Foto: Tomada de Tierra Fértil.

El fenómeno Rodolfo Hernández se convirtió en una especie de garantía de rating, en un mecanismo fácil para alcanzar más vistas y generar tráfico.

Sentado en un extremo del sofá, con suéter blanco, pantalones azules y zapatos claros, Rodolfo Hernández sostiene con la mano izquierda un vaso de whisky mientras con la otra lanza palmoteos, gestos al aire. Está en uno de los programas de internet más populares del momento y no parece desaprovechar la oportunidad: se ríe, aprieta unos ojos en los que se intuye cierta malicia, cierta picardía consciente. Un poco después se incorpora, las piernas cruzadas, y retoma: “Una persona que se roba el patrimonio de los mismos que lo eligen es un hijueputa”, y entonces el público, febril, lo aplaude con fiereza durante largo rato y es evidente que eso le gusta: esa aprobación, esa aclamación, ese delirio. La entrevista, que dura cerca de una hora y que ya tiene más de un millón de reproducciones, es un altavoz sin filtros para su discurso archiconocido y su verbo tan celebrado.

El fenómeno Rodolfo Hernández se convirtió en una especie de garantía de rating, en un mecanismo fácil para alcanzar más vistas y generar tráfico. Es un hombre consciente de su notoriedad pública, de su popularidad y su alcance, y por ello no desperdicia cualquier espacio: puede pasar de La Tele Letal al programa de Vicky Dávila, de Semana en vivo a Voz Populi, y en todos, sin excepción, repite lo que ha dicho desde que inició su campaña electoral en 2015, aunque ahora con su aspiración presidencial como tema central. Y entonces, de nuevo, no escatima oportunidad alguna: lanza propuestas, baraja posibles fórmulas vicepresidenciales, imagina cómo sería su posesión y ofrece la fórmula de su éxito —el mismo éxito que lo convirtió, en tres años, en el mayor elector de Bucaramanga—. Hernández no parece detenerse en el hecho de que faltan todavía algunos años para las presidenciales y, sobre todo, en lo irritante que es para la opinión pública agitar una campaña electoral con tanto tiempo de anticipación mientras el país se sacude de sus noticias recientes.

Por el momento, lo más tangible de su contienda madrugadora es su premura y su improvisación. Por lo demás, Hernández no dice nada que no conozcan lo bumangueses y, ahora, los colombianos, que lo viralizan con cada entrevista y cada declaración. Es una popularidad que crece y crece y que se puede constatar, por ejemplo, en los comentarios y respuestas a sus intervenciones, videos, entrevistas y transmisiones de Facebook Live y que pueden oscilar entre un “(…) Cuente con mi voto ingeniero, es el que necesitamos de presidente” a “(…) un barón que dice las cosas de frente…sin tapujos…a lo colombiano de a pie…mi voto para presidente, por ese viejo (sic)”. Y en el medio hay invitaciones a seguir con su “cruzada”, con su vehemencia. Las pasiones que despierta Rodolfo Hernández en algunos de sus seguidores parecen responderle a su propio estilo: mucha furia, mucha fanaticada y muchas generalizaciones. Es una fórmula que combina el desparpajo de alguien que se sabe por encima del bien y del mal, la explotación de la famosa idiosincrasia santandereana y el frenesí de los electores, apelando a un discurso llano, repetitivo y de fácil recordación. La fórmula, por lo menos en este momento, parece funcionarle.

El hecho de que Rodolfo Hernández insista con tanta anticipación en su aspiración presidencial, a pesar de lo desgastante que es, no debe extrañarnos. Sergio Fajardo habla de lo mismo, Petro manifiesta que seguirá con sus intentos y a los pocos días de que Duque se posesionara, su ex canciller ya estaba soltando por ahí que lo suyo era la Casa de Nariño. Lo que debe extrañarnos —o bueno, no tanto: este es el país del uribismo y de Manguito— es que un hombre que, a pesar de haber sido destituido por faltas graves, tenga tanta popularidad y alcance. Bien es verdad que hay políticos infinitamente más cuestionables, algunos incluso peligrosos, y que la administración de Hernández adelantó varios programas y obras que están a la vista de todos y que hay que reconocer. Pero hay más, y detrás de su pátina de ejecutor y de político vehemente también se esconde una figura personalista, con todos los riesgos que ello trae para cualquier democracia. La tendencia de la antipolítica, que Hernández canalizó efectivamente, es en su caso una manera de entender el poder solo alrededor de sí mismo, sin críticas y sin cuestionamientos. Días después de que su candidato ganara las elecciones, Hernández dijo que “A Cárdenas lo ponen solo y no saca ni 5.000 votos”: la arrogancia de quien se reconoce amo y señor de los votos. No solo es una declaración: es un gesto, un manifiesto de desdén y de petulancia.

Y no es una demonización ni una estigmatización: para que el debate político del país supere de una buena vez su intrascendencia y su vacío es necesario nutrirlo y enriquecerlo con programas serios y con propuestas sensatas. No el bramido de alguien que, ante la escasez de ideas, se apoya en las pasiones más elementales. Aunque le siga funcionando.

Editor independiente. Ahora en la Maestría en Periodismo de la Universidad de los Andes. Algo he publicado en El Espectador, Vanguardia, La Silla Vacía, la revista Suma Cultural de la Fundación Universitaria Konrad Lorenz y en un libro de cuentos editado por la UIS. Bumangués.