Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
Ya decantada la fuga del “Paisa”, Marquez y Santrich, podemos advertir la manera en que los más grandes defensores de los diálogos con los terroristas exigen, ahora sí, la aplicación del Estado de Derecho a través de la búsqueda, abatimiento o captura de esos criminales. Si para ellos las causas de la ilegitimidad del Estado persisten, por qué ahora sí exigen aplicar el Estado de Derecho?
Con la declaratoria de guerra por parte de algunos ex negociadores de las FARC, Colombia se enfrenta a una singular encrucijada. Los que venían defendiendo el camino del diálogo con los terroristas para evitar muertes, desplazamientos, sufrimiento y sangre se han convertido en los mayores defensores del Estado de Derecho y del uso legítimo de la fuerza pública, lo que antes llamaban “la guerra”.
Y los que velaban por defender el Estado de Derecho están algo confundidos porque, en Colombia, se tiene por tradición negociar con los terroristas, precisamente para alcanzar “La Paz” que los pacifistas de otrora venían defendiendo. ¿Qué hacer, entonces, con quienes atentan contra el Estado Colombiano? Después de 90 años de violencia, la nación no se define aún, pero, ahora, los roles parecen invertirse.
Todos los colombianos siempre hemos querido la Paz. Tanto así que lo elevamos a derecho en la Constitución Política y ha sido doctrina permanente de todos los partidos y movimientos políticos y reflejo exacto del anhelo popular. La multitudinaria marcha contra el terrorismo del 4 de febrero de 2008 fue un elocuente ejemplo. La cuestión, sin embargo, siempre ha sido la manera de obtenerla.
Por una parte, no nos hemos podido poner de acuerdo en definir qué es eso de “la Paz”. Ello es tan cierto que ni siquiera sabemos si se trata de un derecho fundamental o colectivo, si es un propósito nacional o un principio constitucional y, tampoco sabemos si se trata de un desarrollo integral económico y social o si se trata de la cesación de las acciones criminales provenientes de grupos armados organizados (GAO). Hay quienes, incluso, la colocan en el campo ético. Para los efectos de estas líneas, entenderemos “la Paz” como la terminación de toda confrontación violenta y directa contra todo Grupo Armado Organizado o, si se prefiere, contra toda organización terrorista.
De marras hay quienes legítimamente y no sin pocos argumentos vienen sosteniendo que la mejor manera de alcanzar la Paz es a través de la negociación con los grupos criminales. Por su parte, hay otro tanto de la población, quizás la mayoría, que entiende que la mejor forma de vivir en Paz es respetando y aplicando el Estado de Derecho. Se le atribuye al mexicano Benito Juarez la célebre consigna: el respeto al derecho ajeno es la Paz.
Ambas posiciones, con todo, en la actualidad colombianas se respetan por igual. A ambas las impulsa y las acompañan buenos deseos y sinceros sentimientos. No habría, entonces y en principio, razones de odio entre las facciones. Pero la manera, el cómo, el Tao, o la vía de conseguir la Paz mantiene completamente dividida la nación colombiana.
Los que velan por la negociación con los GAO tienen a su favor un discurso pacifista, plagado de buenos sentimientos y de importantes reflexiones, como, por ejemplo, evitar más de 7 millones de personas desplazadas, más de 220 mil muertes o impedir la siembra de cerca de 1 millones de minas antipersonas, sin mencionar la devastación de los campos por cuenta de la minería ilegal y la siembra de coca. Pero tienen 2 escollos que parecen insuperables: por un lado, no saben cómo lidiar con la sofisticada diferenciación entre terroristas de “izquierda” o rebeldes y, terroristas de “derecha” o autodefensas. Ambos, al fin de cuentas, perpetradores de la violencia; ambos considerados como narcoterroristas, ambos grupos, sin duda, desestabilizadores del sistema democrático de gobierno y de las instituciones republicanas, ambas organizaciones igualmente criminales. Para ellos es lícito y conveniente negociar con los primeros, pero nunca y en ninguna circunstancia, con los segundos, así causen idéntica violencia. No aceptan que si se negocia con uno ha de negociarse con todos y esa dogmática posición nos condena al espiral de la violencia.
Lo segundo es que no saben como responder al problema de la disidencia toda vez que se trata de una disidencia con un discurso exactamente igual al que mantenían al momento de negociar con el gobierno de turno y con unas actividades criminales exactamente iguales, a saber, el narcotráfico, el secuestro, la mimería ilegal y el contrabando y la negociación de las armas.
Ya sabemos esto en qué termina. Las FARC nacen por varios mitos, uno de ellos, por las supuestas promesas incumplidas de la paz de Lleras (como nacen ahora estas disidencias). Y cuando De La Calle promulgó la Constitución del 91 después de la negociación con el M-19, decía que ya en Colombia no podría haber más negociaciones pues en últimas la Constitución Política de 1991 era un gran acuerdo de Paz. Y vean ustedes donde estamos… cada vez que negociamos, solemos afirmar: “esta vez sí, pero ya nunca más”. Y nadie nos cree, con razón. Basta con no poder doblegar a un GAO para empezar la negociación.
¿Qué hacer con esas disidencias?, se pregunta hoy Colombia. Los conservadores y los liberales le siguen apostando a la irrestricta aplicación del Estado de Derecho, pero no saben que hacer con la jurisprudencia que aboga (y casi que impone) el diálogo con los criminales. Desconocen como motivar a unas fuerzas armadas acostumbradas a hibernar antes que a combatir y no saben cómo administrar una nación que comienza a abrazar, desde sus élites, una cultura, digamos, una tradición, del diálogo con los criminales, donde exigir la aplicación del principio de autoridad y el uso legítimo de la fuerza es políticamente incorrecto, socialmente mal visto y legalmente riesgoso.
Los socialdemócratas y los exterroristas amnistiados, por su parte, ya no le apuestan con tanto ahínco al diálogo irrestricto e ilimitado que tanto defendieron so pretexto de aplicar el derecho a la “Paz”, a la protesta y al movimiento social. Profesan ahora que quien incumple lo pactado en la Habana debe ser perseguido, y con todo el rigor de la ley y el uso del poder Estatal sin importar cuantas muertes pueda causar ello, cuanta sangre y cuanta miseria. Mejor dicho, no saben dónde colocar su decálogo “pacifista”, la tradición del diálogo y la narrativa que antes acompañó tan efectivamente la Paz y que estigmatizaba como “guerreristas” a los constitucionalistas, a los amantes del Estado de derecho.
Saben también, – y lo saben como nadie-, que los argumentos formalmente expresados por alias Iván Marquez o alias Santrich al momento de regresar al monte, son los mismos que desde la propia creación de las FARC se viene sosteniendo; porque saben que cumplir con el acuerdo de la Habana es materialmente imposible y porque saben que la narrativa del Estado ausente, ilegítimo y asesino, que permitió el levantamiento de las armas, se mantiene prácticamente intacto, si es que acaso existió. También saben que el negocio de la minería ilegal y del narcotráfico es hoy más rentable que nunca.
No les queda fácil entonces acudir al discurso de la persecución a las disidencias pero tampoco pueden negarlo. No se les acomoda el parlamento del respeto del Estado de Derecho porque el Estado es el mismo de siempre que, aunque mejorado, representa el mismo sistema tiránico y dictatorial, criminal, persecutor y excluyente ergo, ilegítimo, frente al cual es lícito revelarse. Ese Estado que solamente vela por los intereses de las oligarquías y que sirve de instrumento de opresión a las grandes masas desfavorecidas y sistemáticamente agobiadas. Pero, además, declararle la guerra a la criminalidad, a los disidentes y a todos los GAO, significa abandonar las banderas de la “paz” y volver a las muertes y a las matanzas en los campos y en las ciudades etc…
Y los conservadores y los liberales, como he dicho, tienen el sol a sus espaldas pues cualquier movimiento en contra de los disidentes y de los GAO (como el ELN, el Clan del Golfo y los que abandonaron el acuerdo firmado entre el Dr. Santos y las FARC), significa atentar contra la Paz y, por consiguiente, abrazar el sendero del odio, la muerte, la sangre y la desolación con todo lo que ello implica para su buen nombre tanto nacional como internacionalmente. Antes se podía negociar con los narcoterroristas y era mal visto perseguirlos, hoy no se pueden perseguir, pero, aparentemente, no está tan bien visto negociar con ellos.
Colombia, después de 90 años de violencia, (primero política, después contra el comunismo y por último contra el narcoterrorismo), cae en una paradoja aparentemente insalvable: cae en el inmovilismo indeseado. Ninguna parte puede moverse porque ha sido víctima de su propio invento y porque se nos dio por atentar contra la lógica y contra la justicia y contra los principios democráticos y del Estado de Derecho. Ya no tenemos legitimidad alguna para perseguir, atacar y castigar a los criminales porque ellos tienen razón, o parte de ella; porque la narrativa revolucionaria nos envolvió y nos inmoviliza, por eso la inefable “Paz” nos llevó a la paradoja de la inacción.
Nos resta, eso sí, acudir a la esperanza y a la indiscutible creatividad que tanto caracteriza a las otrora colonias de ultramar, a la hispanidad.
Podemos pensar, después de 200 años de desesperanzadora vida republicana, en darnos por primera vez la oportunidad de reflexionar en grande, en hacernos parte de la civilidad y en poder llegar a un acuerdo sobre lo fundamental.
Este camino es, a mi juicio, más fácil de lo que parece: se trata de abrazar el buen espíritu que acompañó la Constitución Política de 1991 y construir sobre él pero arreglándole su arquitectura, su parte orgánica. Por su parte, es menester acordar que a los que se les amnistió, indultó o a los más de 56.000 desmovilizados bajo el gobierno Uribe o los 12.000 desmovilizados del Gobierno Santos, se les respetará su estatus jurídico y se les protegerá, con especial jerarquía, su vida.
Y debemos adoptar una férrea decisión: que sin importar los discursos y las tradiciones del pasado, de ahora en adelante quien ataque y se enfrente al Estado de Derecho debe ser severamente perseguido y justamente sancionado o, si se prefiere, que a todos los que abracen las armas, sin excepción, se les deberá tender permanentemente la mano del diálogo. Lo que Colombia no puede hacer es continuar con la incertidumbre originada en la duda entre diálogo y Estado de derecho.
Colombia no sale adelante si no es bajo un nuevo paradigma nacional, si no cimienta su futuro sobre unas bases sólidas que lo saquen de su inevitable destino, su destino de fatalidad, fruto del inmovilismo al que me he referido. Colombia tiene derecho a una Visión que la ubique en la realidad del siglo XXI y que la proyecte exitosamente al siglo XXII.
Con todo, no observo que nadie este siquiera pensando en una visión de país. Pareciera ser que en Colombia, quizás por virtud de la cultura del diálogo con los criminales, se ha metido en el congelador a quienes antes se atrevían a pensar y que se decían a sí mismos profesores, empresarios y políticos.