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La lógica de prohibición que prevalece en Colombia provoca que no abordemos el uso de drogas como un asunto de salud pública. Algo paradójico, cuando actualmente los discursos sobre salud pública están muy vigentes.

Esta columna fue escrita en colaboración con Isabel Pereira Arana

“¿Qué adicción es más grande? ¿Cuál causa más daño? Y aun así juzgamos al adicto a las drogas, porque vemos que esas personas son como nosotros y eso no nos gusta. Entonces decimos: tú eres diferente a nosotros. Tú eres peor que nosotros”.

Este es un fragmento de la charla TED dada por Gabor Maté, médico y escritor canadiense experto en adicciones, quien reflexiona sobre aquellas conductas compulsivas que socialmente son consideradas despreciables, como el uso de drogas ilícitas, mientras otras conductas compulsivas dañinas como ser un “workaholic” o las compras, terminan siendo socialmente aceptadas. En sus textos Maté nos recuerda que aquellas personas que queremos ver como de otro mundo no son muy diferentes a nosotros, y que son el espejo donde podemos contemplar nuestras sombras y miedos. Esta reflexión y comparación subraya el moralismo que alimenta la manera como la sociedad reacciona al uso problemático de drogas.

En Colombia, por ejemplo, la narrativa usada por la gran mayoría de líderes políticos y medios de comunicación respecto al consumo de drogas ilícitas ha sido muy efectiva para crear miedo, rechazo, tabú y, por ende, desconocimiento. No solo en la ciudadanía sino también en el personal profesional de salud e instituciones que lideran estrategias y programas de política de drogas. Decimos “drogas ilegales” buscando precisar que no todas las drogas (sustancias psicoactivas) ni son ilegales, ni reciben el mismo tipo de aversión: cafeína, alcohol, nicotina, medicamentos psiquiátricos, son algunos ejemplos de drogas legales con menos rechazo social.

Con su efecto sobre la opinión pública, esta narrativa provoca que, como país, no abordemos el uso de drogas como un asunto de salud pública. Todo lo contrario: el régimen de prohibición que prevalece en Colombia hace que las personas que usan drogas se vuelvan también blanco de los agentes de la ley y que el contacto institucional más común y usual sea la policía y no el personal profesional de la salud. No sabemos, pues, cómo convivir con el consumo de sustancias psicoactivas ni cómo disminuir los efectos negativos de este consumo. También, ha obstaculizado el desarrollo de investigaciones, omitiendo la evidencia científica e impidiendo la incidencia de la pedagogía sobre el consumo de las diferentes sustancias. Además, es una narrativa que genera prácticas particularmente contraproducentes para un contexto de pandemia.

Lo anterior es paradójico cuando actualmente los discursos sobre salud pública están tan vigentes. Estamos buscando la mejor forma de convivir con este virus priorizando el bienestar común a través del autocuidado, la salud y no las acciones policiales. Hay grandes campañas de prevención, de pedagogía y de no estigmatización. Constantemente estamos atentos a la evidencia científica, a los datos, a las experiencias de otros países para después encontrar nuestras propias soluciones. Es paradójico, porque todas estas prácticas y estrategias que actualmente se priorizan y promueven, se han negado por años a la población que usa drogas. Prácticas y estrategias que tienen el nombre de reducción de daños. 

La reducción de daños es un enfoque de atención que surge de la Inglaterra de los años ochenta, cuando el consumo de heroína estaba disparado, con varias consecuencias negativas asociadas al mismo (como el contagio de hepatitis o VIH/SIDA). Sin embargo, solo hasta el 2001 hay la primera declaración conjunta de todos los miembros de Naciones Unidas sobre reducción de daños relativa al consumo de drogas: Declaración de Compromiso en la Lucha contra el VIH/SIDA.

La organización Harm Reduction International, líder en el ámbito, define la reducción de daños como las prácticas, políticas y programas que tienen como objetivo reducir los daños asociados con el uso de sustancias psicoactivas. Es un enfoque con un fuerte compromiso con los derechos humanos y la salud pública, que busca beneficiar tanto a las personas que usan drogas como a la sociedad en su conjunto. También busca trabajar con las personas sin juzgarlas, criminalizarlas, castigarlas ni obligarlas a dejar de usar las sustancias (abstinencia) como condición para recibir apoyo. Es decir, hay un respeto por la autonomía personal.

A grandes rasgos, y aún a riesgo de simplificar en exceso, la reducción de daños se divide entre aquella dirigida al consumo ocasional y/o recreativo (análisis de sustancias, pedagogía sobre consumo y las alertas tempranas: el proyecto Échele cabeza cuando se de en la cabeza es un ejemplo nacional), y la enfocada al consumo problemático. Para esta última se diseñan e implementan políticas y programas integrales específicos para la población, que incluyen, por ejemplo, la entrega de material higiénico para inyecciones menos riesgosas, la prevención de sobredosis, y las rutas y acompañamiento a servicios de salud más especializados.

Un ejemplo clásico y cotidiano de la reducción de daños, aunque no lo etiquetemos como tal, es la prohibición de manejar embriagado por el alcohol. La premisa es clara: el individuo es autónomo para tomar decisiones sobre su cuerpo, incluso si es para intoxicarse con una sustancia dañina, pero se deben reducir los posibles daños asociados a esa embriaguez tanto para sí mismo como para la sociedad, como sería un eventual accidente al conducir borracho. Otros ejemplos de intervenciones para la reducción de daños son las salas de consumo supervisado, programas de intercambio de jeringas, el testeo de sustancias, apoyo psicosocial, iniciativas de empleo y vivienda, prevención de sobredosis y pedagogía sobre el uso menos riesgoso de las sustancias.

Actualmente, mientras algunas ciudades van abriendo diferentes sectores y mientras se estudian escenarios intermedios entre confinamiento o libertad total, un sector de la epidemiología menciona la reducción de daños como un abordaje útil para minimizar el daño a las personas y a sus comunidades. Especialmente, teniendo en cuenta que las personas encontrarán sus propias formas de vivir con el virus y que todos tenemos una tolerancia al riesgo diferente.  Por esto, se está aconsejando implementar estrategias de reducción de daños, como un abordaje que elimina el enfoque del todo o nada del riesgo y la enfermedad, y se concentra más bien en acciones que son logrables y razonables para reducir el riesgo, sin acudir al totalitarismo de las prohibiciones (ver1; ver2: ver3).

Reducción de daños en Colombia: las apuestas del papel vs. las falencias de la realidad.

A pesar de la evidencia existente sobre la efectividad así como el costo/beneficio de las estrategias de reducción de daños, el ilusorio mantenimiento de un mundo libre de drogas como meta final imposibilita que varios países las implementen, como es el caso de Colombia. Tanto a líderes políticos que promuevan estos enfoques como a las personas que trabajan en estos programas se les tilda de ser “alcahuetas”, o peor aún, de promover el consumo y de no proteger a la población.

Inés Elvira Mejía, experta en política de drogas y reducción de daños, ex asesora del Ministerio de Salud y una de las primeras personas en promover estos enfoques en el país, comenta que como la prohibición ha estado durante siglos (junto con la estigmatización) es un tema demasiado arraigado en el “inconsciente colectivo colombiano (…) Por eso mismo es tan difícil que haya una mirada renovada y un poco más refrescante sobre estas reivindicaciones al derecho a la soberanía sobre el cuerpo y la conciencia”, afirma Mejía.

Pero ¿de qué potencial población beneficiaria de la reducción de daños hablamos? El uso de sustancias ilícitas en Colombia es de una magnitud relativamente pequeña, en comparación con los países vecinos, y teniendo en cuenta que somos un país productor de todas las sustancias, de manera que hay disponibilidad de drogas de alta pureza a bajos precios. De acuerdo al último estudio realizado en el año 2013, el 3.6% de la población total había usado algún tipo de sustancia ilícita en el último año. La sustancia más usada era la marihuana, con porcentaje de uso en el último año de 3.3%, mientras que para cocaína esta cifra fue de 0.7%.

En cuánto al consumo problemático, ese censo estableció que había aproximadamente 500.000 personas en el país con indicadores de uso dependiente de sustancias ilegales. Según los estándares nacionales e internacionales, estos censos se deben realizar cada cinco años y todavía estamos esperando el que debió salir en el 2018. Es cierto que desde entonces se han realizado estudios representativos sobre población universitaria y en colegios; pero son a lo sumo muestras de sectores por edad, que no indican la actualidad del panorama en el país. Es conclusión, tenemos vacíos de información sobre el consumo a nivel nacional de sustancias psicoactivas.

Desde el año 2007 Colombia cuenta con políticas públicas de reducción de daños (ver política actual), adoptadas a nivel nacional por el Ministerio de Salud, que priorizan la salud y los derechos de las personas que usan drogas. Sin embargo, la implementación de estas políticas ha estado caracterizada por varias deficiencias y demoras. La atención que se presta a esta población por parte de las instituciones públicas, del sistema de salud (tanto público como privado), del personal profesional que lo conforma, y de las autoridades de policía, gira en torno a la lógica del castigo, más que del cuidado.

De acuerdo con el Ministerio de Salud, el consumo de sustancias psicoactivas en el país es un tema polémico que ha generado gran estigma y discriminación hacia las personas que usan sustancias psicoactivas y sus redes de apoyo. Lo anterior, ha sido un obstáculo para reconocer a estas personas como sujetos de derechos, para acceder a servicios de salud y sociales y para desconocer el impacto positivo de las estrategias de reducción de daños. Además, la poca oferta que hay, liderada por actores institucionales y comunitarios, no está articulada entre sí ni con la oferta de servicios de salud, lo cual genera limitación al acceso y a intervenciones integrales.

Este podcast sirve para hacerse una idea de lo que significan todos estos obstáculos en la vida real: muestra todas las situaciones inhumanas y dolorosas por las que pasan las personas con consumo problemático de heroína en Colombia, con las historias de sus protagonistas en Cali y Pereira. Dos ciudades de las que hablaremos más adelante.

La falta de priorización de este tema en la política de drogas, es otro factor que dificulta su implementación. Del total del gasto de la política de drogas (2013-2015), tan solo el 4.1% se dedicaba al componente de salud, según cifras de un estudio de Fedesarrollo y la FIP. En el 2016, el propio Ministerio de Salud publicó cifras según las cuáles el 95% de los municipios del país no cuentan con IPS habilitadas para el tratamiento a la drogodependencia. Además, la poca oferta de servicios debidamente habilitados, tiene un sesgo hacia los programas de metadona, concentrada en la atención a la dependencia a heroína, lo que deja a la población usuaria de basuco en un segundo plano. Y aún en este grupo, donde hay programas estructurados y avalados oficialmente, en una investigación realizada por Dejusticia entre 2017 y 2018 se encontró que, en las ciudades donde hay consumo de heroína, a lo sumo hay tres programas de metadona, cada uno con una capacidad de atención de 30 pacientes en promedio, para poblaciones estimadas de 1.000 personas.

De acuerdo al Ministerio de Salud, solo en Medellín, Armenia, Pereira, el distrito de Cali, Cúcuta y Santander de Quilichao hay estrategias puntuales de reducción de daños como servicios de atención a personas con dependencia a opioides y servicios de tratamiento que prescriben metadona. Estrategias de suministro de material higiénico para inyección de menor riesgo se implementan solo en Bogotá, Armenia, Pereira, Dosquebradas y el Distrito de Cali y se espera reiniciar en Cúcuta en el transcurso de este año. En cuanto a la respuesta al uso de basuco, sustancia que más se ha reportado en los habitantes de calle, las estrategias son escasas y dispersas, con poca investigación y generación de evidencia a nivel local. Es decir, en la realidad no contamos con programas amplios e integrales de reducción de daños, y el hecho de que haya ciudades con la prestación suspendida es altamente riesgoso para la población que usa drogas y muestra de la intermitencia.

Otro de los factores que dificultan la implementación de estas estrategias es que no existen unos recursos únicos destinados para estos programas, y que por el contrario, hay una diversidad de fuentes, y con esto diferentes tiempos de implementación, que dejan vacíos de operación para los programas. Para implementar las estrategias de reducción de daños, el país dispone de diversas fuentes de financiación como el Sistema General de Participaciones y el de Regalías, recursos propios con los que cuentan los municipios o transferencias desde la Nación por parte de Los Ministerios de Justicia y del Derecho y del Ministerio de Salud y Protección Social y el Fondo Nacional de Estupefacientes. Los servicios de atención a personas con dependencia a opioides (heroína) que prescriben metadona se realizan a través del sistema de salud.

Varias de las estrategias en diferentes momentos han contado con financiación complementaria mediante recursos de cooperación internacional. Además, el servicio de salud de “tratamiento a drogo-dependencias”, apenas entra a ser parte del plan obligatorio de salud (POS) en el 2012, por medio de la ley 1566. Esto en la práctica significa que, antes de ese año, cualquier atención por consumo problemático, debía ser pagada de manera privada, ya que no estaba cubierta en el sistema de salud.

En resumen, la multiplicidad de fuentes de financiación y ciclos de proyectos, los vacíos de información sobre consumo, el estigma y discriminación hacia las personas que usan drogas,  sumados a la falta de experiencia del sector salud para dar respuesta a este fenómeno, genera intermitencia en la operación de los programas, con consecuencias muy negativas para la calidad de vida de la población.

Este es el panorama sobre la atención al uso de drogas en el país. Sobre el papel tenemos todos los elementos de política pública del sector salud para poder aplicar estas estrategias, pero en la práctica esto no sucede. De acuerdo con Mejía, a pesar de los avances, nunca ha habido una gestión coherente para lograr que esto se haga visible en las políticas de salud pública. Estas estrategias usualmente están desfinanciadas, sea por falta de voluntad política, estigma o corrupción, siendo en su mayoría las organizaciones de la sociedad civil las que brindan estos servicios, por medio de recursos de cooperación internacional, o sin recursos distintos a la voluntad de trabajar.

Además, los tratamientos en Colombia están concentrados en el sector privado lo cual limita el acceso a estos. Por último, los temas de salud mental solo hasta hace muy poco son vistos como importantes en el país: “mientras la salud pública, la salud mental, el consumo de sustancias psicoactivas, no sean una prioridad, pues va a ser difícil que la reducción de daños también lo sea”, concluye Mejía.  Como resultado, la reducción de daños en el país no cuenta con suficiente financiación y sí con bastante estigmatización, limitando significativamente el acceso a estos servicios y con ello la posibilidad de cuidar, mejorar la calidad de vida e incluso salvar vidas. Toda esta situación, ubica a las personas que usan drogas en una situación de riesgo más grave durante una pandemia.

Los casos de Pereira y Cali: una implementación llena de barreras y dolor.

Pereira

En Pereira y Dosquebradas, ciudades donde se ha instalado el consumo de heroína, la Corporación Teméride lleva años implementando estrategias de reducción de daños para la población más vulnerable, muchos en situación de calle, y en el caso de las mujeres, con una población que ejerce trabajo sexual. En el caso de la heroína, una de las grandes barreras para el acceso a los programas de metadona es que solo permiten la entrega del medicamento en horarios específicos, en un solo punto de atención en la ciudad. Para los que viven en Dosquebradas, deben atravesar una distancia muy larga, y a menudo no les alcanza para el pasaje de bus. Se ha pedido por años a las autoridades de salud que se flexibilice este mecanismo, que se adapte a las necesidades de quienes quieren acogerse a la ruta del programa de metadona. Bajo las justificaciones de estar aplicando las restricciones vigentes para la dispensación y entrega de opioides, la respuesta siempre era negativa.

Tras caer en oídos sordos por años, la pandemia trajo algo bueno y fue precisamente un asomo de flexibilización, permitiendo que la metadona sea entregada a las personas que están en los albergues de Pereira. Para Angélica Jiménez, de Corporación Teméride, esta es una oportunidad y señala que “a mediano plazo es importante ir evaluando y haciendo síntesis de lo que se está dando en este momento. Por ejemplo, recoger la experiencia de dar metadona en los albergues, para evaluar y que sea una base para ir avanzando. Todas las recomendaciones se deben mirar en clave de cómo se les puede dar continuidad, no sólo en clave de coyuntura, sino de las que puedan seguir teniendo vigencia”.

Este llamado subraya otra deficiencia importante frente a las políticas de drogas en el país: la ausencia de indicadores y seguimiento. Las normas y restricciones para los programas de metadona se toman como algo inevitable, pero lo cierto es que no se basan en la evidencia de lo que mejor funciona. Este largo periodo de confinamiento, que nos obligará a transformar la manera como hacemos casi todo, se vuelve una oportunidad para cuestionar esas normas sin sentido, e implementar medidas más racionales, que en efecto den respuesta a las necesidades de la población.

Cali

Cali no cuenta con un estudio propio sobre consumo de sustancias psicoactivas. Para conocer sobre la situación del consumo (p.ej. número usuarios, sustancias, frecuencia, entre otros) en la ciudad se usan diferentes fuentes (e.g. SIVIGILA, encuestas nacionales/regionales, bases comunitarias) y todas tienen sus limitaciones de acuerdo a Felipe Muñoz, quien ha asesorado a diferentes alcaldías de la ciudad y actualmente es miembro de Sapiencia y parte del Observatorio de Salud Pública de Palmira. Algunas de estas limitaciones son la falta de información por sustancia o que los instrumentos de recolección son poco funcionales e incompletos. En resumen, y al igual que a nivel nacional, no se cuenta con información ni certera, ni actualizada sobre el consumo.

Cali cuenta oficialmente con un programa de reducción de riesgos y daños desde el año 2015. Aunque no es un programa amplio, porque está centrado principalmente en el consumo de heroína, les ha permitido acercarse a la población que consume esta sustancia, tener una caracterización y brindarles servicios de forma flexible, sin horarios establecidos, sin la obligación de la abstinencia y sin prejuicios. Sin embargo, han encontrado muchas barreras y dificultades que se han hecho más visibles durante la pandemia.

La formación del personal profesional de salud es uno de estos limitantes: “las facultades de medicina que hay en el Valle son totalmente cerradas a formas alternativas de ver el consumo”, dice Muñoz. Muchos de estos profesionales no tienen conocimiento sobre estas estrategias, su acercamiento a las sustancias psicoactivas es solo por situaciones de intoxicación y, la barrera principal, tienen mucho prejuicios. “Vos no podés hablar de reducción de daños, ni siquiera de metadona porque es literalmente un crimen”, complementa Muñoz.

Otra barrera es la falta de acceso a medicamentos (como la metadona) para el manejo de la abstinencia. Una situación más marcada en pandemia, afirma Muñoz. Lo anterior ocurre por razones diversas como la falta de conocimiento del personal sobre el uso de medicamentos para situaciones puntuales, oferta limitada (espacios o tratamientos) para acceder al menos a metadona, o las dudas por parte de la población sobre cómo acceder a los medicamentos.

Otra situación que ha empeorado con el virus es la poca circulación de medicamentos y sustancias. “Ahora no hay circulación de sustancias, hay limitación en los medicamentos, hay muchas barreras en las EAPBs para entregar los medicamentos”, dice Muñoz. En resumen, toda esta situación  puede provocar que las personas se sometan a la abstinencia (y deban aguantar todas las complicaciones y riesgos que se tienen durante ese periodo), o que se auto mediquen o experimenten con sustancias que puede exponer a las personas a una complicación mayor, o inclusive a una sobredosis.

A todo ello se suma la dificultad y casi imposibilidad de hacer algún tipo de prevención en materia de coronavirus en estos espacios. Las personas en situación de calle no tienen acceso a lavado de manos o a otras formas de prevención del contagio. En medio del desabastecimiento de la droga de la que dependen, y el cierre de las ciudades, se encuentran sin ingresos, sin sustancia y sin redes de apoyo. Ahí los equipos de reducción de daños son clave y el llamado desde instancias internacionales (ver 1; ver 2) ha sido a que se declare que son servicios esenciales y se les permita seguir operando en las calles en medio de las restricciones del confinamiento.

Es hora de que los líderes políticos y el sistema de salud en su conjunto le apuesten a la reducción de daños para atender a la población usuario de drogas.

Muñoz nos contó que este año la Policía allanó un centro de rehabilitación, en Palmira, donde  algunas de las personas con consumo problemático habrían sido sometidas a torturas y castigos, hasta el punto de, por ejemplo, encadenar sus pies. En el país hay muchos centros de este estilo y, tristemente, son de las pocas opciones que tienen las personas con uso problemático y sus familias. Especialmente familias de escasos recursos. Las autoridades de vigilancia en ciudades como Cali han priorizado estos sitios al detectar que hay denuncias de abuso, pero lo cierto es que hay muy poca regulación preventiva para evitar que se creen en primer lugar.

Mientras tanto, las personas que usan drogas están en el vaivén entre la negligencia del sistema de salud que los rechaza en urgencias, o los centros de tratamiento que los violentan y maltratan. Los dispositivos de reducción de daños son la línea a tierra para esta población, los espacios de cuidado y escucha. Pero en un país que dedica poco presupuesto a la dimensión de salud de la política de drogas, la inexistencia o intermitencia de la financiación, amenaza la vida misma de las personas que usan drogas. Más durante una pandemia. 

Resulta paradójico además que se abandonen estrategias que son costo-efectivas. A todas luces, disponer de materiales de inyección menos riesgosa (jeringas, torniquetes, cazoleta, condones), es mucho más barato que tratar una eventual infección por VIH o hepatitis B. La estrechez de la prohibición de las drogas hace que esperemos que mágicamente la gente deje de consumir drogas solo porque socialmente nos parece inaceptable, pero lo cierto es que una dependencia a sustancias como el basuco y la heroína no se resuelve con sanciones, sino con estrategias integrales en salud.

Para abordar efectivamente esta cuestión desde la salud, necesitamos que el personal profesional sanitario, gobiernos locales y organizaciones de la sociedad trabajen de la mano. Estas últimas llevan años implementando estrategias de reducción de daños y pueden aportar mucho. La colaboración con el personal sanitario puede ser muy fructífera, particularmente con aquellos segmentos del mismo que están en primera línea para el tratamiento de las consecuencias que pueden derivarse del consumo sin implementación de estrategias de reducción de daños. La incorporación de estas lógicas a los procesos médicos contribuiría al que siempre es el objetivo último del mismo: cuidar, salvar vidas, y lograr mejoras en el bienestar de las personas.

Hablamos de prácticas como la incorporación de elementos de formación en reducción de daños en los pregrados de estas disciplinas; el trabajo en perfilamiento de tratamientos para lograr prescripciones adecuadas (por ejemplo, metadona para pacientes que llegan a urgencias) y evitar omisiones que pueden resultar en caminos doloroso y hasta fatales para las personas usuarias de drogas; y la implicación de las entidades prestadoras de salud y del propio sector público en la necesaria mejora de los recursos disponibles para el cuidado. Todo ello ayudará al trabajo de profesionales de la salud, ampliando para el conjunto de la sociedad el conocimiento y el uso de estrategias basadas en la evidencia, y hará que los centros de salud y hospitales no sean ya lugares a los que las personas que usan drogas vean con desconfianza, sino que sepan que son lugares donde serán cuidados sin ser juzgados.”

En el entretanto, ya hay gente en las calles capacitada para cuidar, acompañar y proteger la vida y la salud de las personas que usan drogas. Si hoy lo hacen, con una financiación escasa e intermitente, lo que podrían hacer con estabilidad de recursos alcanzaría a más población y con mejores resultados. No hay que reinventar la rueda. Ya existe mucha evidencia científica y casos exitosos de los cuales Colombia podría aprender para después adaptarlos a nuestra realidad. Se necesita voluntad política a nivel nacional y local para tomar las decisiones que verdaderamente redunden en una mayor protección de la salud de la ciudadanía, por encima de voces que solo tienen de su lado el volumen, más no la evidencia.  

Las sombras de las que Maté habla no desaparecerán solo porque la sociedad conjure una prohibición de las drogas. Pero la gente sigue ahí, apostándole a la vida aun en las condiciones más hostiles, y es tarea de la política pública en salud respaldar esas estrategias que, sin tener que acudir al castigo, son tremendamente más solidarias y exitosas que la idea de un “mundo libre de drogas”.

Actualmente soy consultora en política de drogas y construcción de paz. He trabajo en temas de reintegración de excombatientes, jóvenes y entornos vulnerables, procesos de memoria con víctimas por medio de lenguajes artísticos, resolución pacífica de conflictos, y política de drogas. Lo he hecho...