Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
Que esta (e)lección de Cartagena, hoy más que nunca Ciudad Heroica, nos sirva de lección para la que se nos viene el 27 de mayo: la más trascendental y decisiva de nuestra historia reciente.
Que una ciudad de más de un millón de habitantes, como Cartagena de Indias, con más de 700 mil personas habilitadas para votar, haya elegido nuevo alcalde con 71 mil votos y un 77 por ciento de abstención es, no sólo un hecho patético, sino sobre todo ilegítimo.
Nuestra desprestigiada y enferma democracia, a sólo tres semanas de la primera vuelta presidencial, vuelve a mostrar su lánguido rostro.
Los hijos de Cartagena no reaccionaron ante el estado de postración de su ciudad: un alcalde saliente preso, muchos de los concejales investigados y un nuevo mandatario que, desde antes de ser elegido, ya llega cuestionado por la Procuraduría. Sólo augurios siniestros trae para la ciudad pindonga.
Esta preocupante situación debería suscitar el viejo debate sobre la conveniencia y la urgencia por instaurar en nuestro país – al menos durante un período – el voto obligatorio, como una suerte de medida pedagógica para que los ciudadanos entendamos que éste no es sólo un derecho y un privilegio sino, sobre todo, un deber.
El dramático plebiscito por la paz fue otro episodio reciente y diciente de esta profunda crisis de nuestra madurez política. O mejor, una muestra fehaciente de nuestra inmadurez.
Que sólo un pequeño porcentaje del potencial electorado hubiera salido a manifestarse a favor o en contra de unos acuerdos de paz, que pondrían fin a más de medio siglo de horror y guerra fratricida, dice mucho de la falta de confianza de los colombianos en sus instituciones y los mecanismos de participación.
Que un 65 por ciento de los potenciales electores se hubiera quedado ese día en su casa diciendo “me importa un culo la paz porque durante 52 años me importó un culo la guerra”, dice mucho sobre quiénes somos y por qué nos pasa lo que nos pasa.
La indiferencia es la peor de todas las violencias. Es incluso peor que el terrorismo o que la corrupción, hoy por hoy el más letal de todos nuestros cánceres.
La indiferencia es, a mi juicio, la causante de todos nuestros males y una forma de corrupción ciudadana. No manifestarse en contra de la ignominia de la corrupción y no participar en su desmantelamiento, teniendo la manera de hacerlo a través del ejercicio ciudadano del voto, es una suerte de complicidad con ella.
El ciudadano que permite el ascenso al poder de un gobernante cuestionado, en una ciudad tan maltrecha y desmantelada como Cartagena, con su pasividad e indolencia, cohonesta el saqueo, la desidia, el desgreño: el crimen.
Surgen entonces dos debates importantes para nuestro país: el de la urgencia por instaurar el voto obligatorio, para que el ciudadano participe (así sea con el potente y simbólico voto en blanco) y el de la declaratoria de la corrupción como delito de lesa humanidad.
Los genocidas de cuello blanco, que han hecho de la política su arma de (quinta) guerra, deben ser derrotados con la más potente y pacífica de las armas: el voto ciudadano, consciente y comprometido.
Que esta (e)lección de Cartagena, hoy más que nunca Ciudad Heroica, nos sirva de lección para la que se nos viene el 27 de mayo: la más trascendental y decisiva de nuestra historia reciente.