tributaria, la haga más equitativa y la ajuste a los requerimientos de gasto impuestos por la Constitución. ¿Que el presidente Santos se comprometió a no subir impuestos, y subir los ingresos implicaría fallarle a sus electores? No necesariamente. El mismo candidato ha hablado de la posibilidad de subir los ingresos eliminando exenciones y mejorando el recaudo. Además, hay por lo menos dos argumentos tras de los cuales escudarse para incumplir la promesa de no subir tarifas: tres millones de colombianos votaron por hacerlo, y “es de imbéciles no cambiar de opinión cuando cambian las circunstancias”, como célebremente nos explicó el ahora presidente electo (y en este caso cambió que la Unidad Nacional posibilita que el presidente haga la esperadísima reforma tributaria de fondo). Buscar expandir los recursos para cumplir el contrato social que la Constitución impuso, en lugar de renunciar a ese sueño para no subir impuestos, suena bastante razonable.
 
Por supuesto, las cosas nunca son tan simples, y es aquí donde entra la otra consideración adicional. El soñado contrato social que actualmente nos dicta la Constitución no cuadra “ni a palos”. Para simplificar la cosa, pensemos sólo en la bomba que todos tenemos más presente: la salud. Tenemos un régimen contributivo y uno subsidiado que, según nos explicó la Corte Constitucional, deben garantizar los mismos cubrimientos. Es decir, usted puede escoger entre trabajar de manera formal, pagando por su salud para estar cubierto, y trabajar de manera informal, no pagar ni un peso, y tener exactamente el mismo cubrimiento. ¿Usted qué elige? ¡Adivinen! Y si, como resulta lógico, todos nos vamos por el subsidiado, entonces hay que pagar por la salud de todos sin un solo pesito. Por supuesto, así no hay balance ingresos-gastos que cuadre.
 
En fin, el momento político parece dado para que el nuevo gobierno se de la pela de repensar su equilibrio de ingresos y gastos con el objetivo prioritario de garantizar el cumplimiento del tan soñado y cacareado contrato social. Pero también para que renegocie ese contrato, buscando las máximas garantías posibles que resulten sostenibles. El país, liderado por el gobierno, debe pensar y diseñar los dos lados de la ecuación en conjunto. Trabajar en pro de este objetivo es sin duda el mejor uso que el nuevo gobierno le puede dar a su luna de miel de Unidad Nacional.