Nos urge transformar imaginarios, lenguajes y prácticas discriminatorias por propuestas pedagógicas centradas en el respeto por la dignidad, las libertades y los derechos humanos. Lamentablemente las nuevas generaciones están siendo formadas, animadas y estimuladas para encarnar un odio que no les es propio ni natural y que también rechazan.

Nos urge transformar imaginarios, lenguajes y prácticas discriminatorias por propuestas pedagógicas centradas en el respeto por la dignidad, las libertades y los derechos humanos. Lamentablemente las nuevas generaciones están siendo formadas, animadas y estimuladas para encarnar un odio que no les es propio ni natural y que también rechazan. Terminan envueltos en un ambiente que los azuza a lanzar la piedra, a aprenderse unas líneas para recitarlas en las redes, a levantar un cartel que invita a la muerte “del hijo marica”. A pesar de la crueldad de la guerra, de las cicatrices y los profundos dolores nos parece que las manifestaciones homofóbicas, racistas, xenófobas y sexistas nada tienen que ver con la tragedia que este país ha soportado por más de medio siglo.

El balance de estas dos semanas de intensa confrontación radicalizada, alejada de los principios de la democracia y con altas dosis de violencia, nos mantiene en alerta sobre los retos que como sociedad tenemos para construir culturas de paz. Lo constatable en esta coyuntura es la crisis de la formación y vivencia de los derechos humanos en la escuela, la distancia entre el cuerpo jurídico – normativo y la vida cotidiana es preocupante: la Constitución, las sentencias de la Corte, la ley de convivencia escolar, el Programa Nacional de Formación en Derechos Humanos, la Cátedra de la Paz, orientaciones, estándares y competencias aún no logran desterrar el miedo y el odio a lo diferente.

Vivimos una especie de “cruzada” por el rescate de un tipo de familia, un tipo de moral y de buenas costumbres heredadas de la tradición cristiana y que según las mayorías del país, es parte irrefutable de nuestra cultura. No se trata de creer o dejar de creer, la fe y la adscripción a ciertos credos es una decisión personal, es una experiencia subjetiva determinante en la sociedad y en la cultura, es un derecho poder vivirla a plenitud y el Estado está obligado a garantizar las condiciones para que esto ocurra. Pero pensar que una experiencia individual religiosa, sea mayoritaria o no, conduzca a la limitación de las libertades, a la opresión y a la exclusión del otro, es inaceptable en una democracia y desalentador en el sueño de un país en paz.

Colombia es pluriétnica y multicultural, significa que convivimos con diversas formas de pensamiento, de cosmogonías, de lenguas, de saberes, imaginarios e identidades construidas por múltiples relaciones a lo largo de nuestra historia. Una mixtura maravillosa que debe ser valorada, protegida y potenciada por el Estado y por cada persona de este país. Desde esa diferencia se debe luchar por el derecho a la igualdad, a la no discriminación, reprobando cualquier atisbo de segregación, aislamiento y exclusión, en palabras de Martin Hopenhayn “integración sin subordinación” como reto primordial de la democracia.

 

Acoger como un acto de construcción de paz desde la escuela

La escuela acogedora permite la narración de las historias de todos y todas, reconoce, respeta y valora el sistema de creencias y experiencias de la comunidad educativa promoviendo diálogos cariñosos que interpelen esos sistemas cuando contradigan o tensionen los derechos y las libertades humanas.

Acoger significa que la soledad y el silencio no se impongan en las instituciones. Educar para la paz conlleva a promover la palabra diversa y la escucha interesada y sensible, decir y escuchar lo que se piensa, lo que se siente – sin miedo, con pasión y alegría- es un verdadero acto de paz, una transformación pequeña pero fecunda que nos alienta a mantener la esperanza como un imperativo ético.

Debemos continuar promoviendo, defendiendo y exigiendo la garantía del derecho a la educación, que en el actual contexto de construcción de paz debe estar firme en sus obligaciones constitucionales y pedagógicas de respeto a la diversidad y a la protección de los derechos humanos. Se precisa un pacto de convivencia escolar, familiar y comunitario basado en la ética del cuidado, donde el amor, el respeto, la justicia y la dignidad sean los argumentos para defender la vida y las libertades.