Si bien las redes sociales son potenciales espacios para promover la diversidad y propiciar el intercambio de saberes, estaremos lejos de lograr este propósito si dejamos que vivan en ella los “nuevos miedos” y los “viejos odios”.

Es innegable que vivimos en un mundo distinto al de hace dos décadas. La proliferación de redes sociales, así como la rapidez con la que accedemos a la información hacen del mundo contemporáneo un lugar inédito, en términos de acceso al conocimiento. Sin embargo, también asistimos en una suerte de paradoja: nunca había sido tan fácil intercambiar saberes y creencias con personas de otras culturas, pero nuestro nivel de intolerancia hacia el que piensa diferente se ha ido intensificando significativamente.

(Lo anterior puede reforzarse apelando a los recientes estudios que nos muestran que nunca como ahora leíamos tantas horas al día. Qué leemos, como analizamos lo que leemos y para que leemos es otro problema que no debatiremos aquí).

Lejos estamos de esa alerta que Bauman nos hacía sobre el diálogo verdadero como aquel que se da entre personas que piensan diferente a nosotros mismos. Tristemente nos cuesta hacer de las redes sociales un espacio para el vínculo y no para la macartización o el señalamiento.

Las redes sociales se vienen saturando de mensajes tremendamente racistas, sectarios, y en muchos casos totalitaristas. Parece ser que no nos interesa hablar sino con los que refuerzan las propias creencias, y sin pensarlo dos veces subimos imágenes señalando a los que no concuerdan con nosotros o pontificando con nuestras lecciones de moral, que creemos las únicas verdaderas y posibles.

¿Cómo hacer entonces de las redes sociales un ambiente de aprendizaje para todos?

Creo que es urgente apelar al pensamiento crítico. Esa capacidad de pensar dos veces en lo que escribimos, publicamos y comentamos nos permite consolidar zonas de aprendizaje e intercambio basados en una premisa clave: no es opcional respetar y promover la dignidad del otro. Las redes están llenas de odios, y esos odios nos conducen a lo que Marc Augé denomina los “nuevos miedos”.

No podemos dejar que el extranjero o el que no pertenece a mi propia cultura nos cause pánico, así como tampoco podemos dejar que las narrativas del odio proliferen en nuestras redes creando una especia de terrorismo que nos lleva a excluir y a etiquetar. Debemos avanzar hacia una práctica de pensamiento, que nos permita un compromiso ético con el respeto a la diferencia. Al final, cuando nos permitimos el tiempo para dejar de temer, y conocer al otro y a la otro, es que cultivamos nuestra propia humanidad.

De otro lado, pensar críticamente también nos aleja de la salida fácil de los insultos y descalificaciones en la que, hasta grandes intelectuales parecen haber caído y que torpemente intentan justificar. Hablar con el que piensa distinto permite expandir el discurso, pulir nuestros propios puntos de vista y apelar a un derecho al que no podemos renunciar: cambiar de opinión cuando el argumento de otra persona nos convence.

De eso se trata pensar, de caminar por las ideas propias y ajenas. Felizmente estos caminos nos conducen a nuevas preguntas, y si lo hacemos con otros, a vínculos sociales mucho menos efímeros que las tendencias cambiantes de las redes sociales.

Es consultor en educación. Estudió ingeniería civil y maestrías en desarrollo humano y en intervención social. Sus áreas de interés son la eduación, las políticas para la diversidad y los proyectos que favorezcan el desarrollo local y la ciudadanía.