Uno de los debates más interesantes del gremio en el que trabajo ha vuelto a resurgir este mes por cuenta de un trino del presidente Petro, en el que sugiere que el transporte público urbano no se cobre por pasaje o según uso, sino que se haga a través de un cobro general en el recibo de electricidad. El tema lo han retomado desde distintas orillas varias expertas, académicas y, como no, un par de candidatos a la Alcaldía de Bogotá.

Esta idea, que no es nueva ni revolucionaria y ya ha sido implementada en países enteros, es lo que se conoce como “tarifa cero”. La primera vez que yo la escuché fue en 2017 por cuenta del actual Ministro de Transporte de Chile, y desde entonces es un tema que me ha llamado la atención.

Los casos más sonados de esta política son el de Tallin, capital de Estonia, y el de Luxemburgo. Más cerquita se puede encontrar el de más de 67 ciudades de Brasil, que han avanzado en esta política. Sin mencionar que en 2020 se presentó en Bogotá un proyecto de acuerdo distrital que buscaba implementarla en el largo plazo. Ese proyecto terminó convertido en el Acuerdo 793 de 2020, que le pone al distrito la tarea de hacer un mejor seguimiento sobre el gasto en transporte de las personas de menores ingresos, para reducirlo.

Por la misma época en que salía el acuerdo, varias ciudades, como Los Ángeles (EE.UU) y Londres (Reino Unido), estaban implementando una tarifa cero temporal, buscando aliviar los impactos económicos de la pandemia. 

Obviamente, estos esquemas iban de la mano de fuertes auxilios de nivel nacional, en el caso de Londres, o de un esquema que sencillamente no depende de la tarifa, como es el caso de Los Ángeles, en el que se estima que la tarifa solo es el 6 por ciento del ingreso del sistema.

¿Eso cuánto cuesta, a quién le sirve y de dónde sale la plata?

Actualmente, los costos de operación del Sitp son de aproximadamente cuatro billones de pesos, y el sistema genera ingresos por cerca de dos billones. Es decir, el distrito debe encontrar fuentes alternas de financiación para cubrir alrededor del 50% de la tarifa. Así que la pregunta viene a ser: ¿se puede cubrir ese otro 50% sin cobrar la tarifa directamente?

Para empezar, los costos de operación no se mantendrían iguales. Tener un sistema de recaudo implica unos costos asociados que podrían reducirse o eliminarse si se implementa esta política. 

De entrada está el contrato de Recaudo Bogotá, firmado en 2011 y vigente hasta 2028. No es fácil encontrar números claros de cuánto le cuesta esto a la ciudad, pero parece ser que está por el orden de los cientos de miles de millones de pesos anuales (digamos, entre el 5% y el 10% del recaudo por tarifa), y este año le costó a TransMilenio un litigio por 76.400 millones de pesos, sin mencionar los costos legales de atender estos litigios. 

A ese contrato se le pueden sumar los costos de instalación y mantenimiento de torniquetes, taquillas y controles de la policía a los colados.

En cuanto a quién le sirve, según la última Encuesta de Movilidad (2019), el 32% de las personas que usan transporte público en Bogotá viven en hogares cuyo ingreso es menor a $1.500.000 mensuales, y otro 23% vive en hogares con ingresos entre $1.500.000 y $2.000.000. 

Es decir que, en su mayoría, quienes usan transporte público en Bogotá viven en pobreza, vulnerabilidad o, por mucho, alcanzan a clasificar a la parte baja de la clase media.

Algunos de estos hogares gastan hasta el 26 por ciento de sus ingresos en movilizarse, y este es el tema clave.

La tarifa cero en Bogotá sería una medida de acceso e inclusión, buscando beneficiar justamente a esas personas que deben invertir hasta un tercio de sus ingresos en ir y volver de sus trabajos, y que no tienen otra opción distinta a tomar el transporte público, o que ni siquiera alcanzan a pagar el costo de este.

Ya se han intentado brindar beneficios focalizados, de hecho hay casi 641.000 usuarios que tienen algún tipo de beneficio, pero muchas personas continúan excluidas y hay evidencia de que el efecto positivo del beneficio ha venido disminuyendo

Por otra parte, el distrito aún está en mora de implementar la tarifa estudiantil. Además de los costos que mencioné antes, la definición, implementación, actualización y despliegue de estos beneficios cuesta también plata y tiempo, y siempre se corre el riesgo de dejar por fuera a personas que lo necesitan.

Entonces, ¿cómo se pagaría el déficit si se deja de cobrar la tarifa? Luis Ángel Guzmán, investigador del Grupo SUR de la Universidad de los Andes, estima que, si el costo total de la operación del sistema (ojo, no los ingresos por tarifas, el total) se divide equitativamente entre todos los hogares de Bogotá, cada hogar tendría que pagar $136.000 mensuales.

Suena escandaloso, pero una persona que pague dos pasajes al día en troncal, por veinte días al mes y sin subsidio gasta mensualmente $118.000, así que es un costo equivalente. Además, si asumimos que solo hay que cubrir el déficit generado por la eliminación de la tarifa, ese costo bajaría a la mitad (cerca de $68.000 mensuales). Pero hay opciones más interesantes.

Está, por ejemplo, la propuesta de Maria Mercedes Maldonado de incluir el costo en el impuesto predial, por su potencial de progresividad. Es una discusión difícil, pero vale la pena tenerla.

Adicionalmente, el distrito viene evaluando desde hace tiempo fuentes alternativas para cubrir el déficit que ya está generando la operación del Sitp: el Pico y Placa Solidario y el estacionamiento en vía, por ejemplo, tienen este objetivo. También se ha hablado de apoyo financiero desde el nivel nacional. Todas estas son opciones a evaluar.

¿Y entonces?

Un profesor de la London School of Economics decía que en un país muy desigual (él ponía de ejemplo a Namibia) era mejor una política de ingreso mínimo garantizado que una de subsidios focalizados.

La lógica era algo así: si yo tengo nueve personas que necesitan el subsidio y una que no, es más barato dar el subsidio a todas en lugar de diseñar un esquema de focalización y validación, y luego igual dar el subsidio a esas nueve, con el riesgo de que alguna se me quede por fuera.

Creo que el sistema de transporte público de Bogotá puede seguir una lógica similar. El Sitp es un modo que utilizan prioritariamente las personas de menores ingresos, que no tienen otras opciones de movilidad y que deben desplazarse largas distancias.

Muchas de estas personas pueden estar gastando hasta un tercio de sus ingresos en el. Reducir el costo de tarifa para ellas sería una política de inclusión extraordinaria, y les permitiría orientar sus ingresos a mejorar su calidad de vida o ahorrar.

Por otra parte, el distrito ya está teniendo que asumir cerca del 50 por ciento del costo de operación del sistema, y todo el tiempo tiene que estar evaluando este monto, según las proyecciones de demanda de TransMilenio y los ingresos reportados mes a mes. Las entidades distritales se ahorrarían también un dolor de cabeza si supieran de entrada cuál es el monto que les toca cubrir y con qué fuentes se va a financiar.

Eso sí, una política de estas no se puede implementar de un día para otro, ni es tan fácil estar lanzando ideas de cómo pagar ese costo. Es necesario definir y viabilizar fuentes alternativas de financiación que cubran este déficit, e incluso probarlas.

Mientras tanto, hay otros esquemas intermedios que no renuncian del todo a la tarifa, pero sí permiten ir aproximándose a este escenario y mejoran la inclusión de las personas con menores ingresos.

Recientemente, en Chile se anunció una política de gasto máximo. Es decir, las personas beneficiarias pagarían tarifa normal hasta cierto punto, y luego de ese monto usarían el transporte público gratis hasta fin de mes.

Otro ejemplo, más frecuente en ciudades Europeas, es el de los sistemas basados en confianza. En ellos, los tiquetes se compran y se sellan, pero no hay torniquetes de entrada ni barreras de acceso. Hay verificación aleatoria por parte de agentes gubernamentales, pero no el despliegue de infraestructura y personal que utiliza Bogotá para asegurarse de que “cada niño pague su pasaje”.

Varios de mis colegas insisten en que no se debe renunciar a cobrar pasajes a quienes sí pueden pagarlos. Yo creo, por el contrario, que sostener un esquema de recaudo costoso y con frecuencia hostil para los usuarios puede tener efectos negativos al buscar a toda costa ese pago.

Ante la gran desigualdad que hay en Bogotá, el acceso costoso para las personas de bajos ingresos, las altísimas tasas de evasión y elusión (a veces con consecuencias fatales) y las acciones delirantes que ha llegado a implementar TransMilenio para reducirlas, la tarifa cero es una política que vale la pena evaluar seriamente. 

Es consultora e investigadora en movilidad urbana sostenible. Estudió ingeniería ambiental y economía en la Universidad de los Andes y una maestría en urbanización y desarrollo em la London School of Economics. Sus áreas de interés son fortalecer la formulación de política basada en datos, lograr...