Sobre todo, estamos formando buenos consumidores. Consumidores de información que poco sirve para la vida, de likes en las redes por exponer la superficialidad humana que no llena el vacío de ser visto y escuchado, de encuentros sin vínculos significativos y una larga lista de carencias de las que se tiene poca conciencia.

Una buena persona asume superar el consumo depredador que arrasa con el bienestar de quien lo ejerce, de los demás y del planeta, es autónoma y es capaz de responder por lo que hace, reconoce que existen otros con quienes construye su identidad, otros que siente como iguales por el solo hecho de ser humanos y con quienes hilar el tejido humano de un bienestar donde quepan también los olvidados de costumbre.

El desafío es inmenso, pues formar necesita que sean leídos el texto y el contexto de los escenarios educativos, que en este caso requiere deshilvanar lo que se ha naturalizado en la costumbre de educar en la obediencia. He escrito en ocasiones anteriores que esta, la obediencia, tiene por dentro aspectos que disminuyen la capacidad de autonomía y responsabilidad de los estudiantes. Uno: el miedo a ser rechazado (por ejemplo, por no encajar académicamente). Dos: la vergüenza de no cumplir con las expectativas de los adultos y ser expuesto públicamente. Tres: la culpa por no ser lo suficientemente “bueno”. Cuatro: la vergüenza de no aprender como se espera para ser acogido y aprobado por el grupo.

Si bien la obediencia no se acepta en el discurso escolar como un valor y sí en el ámbito familiar con más nostalgia, en la práctica es sumamente valorada y se expresa abiertamente en rituales de exclusión, descalificación, rechazo, denigración e imposición. A esto obviamente escapan algunas excepciones que han demostrado en la experiencia, que cuando un ser humano es visto, escuchado, acogido y contenido por quién es, aprende y se relaciona mejor y gana más autonomía y responsabilidad.

Esa necesidad imperante de tener el control por unas pocas formas de pensar, sentir y actuar homogenizadas impide que el pensamiento crítico sea fuente y antídoto del no todo vale o de la corrupción. Impide que sea fuente de que las relaciones interpersonales cobren el sentido de una sana convivencia y del crecimiento mutuo y no del interés particular por explotar al otro. Impide que sea nutriente de la empatía y la compasión para reconocer que todos los seres humanos somos imperfectos y diferentes. La otra cara, la cara de poder celebrar la diversidad de pensamientos, sentires y actuaciones obviamente dentro de un marco ético, facilitarían que el resultado de una formación basada en el respeto y con un fuerte énfasis ético tuviera como resultado buenas personas.

Es importante que el ser buena persona esté en el núcleo del desarrollo pedagógico. Sólo hasta 1996, a partir del encargo que la Unesco hizo a Jackes Delors y su equipo, se produjo el documento “la educación encierra un tesoro” (los cuatro pilares de la educación) donde se resalta el aprender a SER como también aprender a conocer, a hacer y convivir. Aprender a SER le da a las demás el sentido profundo de la vida, pues significa el autoconocimiento necesario para vivir con una de las palabras más desechadas en el ámbito académico y más anheladas en las relaciones humanas: el AMOR.

Acá el amor lo quiero describir y recrear con el significado de cada una de sus letras que convoca al encuentro humano. La A de atención que invita a estar “presentes, abiertos y conectados” consigo mismos y con los demás. La M de mimos que representa el afecto, la compasión y se centra en “lo que más importa cuidar en la vida”. La O de orientación que surge de aquello a lo que mas se le da “valor, sentido y satisfacción” y la R de respeto que implica viajar del yo al nosotros, pedir ayuda y construir colaborativamente.

Expresar este tipo de amor nos podría acercar un poquito más a que la grandeza que cada uno tiene pueda florecer con la esperanza de que habitemos una paz que ya va siendo hora de que la vistamos con decisión.

Asesor Fundación SURA para el Programa Félix y Susana