“Bienvenido, ¿cómo está? ¿Le gustaría votar por Senado, para circunscripción nacional ordinaria o indígena? ¿Y para Cámara de Representantes le gustaría jurisdicción del exterior, indígena y/o afro?”. Todes, sin excepción, necesitaban explicación. “¿Cómo así que indígena?”. “Y eso, ¿cómo así que Cámara del exterior? ¿Esa es la de Petro?”. “Pero, ¿por quién vota uno?”. “¿Afro qué es?”. “¿Me toca tachar partido o candidato?”. “¿Por qué hay tantos números? ¿Cómo sé cuál es fulano?”.

Por embolatada no alcancé a registrar mi cédula en el consulado de Boston a tiempo para las elecciones de Congreso y de consultas presidenciales. Quedarme sin votar no es nunca una opción, así que me fui muy a las 6am al consulado y me voluntarié como jurada de votación con tal de poder votar. Eso se puede hacer, para que sepan. Lo que significaba invertir todo mi domingo en el consulado acompañando a ciudadanos que viven en Boston a votar.

A mí me daban ganas de sacar un tablero y darles, a quienes preguntaban, una miniclase de teoría de estado y de democracia y de partidos políticos y de las tres ramas y de elecciones. Pero no era ni el momento ni el lugar para hacerlo.

Intentamos, con las otras dos de mi mesa -quienes tampoco es que lo tuvieran tan claro- explicarles lo más sencillo y claro posible, con las restricciones como jurados en cuanto a parcialidad, de qué tenían que hacer. Pero claro, muchos no entendían y terminaban votando “tin marín de dos pingüé”, o se rendían y devolvían el tarjetón. Más de un tarjetón fue devuelto por esa confusión. Como jurado, no podíamos ofrecerles tarjetones específicos para las consultas de las coaliciones para candidatos presidenciales; tenían que pedirla por sí mismos y solo así podíamos dárselas. No entendí nunca el motivo democrático de esa restricción. Se imaginarán la cantidad que se quedaron sin votar para las consultas, pues no tenían ni idea.

¿Cómo aprendimos a votar? ¿Quién nos enseña a votar? ¿Cómo se enseña a votar? Aunque la abstención ha sido predominante en muchas de nuestras elecciones, ese domingo me impactó el enorme desconocimiento frente a por qué y por quién y para qué votamos. 

“Acá vengo a votar por ‘Fico’ para el Congreso”, dijo uno. “Que no vaya a subir el m**** de Petro”, “¿cuál es el de Uribe? ¿Cómo así que Cámara? ¿Eso no es el Senado?”. Entender qué es el Congreso o qué es la Presidencia, qué hace, quienes lo componen, qué tiene que hacer cada congresista, cuál es la diferencia entre el Senado y la Cámara de Representantes, qué significa lista cerrada o abierta, qué propone, o más bien qué defiende y representa cada partido y cada candidato, qué pasa si hay más de este partido o más del otro en la composición del Congreso, su influencia en políticas públicas, en su relación con el uso del erario público, qué es el erario público, cómo y quiénes definen en qué gastarlo y bajo qué criterios, qué competencias tiene y que no, quiénes controlan a quiénes… entre muchas otras es lo que debería decidir el voto.

Pero, al final, la X se pinta encima de quien “cae bien” o de quien “me dijeron” o de “quien me pagó” o “quien va a ayudar a los pobres” o “va a salvarnos de X o Y”, que en últimas son movilizados por, sobre todo, miedo o rabia. Quizás las dos emociones más fuertes y movilizadoras, pero menos constructivas.

Esto debilita el fundamento de que la democracia es que, como ciudadanas y ciudadanos, escogemos a conciencia a quienes nos representarán y, por tanto, personifican la voluntad del pueblo. En realidad no estamos escogiendo porque una enorme mayoría no entiende.

El vacío que deja el desconocimiento se suele llenar con emocionalidad. En realidad, aun si no hay el vacío, las emociones juegan un rol determinante en todo ejercicio de político, mucho más de lo que estamos dispuestos a aceptar, como escribe García Villegas en su último libro. El problema no es que sean votos movidos por la emoción, así es la política y la humanidad, sino que sean votos solo por emoción, pero desinformados. Saber manejar las emociones no es suprimirlas, es ponderarlas y prevenir que nublen la razón. Pero esto último solo es posible si lo aprendemos, gracias a haber tenido estímulos cognitivos y pensamiento crítico, lo que desafortunadamente es un privilegio. 

Con esto no quiero decir que la emocionalidad que mueve la política sea mala, no lo es. Pero es peligrosa si no está acompañada de educación, pues es emocionalidad ciega. 

Quizás por eso el centro no logra movilizar, pues por miedo a confundir emocionalidad con populismo nos quedamos en la racionalidad. Cuando hay desconocimiento, esa racionalidad es inservible pues fácilmente es percibida como arrogancia de autoridad moral y ética, que genera resistencia.

Las campañas entonces, que son tan determinantes, como vimos, se reducen a una guerra de quién insulta más, o mueve más emociones, ojalá miedo y rabia, o quién hace más promesas irrealizables y quién acusa más al resto. Y pues esto no tiene nada que ver con lo que realmente están proponiendo o la capacidad para ejecutarlo.

Claro, hay quienes hemos tenido el privilegio de estudiar, de construir consciencia electoral, que nos podemos tomar el tiempo de estudiar prepuestas, de conjeturar las posibles consecuencias de estas, de consultar lo que no entendemos y tomar una decisión libre e informada. Esto no significa que no es emocional, sino que hay menor riesgo de manipulación. Pero es que también es una minoría quienes no hemos tenido que sobrevivir, sufrir la inequidad o sentir legítima apatía electoral. Pero este privilegio no debería condenarnos a no votar por conformismo, por indiferencia o incomprensión, o a ser emocionalmente manipulados a votar. Hay muchos eslabones de comprensión para poder entender qué implica votar un voto. Esto se puede y debería enseñar de formas creativas desde la primera infancia y a lo largo de nuestra vida, no solo cuando tenemos edad para votar. Hacer juegos de elección, leer cuentos de política en lenguaje sencillo, leer y ver noticias con niños, niñas y jóvenes, fomentar sus cuestionamientos y desmantelar no solo el mito de que “votar no sirve para nada”, que es sinónimo a ignorancia e indiferencia, a tener genuina curiosidad y entusiasmo de participar. 

La pedagogía electoral no es solo entender qué son las elecciones sino promover tanto el cuestionamiento como el cuidado de las instituciones como propias, y fortalecer el poder de decisión. Eso sí le devuelve fuerza a la frágil democracia que, supuestamente, nos sostiene. La democracia, como todo, depende de la educación. Desafortunadamente también viceversa.

La pedagogía electoral le compete al Estado, pero pues al Gobierno de turno no le conviene hacerlo, pues su continuación, clientelismo y agenda están en juego. También le compete a cada uno de los partidos políticos si realmente quieren que ciudadanos entendamos y votemos a conciencia. Pero a estos les conviene la ignorancia del pueblo y tener facilidad en manipularlo. Un pueblo educado es difícilmente manipulado.

Ahora, haré un paréntesis para relacionar la pedagogía electoral con género. Es muy difícil entender y ejercer el derecho político tanto de votar como de ser elegido, si no entendemos y/o no podemos ejercer los derechos que atraviesan el habitar nuestro cuerpo. Si no tenemos poder de decidir sobre nuestro cuerpo, no tenemos sustento para decidir por quién votar ni para tomar decisiones en espacios políticos. Esto último no es tan obvio y parece quizás exagerado. No lo es. La limitación sistemática a las mujeres de poder decidir sobre nuestro cuerpo está íntimamente ligada con la minúscula participación política femenina. Una vez una niña, adolescente, joven o mujer tiene poder de decidir sobre su cuerpo puede extender ese poder en toma de decisiones en otros espacios. Como lo ha hecho el hombre históricamente. Y eso, de nuevo, se enseña, pero solo se materializa si las normas que nos rodean, las escritas y las sociales, así lo permiten. 

Es decir, solo cuando nuestros derechos sexuales y reproductivos son garantizados, ejercidos y gozados, es que lograremos llegar a espacios de participación política y paridad. Por lo que la pedagogía electoral en realidad debe empezar con el fortalecimiento del poder de decidir en todos los niveles, empezando por el cuerpo. Esto último es merece otra columna entera, pero tenía que hacer esa relación.

Hoy domingo 29 de mayo tuvimos un compromiso enorme en una de las elecciones más determinantes de muchos años para Colombia. Pero exigir, o esperar, que todos y todas las colombianas estén políticamente alfabetizados, que entiendan y ponderen de cada candidato las diferentes visiones de desarrollo económico y su impacto en la pobreza y el desempleo, las posturas frente a las garantías para el ejercicio pleno de nuestros derechos, la implementación del Acuerdo de Paz, si hay tantos que aún no saben qué significa ese Acuerdo, las apuestas por la inclusión social, económica y cultural y toda la enorme complejidad que es un programa de gobierno, es irreal y ya no pasó. Será un voto emocional. Siempre es un voto emocional; la excepción es cuando es racional.

Aplaudo iniciativas ciudadanas como la campaña de #noBoteElVoto, el matching electoral de La Silla Vacía, las campañas de Movilizatorio, el activismo por redes sociales de algunas organizaciones ya sea haciendo campaña o explicando el proceso democrático y los debates feministas que han impulsado diferentes organizaciones… todo esto permite simplificar el ejercicio de elección traduciendo el vocabulario técnico a lenguaje de a pie, eso sí que es democratizar. Yo, sin duda, incluiré pedagogía electoral a nuestro currículo de educación en derechos de Poderosas.

Es la fundadora y directora de Poderosas. Estudió derecho en la Universidad de los Andes y una maestría en educación en la Harvard Graduate School of Education. Sus áreas de interés son la educación integral en sexualidad y el poder de decisión de jóvenes.