Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
Es momento de que reconozcamos dos cosas. Primero, que la autoridad de tránsito de Cartagena no funciona… Segundo, que esta situación es tremendamente grave…
Nada que las “autoridades de trágico” de Cartagena atienden la extraña situación que se produce en el ambiguo semáforo de la Avenida Santander con 47.
El semáforo pareciera estar diseñado solo para indicarles cuándo pueden cruzar la avenida a quienes quieren tomar la calle 47; pero, como la luz roja les indica a quienes no van a cruzar la avenida que también ellos deben detenerse, hay personas respetuosas de la norma que, por supuesto, se detienen.
El resultado es demente: los ciudadanos respetuosos de la norma y de la señal de tránsito que se detienen ante el semáforo, se ven de repente atacados por un atronador bombardeo de pitos por parte de quienes, desde su punto de vista o quizás conocedores de la historia de ese cruce, no le ven sentido a detenerse si uno no va a cruzar la avenida.
La pregunta es: ¿cuál es la intención del semáforo? ¿Detener y luego darle paso solo a quienes vienen en carro por la avenida y van a cruzar – en cuyo caso la segunda luz roja es innecesaria y causa la ambigüedad -, o detener todo el tráfico de la avenida para que los peatones – en gran medida los ciudadanos de a pie de los barrios aledaños que usan las playas de Marbella – puedan cruzar la Avenida Santander tranquilamente y sin poner en riesgo sus vidas?
Así, la confluencia de unos frenéticos conductores que se creen portadores del sentido del contexto y de una autoridad local de tránsito tremendamente incompetente en el diseño de la infraestructura y la señalización vial, resulta en una delirante situación en la cual quienes cumplen con las reglas de juego reciben una violenta sanción social que – a su vez – incrementa inimaginablemente los (ya ensordecedores, y por múltiples causas adicionales) niveles de ruido y disminuye ostensiblemente la calidad de vida de los habitantes de la zona. Por supuesto, los peatones poco se enteran de que por ese lugar – si la cultura ciudadana y la ley estuvieran alineadas – ellos podrían cruzar tranquilamente la avenida.
Lo curiosamente trágico es que ese tremendo y atronador poder de sanción social que despliegan con sus estruendosos pitos los conductores que “saben” que ahí no deben detenerse, no se ve puesto en práctica en ninguna de las infinitas situaciones de verdadero y real incumplimiento de normas viales y de convivencia ciudadana que ocurren cotidianamente en Cartagena. Y lo trágicamente curioso es que a dos cuadras de ahí están las oficinas del DATT – la autoridad local de tránsito – donde, por cierto, el enjambre de tramitadores policías y vehículos, incluso del mismo DATT, que pasan todo el día mal parqueados sobre los andenes, anula el espacio público que debería proveer de protección y algo de civilidad a los peatones.
Es momento de que reconozcamos dos cosas. Primero, que la autoridad de tránsito de Cartagena no funciona: no es capaz de imponer un orden racional frente al caos vehicular, ni es capaz de regular a los actores del sistema de transporte, ni es capaz de hacer que se cumpla la ley. Segundo, que esta situación es tremendamente grave, porque no solo impacta directa y muy negativamente tanto sobre la seguridad de todos los usuarios de la infraestructura vial como sobre la calidad de vida de los usuarios y de todos los ciudadanos, sino que – además – erosiona y diluye la cultura ciudadana.
¿Qué niveles de productividad y competitividad económica esperamos que emerjan y se afiancen en Cartagena, si toda nuestra fuerza laboral debe pasar las horas de las horas de sus días laborales y de descanso encerrada en los pequeños infiernos de las busetas, los microbuses y los colectivos que compiten entre sí a altísimas velocidades, infringiendo todas las normas de tránsito y de seguridad de pasajeros, traseúntes y demás vehículos, emitiendo hacia el entorno todo tipo de ruidos estridentes con sus pitos y sirenas, sus frenos de aire y motores destartalados, y emitiendo hacia su interior estridencias musicales a todo volumen?
Por su parte, el absurdo proceso del diseño y puesta en marcha de Transcaribe y del sistema integrado de trasporte, así como de muchos otros proyectos de modernización y adecuación de la movilidad de la ciudad que podrían contribuir a superar esta lamentable situación, no solo representa un monumento al descarado y desastroso sistema endémico de incompetencia, corrupción y detrimento patrimonial que solo sirve para sostener el estilo de vida de la clase política y los contratistas de la ciudad, sino que es además la efigie de la desesperanza y el abandono de la ciudadanía cartagenera.
¿A qué niveles de seguridad ciudadana, cultura cívica y calidad de vida podemos aspirar si el gobierno no es capaz de exigirle a las empresas transportadoras que mantengan en buen estado sus vehículos, que contraten personal idóneo y profesional, y que implementen programas de entrenamiento y capacitación sobre normas de tránsito y cultura ciudadana? Por cierto, si el Estado obligara a que las empresas de servicios públicos, como el del transporte, cumplieran con cuotas de igualdad de género en la contratación de sus empleados, la ciudad sería muy diferente, y lo sería de manera muy positiva.
Pero no, el gobierno y las autoridades de tránsito se hacen los de la vista gorda con todas las infracciones que se derivan naturalmente de los incentivos económicos y los patrones de operación que les aplican impunemente las empresas transportadoras a sus operarios, quienes además deben sufrir graves niveles de estrés laboral.
¿Qué legitimidad puede tener ante nuestra ciudadanía la autoridad del gobierno distrital y sus agentes, si – como nos lo muestra la parábola del semáforo ambiguo – la falta de eficacia gubernamental y el divorcio entre la cultura y la legalidad adquieren dimensiones surrealistas y se nutren mutuamente en una ineluctable espiral de caída de los estándares cívicos en todos los ámbitos de la vivencia cotidiana de la ciudad?
En este como en otros frentes, la ciudad ha claudicado su derecho a la seguridad humana y a la calidad de vida, y el gobierno ha evadido su deber de garantizarlo.
Así como el semáforo de la Santander con 47 es un claro ejemplo del desastre del tránsito en Cartagena, también podríamos verlo como una de las oportunidades que tenemos al alcance de nuestras manos para devolverle la esperanza y la calidad de vida a la ciudadanía Cartagenera, si tan solo tuviéramos un gobierno con la capacidad de entender y la voluntad de aplicar herramientas innovadoras y creativas de política pública, diseño institucional y pedagogía ciudadana.