Por Marc Hofstetter

Según los reportes, 20.000 estudiantes marcharon por las calles de Bogotá a mediados de la semana pasada para manifestar su oposición a la reforma educativa. Su protesta terminó en destrozos. Al centro de Bogotá no le cabía un grafiti más, los ventanales del comercio fueron quebrados, el mobiliario urbano, así como las estaciones de Transmilenio del sector, destrozados.

Los líderes estudiantiles se han defendido con el argumento de “yo no fui”. Sin embargo, 20.000 personan son una fuerza formidable para, a través de la presión social, mantener el orden de los marchantes. Treinta desadaptados no pueden pasar por encima de 20.000. Como mínimo, hay culpabilidad por omisión.

Pero más allá de la omisión, me chocan dos cosas. La primera, que los estudiantes no hayan masivamente condenado los hechos y pedido disculpas a la ciudadanía. Y segundo, que esto no haya desembocado en esfuerzo de los estudiantes por resarcir a la ciudad, por mostrar que el prójimo importa, que el mobiliario urbano es patrimonio de todos y que hay que respetarlo.

Aquí va la propuesta: si cada uno de los 20.000 marchantes aporta 5000 pesos recogerían 100 millones. Esa es la cifra mencionada en los medios al cuantificar los daños de la marcha. Donarle a la ciudad una cantidad equivalente al tamaño de los destrozos sería un gesto simbólico que enaltecería las causas por las que dicen luchar los estudiantes. Dejaría claro que el bien común les importa, que la ciudad les duele, que el país es su prioridad. Que, como dijo Kennedy hace 50 años, no solo piensan en qué puede hacer el país por ellos, sino en qué pueden hacer ellos por el país. Solo en esas circunstancias de arrepentimiento, condena y reparación, se volverán interlocutores válidos de la reforma. Mientras tanto, solo califican de maleducados. En el mejor de los casos.