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En la escuela se aprende a partir de las interacciones que se tejen en el día a día, y no solamente a través de un conocimiento disciplinar y estructurado “desde afuera”. Es precisamente en esos aprendizajes que se logran en las interacciones cotidianas, en donde se configura un ambiente escolar en el que se viven y ejercitan los derechos humanos y la convivencia.

Esta artículo lo escribió Andrea Parra Triana y Paula Gutiérrez Martínez

Mucho se habla de los factores externos a la escuela que afectan la permanencia y terminación de la trayectoria escolar. La situación económica de las familias, el trabajo infantil, las dificultades de acceso en las zonas rurales a los centros educativos, las diferencias de género, raza y etnia y la condición de discapacidad, son algunas de las razones más mencionadas para explicar por qué los niños, niñas y jóvenes latinoamericanos no culminan o están en riesgo de no culminar exitosamente su tránsito por el sistema educativo.

Según cifras de UNICEF y el Centro de Estadísticas de la UNESCO (UNICEF, 2012), de los 117 millones de niñas, niños y adolescentes en edad escolar, 6.5 millones no estaban atendiendo ningún centro educativo, bien sea por razones económicas, sociales, culturales y/o geográficas.

Menos mencionados, aunque no menos importantes, son los factores intraescolares que obstaculizan la permanencia en la escuela:

“Los factores intraescolares, …, son aquellos que tornan conflictiva la permanencia de los estudiantes en la escuela; ya sean problemas de convivencia, bajo rendimiento académico, currículos no apropiados ni flexibles, autoritarismo docente y adulcentrismo, entre otros. En otras palabras, son aquellas características propias del sistema educativo y su estructura que, de alguna manera, expulsan a los estudiantes (Espíndola & León, 2002) (Espinoza Díaz, Santa Cruz, Castillo Guajardo, Loyola Campos, & González, 2014)” (REEDUCA, 2016, p. 4).

Estos factores intraescolares reportan un riesgo potencial para que los niños, niñas y adolescentes abandonen el sistema escolar. Se estima que 9.2 millones de niños y niñas y 6.4 de adolescentes están en riesgo grave de dejar la escuela, así como 14.7 millones de niños y niñas y 8.1 millones de adolescentes están en riesgo moderado. Esto significa que, si bien están siendo atendidos en algún centro educativo, están “transitando una experiencia educativa signada por fracasos de diversa índole y por ello, en riesgo de abandonar” (UNICEF, 2012, p. 7).

Es precisamente en estos factores intraescolares, en donde cobra relevancia hablar de ambientes dignos para el aprendizaje, entendidos más allá de la infraestructura escolar. Desde esta mirada más amplia, se propone que los ambientes dignos para el aprendizaje abarcan cinco componentes clave que se interrelacionan entre sí. Estos son: a) los ambientes físicos, b) la convivencia, c) los procesos pedagógicos y, d) la participación de las familias y la comunidad, y e) la articulación con otros sectores.

En primer lugar, la falta y poca pertinencia de infraestructura educativa y de instalaciones complementarias, especialmente en zonas rurales dispersas, es uno de los aspectos que dificultan el acceso de diferentes poblaciones a la educación. Desde la mirada de los ambientes dignos para el aprendizaje, esta infraestructura pasa necesariamente, por garantizar espacios seguros, cómodos, ambientalmente sostenibles, accesibles para todos y que mínimamente cumplan con la normatividad requerida.

Pero también tiene que ver con el buen uso,  cuidado y apropiación que la comunidad educativa tenga de dichos espacios, y la manera en que va ganando comprensión alrededor de la relación entre el comportamiento social y el buen uso de los recursos; esto pasa también por una apropiación de los espacios de la escuela como un bien público. De otro lado, un ambiente digno para el aprendizaje implica estrechar la relación entre pedagogía y espacios físicos, apostándole a promover nuevos lugares para el aprendizaje que van más allá del aula; es finalmente, una concepción sobre la enseñanza y el aprendizaje, desde la que se considera que se aprende en todos los espacios y tiempos escolares.

En segundo lugar, en la escuela se aprende a partir de las interacciones que se tejen en el día a día, y no solamente a través de un conocimiento disciplinar y estructurado “desde afuera”. Es precisamente en esos aprendizajes que se logran en las interacciones cotidianas, en donde se configura un ambiente escolar en el que se viven y ejercitan los derechos humanos y la convivencia. Un estudio del SERCE, publicado en el 2008, demostró que en un clima escolar competitivo y agresivo, menores son los resultados de aprendizaje y, por el contrario, cuando había evidencia de un mejor clima escolar, los aprendizajes mejoraban en el 94,6% de los casos analizados (UNICEF, 2012, p. 30)

Así, la escuela debe reconocer su potencial para constituirse en un escenario propicio para el ejercicio de la ciudadanía reflexiva, participativa y democrática, partiendo del convencimiento de que las relaciones que se dan en la escuela y el ambiente que en ella se configura, pueden modelar un sistema social y una cultura en los que todos accedan al aprendizaje, aprendan a participar en la toma de decisiones y contribuyan a crear una verdadera cultura democrática y de convivencia.

En tercera medida, los procesos pedagógicos tienen un lugar importante para asegurar la permanencia, desde la mirada de los ambientes dignos para el aprendizaje. Por un lado, es importante trascender posturas convencionales que asocian el aprendizaje con la recepción pasiva de información y brindar herramientas a los estudiantes, maestros y comunidad en general, para ser agentes transformadores de su realidad. Por otro lado, la escuela debe reconocer que todos los niños y niñas tienen las mismas capacidades de aprender, sin importar su procedencia étnica, social y/o económica. Esto pasa necesariamente por cuestionar la organización escolar, que clasifica a los estudiantes entre buenos y malos, de acuerdo con su rendimiento, y por reconocer los diferentes ritmos y tiempos de aprendizaje de cada persona, lo cual hace que las trayectorias escolares sean más satisfactorias para los estudiantes. Esto no es asunto y responsabilidad solo del maestro, sino del sistema educativo en general, desde el que se construyen estos imaginarios sobre el “buen” o “mal” estudiante, entre otros.

De la misma manera, el aprendizaje no es solamente el conocimiento disciplinar, si no que también está atravesado por los saberes y la cultura de quienes habitan la escuela. Reconocer las diferentes culturas que cohabitan allí posibilita que se abra una puerta de diálogo, que hace a la escuela más cercana a las expectativas y necesidades de las comunidades. Esto ha sido, si bien no extensamente trabajado, sí identificado como una de las causas de fracaso escolar, pues dificulta a los estudiantes la adaptación a esa ‘otra vida’ institucional de la escuela, paralela a la vida cultural de sus comunidades. Esto cobra una mayor relevancia en un contexto tan diverso culturalmente como el Latinoamericano. Se trata de “encontrar la forma de entregar un conocimiento de manera equitativa y masiva en un continente heterogéneo” (UNICEF, 2012, p. 26), pero respetando y poniendo en diálogo este conocimiento con los saberes propios y locales.

En cuarto lugar, la participación de la familia y la comunidad cada vez cobran más relevancia a la hora de hablar de resultados educativos:

“Está comprobado que los padres que se involucran en la vida escolar de los hijos, mejoran la asistencia, la conducta y el desempeño; así como también la motivación (TERCE, 2013) (OREALC/UNESCO, Julio 2015) (Espínola Hoffman & Claro Stuardo, 2010). Asimismo, se pueden involucrar adultos de la comunidad que representen a organizaciones locales, apoyando a los estudiantes en el monitoreo de asistencia, programas extracurriculares, tutorías académicas y orientación” (UNICEF, 2012, p. 14).

Tal y como lo afirman Fabiana Marini y Roseli Rodrigues (2014, p. 166), una educación de calidad no pasa solamente por el compromiso de los docentes, sino también por el compromiso de todos los agentes educativos con los que los niños y niñas interactúan diariamente.

Convocar a las familias y a la comunidad promueve la corresponsabilidad frente a la educación y la escuela, la participación igualitaria,  la valoración de la diversidad y el consenso como valores inherentes a las sociedades democráticas. De la misma manera, contribuye a mejorar la comprensión de los problemas que enfrenta la escuela y a aumentar la oportunidad de respuesta de toda la comunidad frente a los mismos, de manera pertinente y con sentido de compromiso.

Por último, cada vez hay más actores y sectores que le dan un lugar relevante a la educación como motor de transformación y bienestar social. Un mundo de creciente complejidad, requiere respuestas y soluciones integrales, que abarquen los problemas desde diferentes perspectivas y saberes, haciendo indeludible la cooperación entre diferentes sectores:

“Estas relaciones de colaboración permiten enfrentar y resolver problemas que el establecimiento educativo no puede solucionar por sí mismo. Además, abren nuevos espacios para compartir y complementar saberes y experiencias, lo que contribuye al fortalecimiento institucional y de la legitimidad del proyecto educativo” (MEN, 2008, p. 18).

Asimismo, la escuela hace parte de un contexto social, cultural, económico y geográfico en el cual está inmersa, por el cual se ve afectada y al cual afecta. Verla como una isla aparte de este contexto implica que pierda gran parte de su sentido, pues es en esa interacción de la escuela con otros actores y sectores en donde está la clave para que la educación sea pertinente y acorde con las necesidades y retos propios del contexto.

Siguiendo los postulados de la UNESCO: “La noción de la educación como ‘bien común’ reafirma su dimensión colectiva como tarea social común (responsabilidad compartida y compromiso con la solidaridad” (UNESCO, 2015, p. 85). Para darle esta dimensión son necesarias alianzas sólidas y organizadas entre diferentes sectores y con diferentes actores, que se movilicen en torno a una mejor educación para todos y todas. Esta interacción con otros actores y sectores es precisamente, la intersección desde la cual se pueden abordar de manera integral los factores extra e intraescolares que afectan la permanencia educativa de los estudiantes latinoamericanos.

Bibliografía

Marini Braga, F., & Rodrigues Mello, R. (2014 ??? maio-agosto). Comunidades de Aprendizagem e participaçâo educativa de familiares e comunidade: elemento-chave para una educaçâo de exito para todos. Educaçâo Unisinos , 165-175.

MEN. (2008). Guía 34. Guía para el mejoramiento institucional. De la autoevaluación al Plan de mejoramiento. 18.

REEDUCA. (2016). Hacia una educación inclusiva en América Latina.

UNESCO. (2015). Publicaciones UNESCO. Retrieved 2016 ??? 29-01 from www.unesdoc.unesco.org

UNICEF. (2012). Completar la escuela. Un derecho para crecer, un deber para compartir.