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Mientras que muchas personas intentan sobrellevar una situación difícil como la que estamos pasando desde el solaz espiritual que les brindan sus tradiciones religiosas, quienes hemos decidido ser ateos también podemos conectar nuestro espíritu con el universo y la vida

La maravillosa serie y el maravilloso libro Cosmos, de Carl Sagan, marcaron profundamente el modo en cual he decidido vivir la vida; para mí fueron fuentes primordiales, y su autor un ejemplo estelar, de lo que quizá se podría llamar una espiritualidad racional.

 

Me gusta pensar que lo espiritual abarca tanto el gozo como el sentido de la vida; que el espíritu es un continuo que conecta el ámbito de la sensación de las experiencias con el ejercicio de la reflexión sobre las vivencias; un tensor capaz de atraer creciente y armónicamente los extremos infinitos de la pasión y la razón.

El espíritu racional debe ser, ante todo, valiente; porque se nutre de la duda.

La humilde duda no pretende mover montañas, pero – como una perseverante y precisa gota de agua – puede calar entre las grietas de las creencias, las costumbres y las tradiciones hasta poner a tambalear poderosos muros milenarios. Por eso, el riesgo que la duda conlleva es doble: invita a cuestionar, tanto la ilusoria solidez de lo que la vida institucionalizada nos exige tener por cierto, como la plácida normalidad del rebaño.

Pero mediante el uso de la razón también podemos abrazar las dudas más profundas y perennes de la humanidad: quiénes somos, de dónde venimos, para dónde vamos.

Somos, como diría Sagan, polvo de estrellas. Miro mi mano y sé que estoy hecho de ciertos elementos, como hidrógeno, oxígeno, calcio, carbono, hierro, etc. Sé que estos elementos se formaron en una cocción nuclear de millones de años, en el interior de una estrella, a partir de elementos más livianos provenientes del Big Bang. Y sé que esa estrella esparció esos elementos al morir, como cenizas arrojadas sobre el océano cósmico. De sus restos, tenues filamentos de materia condensada por su propia atracción gravitacional formaron, hace unos cuatro mil seiscientos millones de años, al Sol y su hermoso séquito orbital de planetas; entre ellos uno rocoso y ardiente, la Tierra.

En la Tierra, moléculas cada vez más complejas compuestas por cadenas de esos elementos, tuvieron cientos de millones de años para interactuar unas con otras de miríadas de formas diferentes, configurando estructuras cual si fueran piezas de enormes rompecabezas microscópicos. Algunas configuraciones casuales produjeron reacciones químicas insospechadas; unas formaron membranas, otras comenzaron a duplicarse a sí mismas con enorme precisión, otras comenzaron a producir energía a partir de los elementos que circundaban su ambiente. Con la paulatina combinación y recombinación de tal tipo de estructuras moleculares, y el éxito reproductivo de aquellas que de diversas formas armonizaban más eficientemente entre sí sus reacciones, fue emergiendo de la materia inanimada aquello que hoy reconocemos como la vida.

Durante casi cuatro mil millones de años de evolución natural, millones de especies hemos florecido y marchitado, compitiendo y cooperando, sobre el planeta Tierra. Algunas desarrollamos órganos que nos permitieron captar y emitir señales para buscar alimento, elegir con quien procrearnos o huir de nuestros depredadores. Eso nos permitió formarnos imágenes sensoriales de la realidad, almacenar recuerdos y asociarlos con lo que percibimos en cada momento para anticiparnos a los hechos. Eventualmente pudimos también imaginar lo distante, el futuro, nuevas posibilidades, y otras mentes. El gradual surgimiento de la mente humana desencadenó el surgimiento de una gran diversidad de culturas, estructuras simbólicas de memoria colectiva e innovación social.

Las culturas también viven una evolución natural. Innumerables lenguajes, cosmogonías, sistemas de valores, normas sociales, rituales y formas de gobierno florecen y se marchitan a medida que los grupos humanos se adaptan a condiciones que cambian constantemente, y cada vez más por cuenta de su propia actividad.

En este proceso de evolución cultural, las sociedades humanas han ideado miles de maneras de contar y contarse su propia historia; y esas historias les has permitido expresar sus sueños, sus temores y los sentidos trascendentales que les han impuesto a la vida y el universo para justificar los órdenes sociales, políticos y económicos que han adoptado.

Pero la historia que ha surgido de ese proceso de duda insistente que llamamos ciencia, la historia de la evolución natural de nuestra especie – una historia incierta e inacabada – nos muestra que, por el contrario, ni el universo ni la vida tienen un sentido predeterminado que debamos desentrañar del fondo de algún misterio insondable para guiar nuestro rumbo.

Cuando descubrimos por la vía de la razón que cada persona es libre, y por tanto responsable, de darle a su vida el sentido que decida darle, podemos derrumbar esos muros milenarios bajo cuya sombra creímos hallar un solaz finalmente ilusorio, y podemos crear asombrosos cimientos espirituales para erigir nuevos y más robustos andamiajes de convivencia armónica y pacífica con nuestros semejantes, los demás seres vivos y nuestro planeta.


* Esta es una nueva versión, bastante reescrita, de una columna publicada originalmente en noviembre de 2013. 

Politólogo, magíster en filosofía y doctor en economía. Ha sido asesor del gobierno nacional y de gobiernos departamentales y municipales en Colombia, así como de diversas organizaciones sociales, no gubernamentales e internacionales, en temas de planeación estratégica, diseño institucional y...