Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
El cierre de los centros educativos en marzo de 2020 era una necesidad porque respondía a una pandemia ocasionada por un virus que desconocíamos a profundidad. Las decisiones políticas y sanitarias respondían a la poca información conocida en ese momento. Sin embargo, luego de 18 meses desde el primer caso en Colombia, contamos con información clara: niños y niñas pueden infectarse pero puede ser menos severo que en los adultos, la posibilidad de contagio indirecto por el virus en superficies es muy baja y la comunidad científica está de acuerdo que las instituciones educativas no son un foco de contagio.
La evidencia confirma que los centros educativos pueden funcionar presencialmente con medidas de prevención. A pesar de esto, el Ministerio de Educación Nacional, las secretarías de educación, el sindicato de profesores, instituciones de educación superior y algunos padres de familia siguen temerosos para enfrentar la realidad: estamos incrementando una catástrofe social en la educación de millones de niñas y niños, adolescentes y jóvenes, por lo que tenemos que normalizar nuestras rutinas en la educación.
Recalquemos la gravedad de la catástrofe: el cierre de las escuelas puede generar que 77 % de estudiantes de secundaria no sean capaces de comprender adecuadamente un texto de moderada extensión aumentando, aproximadamente, en un 12 % la brecha socioeconómica; la inasistencia escolar creció 13,7 puntos porcentuales (pp) y 25,5 pp en las zonas rurales (1 de cada 3 estudiantes no asiste al colegio), se redujo en 1.8 pp el logro educativo por hogar, afectando, claramente, en mayor medida a hogares rurales y con menores recursos; incrementó el embarazo infantil en 22 % y el embarazo adolescente 6.3 % en los trimestres I y II de 2021 comparado con 2020; estudiantes en sus casas pueden estar más expuestos a situaciones de violencia que afectan su integridad física y emocional, además riesgos de ciberacoso; el reclutamiento forzado de niñas y niños aumentó cinco veces en comparación con el 2019; entre otros graves problemas que afectarán el futuro de niñas y niños.
Hay que reconocer que hoy en día el 71 % de estudiantes está en presencialidad, o mejor en alternancia, lo que supone que asisten esporádicamente al colegio presencial y más de 3.5 millones de estudiantes no han regresado a un salón de clases en 18 meses.
Esto evidentemente va a ahondar en las disparidades y desigualdades de nuestra sociedad. Por eso, es absolutamente necesario el apoyo de toda la comunidad educativa para regresar a las clases presenciales y un liderazgo político decidido y vehemente para lograrlo.
Este último liderazgo no existe. El Ministerio no ha tenido el liderazgo que el contexto exige, la mayoría de las secretarías de educación tampoco han sido promotores de la presencialidad y, lo más grave, es que en el Congreso de la República no se ha estudiado este asunto.
No ha habido un solo debate de control político, solicitudes, verificación, seguimiento o aporte por el Congreso a la defensa de niñas y niños. No se han preocupado por la prevención de los daños que se están generando para el futuro del país, no porque los niños sean el futuro sino porque esto claramente impactará en la salud mental, en el desarrollo económico y personal de cada individuo y en la competitividad de la nación. Su silencio cómplice de la catástrofe evidencia que el sector educación no tiene una sola persona que tenga el conocimiento, la experiencia y el talante de defenderlo en el Congreso; la educación no tiene representación.
Las escuelas deben ser las últimas en cerrar y las primeras en abrir. En vez de esto, mientras la catástrofe social se incrementa con el paso de los días, el Congreso mantiene su silencio cómplice.