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Palabras en torno a la primera de las Siete palabras, el Viernes Santo de 2019, en la Iglesia de San Pedro Claver, Cartagena
“Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.”
Una de las enseñanzas más profundas y atrayentes de la tradición Cristiana es la del perdón.
Si bien el perdón es un valor universal reconocido y exaltado por todas las grandes corrientes espirituales de la Humanidad, es indudable que éste juega un papel central en el mensaje de Jesucristo. El perdón es vital en el corazón del Cristianismo.
Me atrevo a imaginar, como profesor de historia de la cultura humana, cuántas personas han sentido – por los siglos de los siglos – el poder atractivo del magnetismo de esa idea, de esa promesa de transformación liberadora; tanto por parte de quienes tienen la necesidad de ser perdonados, como por parte de quienes tienen la necesidad de perdonar.
Y entonces me atrevo a preguntar, como investigador de la memoria histórica del conflicto armado colombiano, si esa compasiva enseñanza del perdón, clave de nuestro legado cultural, puede proporcionar una justicia más justa – tanto para las víctimas como para los victimarios – que la que jamás puede otorgar el clamor del castigo vengativo, ese vano sumar de dolores sobre dolores.
Hay algo que mis estudiantes del Semillero de Memoria han venido descubriendo al recorrer el territorio de los Montes de María, preguntándoles a las víctimas de las violencias más atroces si el perdón ha sido necesario para recuperar y recomponer sus vidas. La respuesta es que no, la resiliencia no deviene del perdón; por el contrario, el perdón surge de la resiliencia*.
Hemos aprendido que el acto del perdón, además de ser plenamente personal, íntimo y autónomo (en el sentido en que es imposible obligar a alguien a perdonar), requiere primero de un proceso de preparación, de duelo, de acompañamiento, de restauración y – por encima de todo – de comprensión y entendimiento de la verdad, las causas y consecuencias, las razones y responsabilidades sobre lo ocurrido.
Y gracias a las víctimas con quienes hemos tenido el honor de conversar hemos comprendido también que cuando por fin llega el perdón, lo que llega es en efecto una liberación transformadora; no solo de la persona, sino de toda su comunidad. La justicia del perdón es la superación de los resentimientos, y por lo tanto, la desactivación de los ciclos de venganza que configuran la trágica espiral de la degradación violenta de nuestros conflictos.
Someter a las víctimas del terriblemente extenso, degradado y violento conflicto armado interno que ha sufrido nuestro país, nuestras regiones, nuestros campos y ciudades, volver a someter a las víctimas a la aplicación de un modelo de justicia centrado en los victimarios – encarcelándolos, encerrándolos, ocultándolos por unos cuantos años (como si encerrar a quien hace ya rato ha perdido su libertad de consciencia fuera realmente un justo castigo) – sería volver a caer en la más injusta de las justicias: la de nuestro triste sometimiento al maquiavélico espíritu del llamado a la venganza, a cambio de la validación de la indiferencia ante la verdad, una verdad absolutamente necesaria para cultivar el entendimiento compasivo que por fin – ojalá pronto – nos permita vadear los torbellinos de la repetición y la repetición de nuestra triste historia.
“Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” es un valiente acto de habla que invita a reconocer y recordar que la justicia siempre emerge de la verdad y la compasión.
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* Barrios, Y., Martínez, M.J., Peñata, A. y Rentería, C. (2018) “El papel del perdón en los procesos de resiliencia en víctimas del conflicto armado de San Juan Nepomuceno”. Documento de Trabajo. Cartagena de Indias: Universidad Tecnológica de Bolívar.