Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
El voto es un acto egoísta, porque es un acto interesado. Votamos solo por nuestro bien individual y para satisfacer nuestros gustos y preferencias personales.
El voto es un acto egoísta, porque es un acto interesado. Votamos solo por nuestro bien individual y para satisfacer nuestros gustos y preferencias personales.
También la gente vota por presión de grupo y le gusta sentirse solidaria con familiares y amigos. “¡Todos vamos a votar por Fulano!” Dicen con orgullo. Y van en grupo al puesto de votación como quien va a un concierto.
“¿Ya votaste?” Abuelos y padres controlan el voto de los jóvenes y viceversa. “¡Abuelito, yo lo acompaño a votar!” El acto pronto se convierte en una competencia personal por ver si mi candidato logra ganar. Como si fuera mi equipo de fútbol.
Es lo divertido de la democracia, dirán con razón algunos. Y es cierto, el día de las elecciones es emocionante, cargado de expectación y temor. Y si uno vota es aún más interesante porque nuestros egos quieren comprobar si al final de las cuentas nuestro votico ayudó a triunfar a alguien. El triunfo del candidato se vuelve el triunfo propio.
Cuando no es por un interés personal se vota por un interés familiar. “Zutano va a aumentar los impuestos”, “Perencejo me va a dejar sin pensión”, “Mengano va a darnos casa y educación”. En estas elecciones presidenciales la gente busca en el candidato un protector, un freno, alguien que nos proteja de las temibles amenazas que se ciernen sobre la nación, alguien que nos cuide combatiendo desde la presidencia el mal.
El mal: es lo que nos produce más miedo, un monstruo que se asoma desde las sombras el día de las elecciones y que parece tener seducidos a una masa ferviente de seguidores. Nada más aterrador. Una masa de insensatos que no quieren votar o apoyar mi santo candidato y que yo no puedo controlar.
Para unos ese monstruo, esa bestia demoniaca es el Castrochavismo, la herejía perversa y maligna que amenaza con destruir el país de bien que tenemos. Para otros el monstruo es el Uribismo, esa secta sombría y sórdida de vampiros que amenaza con controlar dictatorialmente el pobre país maltrecho que nos queda.
Los orcos castrochavistas se esparcen grotescos por las arenas de nuestras pesadillas, manifestando impúdicamente y con orgullo insoportable sus preferencias y valores. Los demonios uribistas mientras tanto confabulan en sus turbias guaridas secretas esperando cual serpientes atacarnos con sus venenos mortales mientras andan por el mundo disfrazados de ovejas. Otra pesadilla.
Estas elecciones son un paraíso para el psicoanálisis del alma colombiana.
Nuestros candidatos pueden reflejar nuestra alma, nuestra personalidad, sobre todo si nuestro voto es apasionado y no pragmático. Dime por quién votas y te diré quién eres. La señora que ama a Duque, tan buen muchacho. El señor que adora a Petro, qué verraco es.
Así es la democracia, el sistema político diseñado para elegir la encarnación de las pasiones de la nación, la proyección simbólica de la sombra más oscura del alma colectiva. Ahí está Estados Unidos, que tiene su Trump. Argentina siempre querrá una reencarnación de Perón. Venezuela está jodida.
¿Y Colombia? Lo que revela de forma más dramática el fondo de nuestra alma es el candidato que odiamos, el que más miedo nos da, ese monstruo que nos espanta.
Evaluamos a los candidatos presidenciales y sus discursos en función de nuestras particulares preferencias. Y estamos convencidos de que esas preferencias particulares, nacidas en la confusión que anida en lo más turbio del alma, son criterios absolutos.
Creemos además que la vara interna con la que medimos los candidatos a presidente es pura y ecuánime, justa por sí misma. Una suerte de parámetro objetivo superior incuestionable, siempre certero.
Pero nada más lejano de la verdad. Juzgamos todas las cosas la mayor parte de las veces a partir de prejuicios sosos que nunca nos hemos tomado la molestia de examinar.
“¿Para qué examinarlos?” Nos dice una vocecita con cachos y cola a nuestros oídos. Para qué si la cultura contemporánea nos dice hasta la saciedad que siempre todo lo que pensemos y deseemos es correcto, que nuestras opiniones y gustos son sagrados y tenemos el derecho divino a tener, defender y promulgar por doquier e impunemente nuestras más idiosincráticas creencias. Idiosincrático, idioma, idiota, es la misma raíz.
Si no, mire Twitter o Facebook o Youtube, paraísos abiertos como piernas de prostituta para recibir la exposición impúdica de cualquier idiotez que a cualquiera se le ocurra. No importa su calidad, ni su valor. No importa si son cosas verdaderas, bellas, justas o buenas. Lo único que importa es que alguien las diga, porque si alguien las dice tiene derecho a decirlas y promulgarlas, si alguien las dice entonces son a priori válidas y hay que respetarlas y nunca cuestionarlas.
La cultura actual nos prohíbe “herir sensibilidades”. La obligación moral contemporánea, el imperativo, la norma hegemónica es que toca ser “políticamente correctos”.
¿Cómo así que me equivoco si es “mi opinión”, “mi punto de vista”? Decimos eso actuando como niñitos que abrazan caprichosamente su juguete y no lo sueltan. Y si alguien se atreve a criticar a otro, quién dijo miedo. Hay pataleta, con tirada al piso y llanto y todo.
“¡Cómo se atreve a atacarme! ¡Racista! ¡Sexista! ¡Machista! ¡Homófobo! ¡Mamerto! ¡Inmoral! ¡Sucio!”“¿No ve que es mi opinión, el punto de vista de mi etnia, de mi patria, de mi sexo, de mi cultura, mi clase social, mi identidad, mi partido, la sabiduría de mis ancestros, mi más puro e inviolable derecho a querer, decir o pensar lo que se me venga en gana?”
Y así, igualito, votamos. Y así escogemos un candidato u otro. Si sus propuestas me satisfacen personalmente y habla a mi antojo. Si me dice solo lo que yo quiero oír. Si solo repite la barahúnda de dogmas anclados en mi mente, con los que convivo sin siquiera darme cuenta de que son contradictorios, infundados, aprendidos quién sabe cómo ni cuándo.
El pensamiento autónomo, las ideas propias, la racionalidad individual, esas son ilusiones filosóficas. No existen. En la práctica somos unos sujetos que repiten lo que los demás les dicen que repitan. Y no nos damos cuenta.
Nicolás Gómez Dávila, ese genio, ese filósofo que a casi nadie le gusta porque no se anda con pavadas e ilusiones, decía que la democracia es aquel lugar donde se permite que “cada cual llame a su antojo, prosperidad pública lo que le satisface, felicidad humana lo que le deleita, justicia social lo que le conmueve, progreso lo que halaga sus prejuicios, bien común lo que personalmente desea”.
¿Cuándo votaremos pensando en el bien común? ¿De manera desinteresada y altruista? ¿Escuchando las razones del otro? Nunca.
Estamos casados con una postura dogmática que ni siquiera es una posición pensada sino apenas una pura actitud arrogante y desafiante de adolescente: sí, soy uribista, soy petrista, soy godo o liberal o progre y qué. Como si fuéramos hinchas en un partido de fútbol. Como en los tiempos de la violencia de los años cincuenta, como en los tiempos de la violencia del siglo XIX, que nada que terminan.
Duque (es decir, Uribe) y Petro se aman, porque se necesitan. Más crece el uno más crece el otro. Y los otros pobres candidatos, no sabemos si por ingenuidad, por torpeza o porque lo quieren así, se dejaron arrastrar, como miles de colombianos, de esta barahúnda. Como vacas que miran desde la baranda el combate de los toros que luego las van a preñar.