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Se habla mucho de paz en estos días. Aquí decidí hablar de violencias. Violencias cotidianas en Bogotá.

Sólo llevaba tres cuadras caminando desde mi casa hacia el paradero del bus, cuando vi que una mujer que iba cruzando la calle se vio obligada a acelerar el paso porque una camioneta vistosa no mostraba la más mínima intención de disminuir su velocidad ante el evidente peligro de producir un accidente trágico. De hecho, al acercarse a la mujer asustada, el conductor se pegó al pito de su camioneta en un frenesí causado por su propio delirio de poder masculino. Posiblemente ese delirio sea la manifestación de sus frustraciones cotidianas canalizadas en el volante y en su deseo irracional de tentar su poder sobre la vida de otra persona en clara desventaja por no contar con la misma armadura metálica.

Al observar la escena, impotente, pensé en la cantidad de veces al día en las que las personas exhalan distintos niveles de violencias cotidianas que inundan el aire ya bastante denso de Bogotá. Por ejemplo, la violencia no siempre sutil del pito cuando un conductor siente que le arrebataron parte de su ego al obligarlo a ceder el paso o a disminuir su velocidad.

Son pequeñas actitudes que pueden durar minutos o incluso segundos, pero que alcanzan a caldear los ánimos de las personas alrededor y rasgar el fino tejido de bien-estar en la ciudad. Acciones aparentemente inofensivas que pueden agregarse en una persona hasta llevarla a niveles mucho mayores de violencia. Violencias múltiples que se suman a lo largo del día, multiplicándose a distintas escalas, creando un alarido urbano que destiempla los oídos.

Voy a hacer aquí un inventario de las violencias cotidianas que llego a percibir en el trayecto de mi casa al trabajo. Más allá de las tres cuadras donde el delirio al volante casi envía a una persona al hospital sin razón alguna, siguen las finas agresiones bogotanas. Mientras espero mi bus durante unos veinte minutos – mi promedio de espera del SITP – pasa una mujer que decidió aprovechar del sol andino para ponerse un vestido ligero. Lamentablemente, en Bogotá eso es un llamado al apetito carnal desenfrenado de una buena cantidad de hombres que actúan como si estuvieran contemplando la vitrina de un asadero de pollo. Violencias cotidianas carnívoras impuestas al cuerpo femenino, que también se van agregando y llegan a desbordar en atentados a la libertad humana y a la vida.

Esa es la segunda mujer que veo, en menos de cinco cuadras, que tiene que acelerar el paso para evitar el peligroso delirio de poder detrás del pito de un hombre. Respiro profundo. Yo también la miré. ¿Cuántas de las miradas masculinas en ese paradero asimilaban a esa mujer a una presa? ¿Cuántas correspondían simplemente a miradas sin un trasfondo violento? No sé. Pero en la suma de miradas se produjo una violencia cotidiana y, sin quererlo, hice parte de ella.

Segundos después pasó mi bus, veloz, acelerado, indiferente a las pocas manos que se levantaban en señal de necesidad del servicio. Esa necesidad está ligada a un derecho, el derecho a la movilidad representado por el transporte público. El bus pasó, sin parar, y nuestras manos bajaron frustradas, impotentes. Veinte minutos más para que pase el siguiente, suman cuarenta. ¿Por qué el conductor del SITP pasó por el carril de la izquierda frente al paradero? ¿Qué lo motivó a seguir derecho ignorando la necesidad de personas que, como él, tienen que llegar a su trabajo? Tuve veinte minutos para pensar en posibles respuestas: precariedad laboral, exigencia de frecuencias imposibles de cumplir en el tráfico bogotano, indiferencia, incredulidad, indolencia…

Cuarenta minutos esperando un bus para un trayecto que dura sólo 20 minutos: otra violencia cotidiana. Y tengo la suerte de poder cubrir mi viaje con los buses azules del SITP, y no estar obligado a subirme a los buses rojos de Transmilenio. En ese sistema se condensan los sudores de millones de personas apretadas que se maltratan entre sí y a las que el sistema mismo maltrata. Transmilenio es una suma de violencias cotidianas por excelencia. El humo negro, el pito, el apetito carnal masculino, el ratero, el viaje enlatado, la indiferencia del sistema. “El sistema”, concepto vacío, intangible. No hay ante quién quejarse, no hay a quién culpar. ¿Gerencia? ¿Operadores privados? ¿Alcaldía? ¿Usuarios? ¿Todos los anteriores?

Cuando por fin me subo al bus azul, el del SITP, me tengo que agarrar fuertemente de los tubos pues el conductor maneja como si tuviera un problema de control de su pie derecho. Seguramente ustedes conocen la seguidilla rítmica de frenazos, pitazos, aceleradas con el semáforo en rojo, y demás tradiciones al volante que creíamos superadas con el SITP. No vale ser de la “tercera edad”, tener osteoporosis – como me comentó la pasajera sentada a mi lado – ir en muletas, o tener 5 años de edad – es decir no tener más de 4 años de experiencia caminando. El conductor es indiferente.

Hay varios conductores que se olvidan por completo de la responsabilidad que implica llevar pasajeros. Y que esos pasajeros tienen derechos. Pero también hay pasajeros que olvidan que los conductores también tienen derechos, y pisotean su humanidad. Esto ocurre en el SITP, Transmilenio, taxis públicos, carros particulares…y también con las bicicletas. Son muchos los ciclistas que reproducen las violencias que les critican a los carros. Esto ubica al peatón en el eslabón más bajo de la cadena alimenticia del tráfico bogotano. El mismo diseño de las ciclovías propicia empujones y agresiones entre ciclistas y peatones. Embutidos en andenes estrechos, llenos de obstáculos físicos, defectos y deterioros causados por el tiempo y la falta de mantenimiento. Ahí se suman indiferencias, incluyendo las de los gobiernos alejados de las realidades cotidianas y de su responsabilidad con el pueblo que los eligió.

Al detenerse el bus en mi parada grito “gracias”. ¿Gracias a quién? ¿Gracias por qué? Pienso mientras camino. Muchos pasajeros gritan “gracias” al bajar. Y también al subir. “Gracias”, por sentirnos vivos. O gritamos “gracias”, para generar un lazo humano en medio de lo inhumano.

Observar las violencias cotidianas y detectar en qué situaciones hago hace parte de ellas, sin quererlo, me llevó a observar también los gestos de empatía, respeto y solidaridad. En cada una de las escenas descritas aquí podría identificar las no-violencias cotidianas (busqué un buen antónimo de “violencia”, pero no encuentro nada satisfactorio ¡si alguien tiene ideas me podrían ayudar!). La cotidianidad bogotana también está llena de ellas. Incluso en Transmilenio y en el SITP.

A las violencias hay que anteponer las no-violencias, sumarlas a lo largo de los días para aligerar el denso aire bogotano. Espero reunir observaciones de no-violencias cotidianas para un escrito próximo. Pero también pienso que la observación debe acompañarse de acción. Superar la observación pasiva. Sumar acciones cotidianas a distintas escalas y niveles que, al agregarse, podrían transformar. Sumar esas acciones cotidianas en acciones más estructurales, por ejemplo en niveles políticos.

Se habla mucho de paz en estos días. Aquí decidí hablar de violencias. Creo que reflexionar sobre las dos ayuda a entender mejor qué las causa, qué las limita, qué las radicaliza. Paz y violencias convergen en conflictos. Vivimos en conflicto, nos construimos como sociedad en él. Y el tipo de sociedad que queremos ser depende de nuestra capacidad de gestionar los conflictos. Empezando por los cotidianos, sutiles o no, sin olvidar que éstos se suman y se vuelven estructurales. No creo que exista post-conflicto, pues somos en esencia conflictos cotidianos.

(La imagen de portada es una obra del pintor Gonzalo Ariza. Tomada de: http://www.askart.com/artist/Gonzalo_Ariza/10001416/Gonzalo_Ariza.aspx)

Economista ecológico. Investigador en temas socio-ambientales, de gobernanza, desarrollo rural sustentable y de agroecología.