Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
Hubo un tiempo, creo, en el que muchos querían ser policías. O así lo recuerdo: niños que se disfrazaban de policías, niños que jugaban a ser policías, niños con maneras de policía. Ser policía parecía una aspiración noble, una manera de contribuir a la sociedad, a pesar de la precariedad laboral que tanto han padecido los agentes y los factores de riesgo. Y el país correspondía: la Policía Nacional era una de las instituciones más respetadas y queridas por los colombianos, y había una especie de unanimidad en torno a su importancia y su legitimidad. Álvaro Uribe intensificó el romance y pronto el enamoramiento se trasladó a todas las fuerzas armadas, cuyas tareas se ampliaban cada vez más a campos en los que tradicionalmente no participaban.
Pero entonces empezaron a explotar años y años de desigualdades, de abandono, de rabia y de cansancio en las calles: un país que empezó a sacudirse sus fallas (o a intentarlo, por lo menos) y a asumir su propia procesión interna. Las protestas, paros, marchas, plantones, los simples y graves reclamos que empezaron a surgir tenían en la policía la primera respuesta. Ante el derecho legítimo a la protesta, el establecimiento ha respondido siempre diligente, ferozmente con la fuerza pública, y es aquí donde el enamoramiento empieza a marchitarse. En la era de las redes es difícil dejar escapar una oportunidad para la furia: todos podían ver, ahora, los excesos, los abusos, las torturas, las humillaciones.
Y la Policía Nacional y sus miembros díscolos que empañan su propia historia no parecieron inmutarse: respondieron a la rabia con más rabia, dispararon sus proyectiles a mansalva, el año pasado nomás Dylan Cruz cayó asesinado por perdigones oficiales en pleno centro de Bogotá, una niña de quince años perdió el ojo izquierdo por una bomba aturdidora en las marchas del primero de mayo de 2014 en Cali, en pleno paro agrario de 2013, a un hombre de veintisiete años lo sacaron a la fuerza de una casa en la que se protegía de los gases del ESMAD, lo apalearon a punta de macana, lo golpearon a patadas, lo llevaron a un camión, le rasuraron las cejas y lo amenazaron con sacarle los dientes y cercenarle los dedos. Una mujer que alcanzó a ver la sesión de tortura increpó a los policías y la respuesta de su parte fue una pedrada en el pecho que le causó una herida abierta. El reporte de los abusos y excesos de la policía podría ocuparnos varias columnas más.
Bajo semejante historial, pero sobre todo bajo el estado de emergencia en el que estamos, con los nervios de punta de lado y lado y el aliento colgado en las pantallas y los noticieros, algunos miembros de la policía persistieron en la tradición. Los reportes de abusos y extralimitaciones en la cuarentena son prácticamente diarios, y al parecer sigue rondando el viejo vicio de la impunidad y el silencio. Yo no puedo imaginar, por ejemplo, con qué otra cara que no sea la del cinismo o la mezquindad se puede defender y justificar que siete patrulleros reduzcan en el piso a un hombre que estaba cometiendo el pecado permitido de pasear a su perro, o que multen a una médica por ir en su carro, o que le rompan el carné de trabajo y la carta de autorización laboral a un funcionario de Coopidrogas, no sin antes capturarlo y someterlo entre cuatro hombres, o que hagan desnudar a una mujer en Bosa para luego robarla y acosarla sexualmente, o que destruyan a piedra una casa en San Andrés, o que le disparen en Ciudad Bolívar a un joven de 23 años que en este momento sigue con pronóstico reservado, o que dos agentes abusen sexualmente de una mujer en el sur de Cali. Temblores, la ONG que sigue de cerca los casos de violencia policial mediante la plataforma GRITA, contaba hasta el catorce de abril veintidós hechos en el país como esos. Un solo caso ya es demasiado.
Las extralimitaciones y los abusos de la policía recuerdan cada tanto que este sigue siendo un país construido sobre su propia sangre: un país que se lee y se narra y se conoce y se traduce desde la violencia y el poder de unas instituciones que tampoco la supieron conjurar. Al revés: las instituciones también han sido violencia, agresión, un obstáculo que no tiene que ser tal. La aprobación de la policía roza el cincuenta por ciento, una cifra para nada mal, pero distinta de aquellas que alcanzaron a gozar en sus años mejores. Desde entonces, además de los excesos y de la furia que puede verse en los ojos de los agentes del ESMAD, la policía se ha encargado de quebrar sus propias glorias alcanzadas y de subrayar con verdadera obstinación las razones por las que tanto la han criticado.
Han estigmatizado las movilizaciones ciudadanas y limitado sus derechos constitucionales. Han negado y ocultado sus excesos, cobijándose en la consabida impunidad de la frase que todo lo arregla, pero nada soluciona: “haremos las investigaciones pertinentes y tomaremos las medidas del caso”. Han acogido funciones de más y se han militarizado bajo una retórica de guerra que empezó a normalizar las extralimitaciones y que también pueden nombrarse con la palabra delito.
Una autoridad cuya primera acción ante un derecho legítimo como la protesta es la agresión no solo rompe el apoyo que pudiera tener, también traiciona su propia función y pierde legitimidad. Y si esa autoridad contribuye al espanto corriente de estos días de crisis global con sus intimidaciones y sus arbitrariedades entonces no es posible hablar de instituciones sino de amenazas. Es injusto, por supuesto, mancillar el buen trabajo de tantos patrulleros, intendentes, subintendentes, tenientes, coroneles y generales que sí hacen su trabajo con la conciencia de su función, acompañando a la gente y a las alcaldías y a las gobernaciones en la crisis, exponiéndose a diario, por los atropellos de otros tantos que abandonaron su misión y se convirtieron en victimarios.
Cuesta decirlo, de tan simple, aunque haya que recordarlo cada tanto: los policías son funcionarios públicos al servicio de la ciudadanía, no uno de sus verdugos. Y algunos miembros, en nombre de la institución, han sido eso: verdugos de su propia gente. Cuesta decirlo, de tan simple: no, no es normal que estas cosas sucedan en un país, ni mucho menos que se dejen pasar como si se tratara de meros rumores.
O como si no nos importara.