Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
Pensar que Europa, por ser Europa, no afronta retos en materia de construcción social y política se convierte, cada vez más, en una idea rebatible.
«No tengo idea de por quién votar”; «Voy a votar, no por convicción sino porque creo que es un deber ciudadano»; «En verdad no he mirado los programas de ninguno de los candidatos»; «El voto en blanco definitivamente debería ser una opción, ninguno me representa»; «No entiendo muy bien para qué sirven estos diputados» ; «Desde que ganó Macron en las presidenciales dije que no iba a votar más» ; «La debacle en Francia es inevitable, gane quien gane», «Estamos en los extremos, polarizados»; «Voto por descarte, no por convicción».
Estas y otras expresiones del mismo tipo fueron las que más salieron a flote los días previos a las elecciones del Parlamento Europeo entre los diferentes grupos de personas que he logrado conocer estando aquí, en Francia. Algunos jóvenes estudiantes, otros profesionales trabajadores; unos adultos mayores cerca de pensionarse y otros inmigrantes aquí asentados desde hace mucho tiempo.
El pasado 26 de mayo se llevaron a cabo en Europa las elecciones para elegir a los nuevos Eurodiputados, aquellos que conforman una de las instituciones más importantes de la Unión Europea. Conformado por 751 diputados que corresponden de manera proporcional, según su población, a cada uno de los Estados miembros de la Unión, el Parlamento Europeo cumple básicamente tres funciones: legislativas, de supervisión y presupuestarias.
Se dice que dentro de las instituciones de la UE esta es la más cercana al ciudadano, es la “casa del pueblo” y aquella que representa, de manera más “directa”, los intereses de sus votantes; de ahí que su elección se realice a través de sufragio directo cada 5 años.
Estando lejos del contexto europeo, léase viviendo en cualquier otro continente, la percepción frente a los procesos electorales europeos se alimenta de contenido mediático muchas veces y, otras, se construye de manera personal a partir de lecturas, discusiones y hasta vínculos culturales.
Lo que sí es cierto, para la mayoría de los casos, es que cuando hablamos de Europa, en nuestra mente se dibujan inmediatamente procesos políticos y de construcción social ideales, marcados, según nosotros, por la solidez del debate público, el respeto irrestricto por las instituciones, afiliaciones ideológicas informadas y candidaturas construidas en torno a contenidos programáticos reales. En resumen, todo lo contrario a lo que evocamos cuando nos referimos a los nuestros.
Esta visión, sin embargo, se pone a prueba cuando nos encontramos viviendo “de este lado del charco” y tenemos la oportunidad de presenciar procesos electorales, siendo testigos de la dinámica típica, previa y posterior, que los envuelve.
Hoy en día, el debate electoral europeo se encuentra definido, casi en su totalidad, por el clivaje “nacionalistas vs cosmopolitas”, “mundialistas vs. patriotas” o, como lo llamarían otros, “progresistas” vs “nacionalistas”. De un lado, la creciente y acelerada globalización al servicio de las finanzas, mezclada con inconvenientes dosis de multiculturalismo y elevados niveles de migración en detrimento de las identidades nacionales; por el otro, un renovado soberanismo, representado en la securitización de fronteras y la priorización de los asuntos locales[1].
En Francia, por ejemplo, la disputa en las urnas se concebía básicamente como una medición del pulso entre los partidos euroescépticos y de extrema derecha, como Reagrupación Nacional (Rassemblement National) en cabeza de Marine Le Pen y En Marcha (La République En Marche), el partido de centro proeuropeo del presidente Macron. Propuestas y partidos alternativos relacionados con temas como el medio ambiente, en cabeza de Los verdes, o los servicios públicos y la seguridad social abanderados por los partidos de izquierda como la France insoumise, no ocuparon mayor lugar en las conversaciones entre los electores.
Esta marcada polarización no sólo hizo que los ciudadanos se vieran enfrentados a una reducida oferta de propuestas, sino también a un sentimiento generalizado de descontento y resignación frente a las reales opciones de poder. Se respiraba una nostalgia por aquellos tiempos de diversidad programática y un desconocimiento absolutamente voluntario de las candidaturas o, lo que es peor, un temor (in) fundado frente al futuro del país y de la Unión; una incertidumbre llena de añoranza y pesimismo.
Un contexto como el hasta aquí descrito no es ajeno a alguien que viene de un país donde la polarización, el miedo, la carencia de un debate público informado y la resignación son variables presentes en la mayoría de los procesos electorales. Sorprende, eso sí, encontrar a franceses, italianos, húngaros y españoles, por mencionar algunos casos cercanos, enfrentados, guardando todas las proporciones, a escenarios políticos similares.
La reflexión, más allá de todas las observaciones académicas que puedan derivarse, apunta a evidenciar que, así como en Colombia (América Latina), en Francia (Europa), la creación de cultura política y la construcción de ciudadanía son procesos que se ven enfrentados a retos importantes hoy en día. El panorama europeo, nada halagüeño para muchos, ha tenido un fuerte impacto en el panorama individual del ciudadano europeo promedio[2].
Si bien es cierto que las particularidades del contexto colombiano son difícilmente replicables, que nuestras crisis son poco equiparables y que la tradición política de los europeos es innegable, así como su ventaja histórica en este tipo de procesos; no es menos cierto que las preguntas sobre el futuro de la democracia, sobre los procesos de integración (nacionales y regionales) y sobre la creciente influencia de la extrema derecha en el día a día, nos las hacemos tanto aquí como allá.
No es menos cierto que, tanto aquí como allá, los liderazgos fuertes y carismáticos se han apropiado peligrosamente del debate público; que tanto aquí como allá, el desencanto con la política se convierte en común denominador y que, tanto aquí como allá, la necesidad de repensarnos fuera del “negro vs blanco” que estratégicamente nos ha sido impuesto; de buscar nuevas formas para ampliar de manera real la democracia más allá de la representación política y el rito electoral -como garantía de libertades, derechos y respeto por las instituciones- es igualmente inminente.
«Listo, por lo menos así puedo decir que se cumplió con el deber» me dijo una señora de 53 años, mirándome con sonrisa resignada, saliendo de la cabina que disponen aquí en Francia para que los ciudadanos depositen su voto.
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[1] Se afirma que el líder del bloque nacionalista en Europa es el italiano Matteo Salvini, Viceprimer Ministro de Italia y Ministro del Interior, quien busca crear un bloque en el parlamento llamado Alianza Europea de Pueblos y Naciones y que encuentra eco en países como Hungría con el primer ministro Viktor Orbán; en Alemania con Jörg Meuthen y el partido Alternativa para Alemania; Vox en España y el Partido por la Libertad en cabeza de Geert Wilders para los holandeses.
[2] Muestra de ello, para el ejemplo francés, es el caso de los gilets jaunes o “chalecos amarillos”, una movilización ciudadana que inició en noviembre de 2018 originalmente en contra del alza en el precio de los combustibles y la pérdida del poder adquisitivo de las clases medias y bajas. La protesta ha incluido cada vez más reivindicaciones, rechazando las políticas fiscales del actual gobierno y promoviendo la recuperación de servicios públicos perdidos en la Francia periférica.