Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
El planeta y la sociedad enfrentan, como nunca, retos inéditos que están interconectados entre sí, que tienen múltiples causas, con varias temporalidades, con diferentes relaciones de poder y que exigen, igualmente, respuestas complejas y rápidas por parte de los gobiernos y la empresa privada.
Algunos de estos retos se vinculan con la crisis climática, la salud pública, la inseguridad alimentaria, la pobreza, el manejo de la privacidad y la administración de datos, los necropoderes que surgen en el sur global de mano de los cárteles de la droga, el crimen organizado, el tráfico de armas, la trata de personas, la minería ilegal y los circuitos del comercio ilegal extendidos por todo el planeta e innumerables fronteras en Asia, África y América Latina.
La privatización creciente, en todas sus maneras de tercerización, como una lógica propia del neoliberalismo y que inició desde mediados del siglo pasado redujo la capacidad de respuesta de las instituciones estatales y, no menos grave, creó una política pública sin capacidad de imaginación y renovación que fuese eficaz para responder a la emergencia que parece —sin ánimo de volver a Walter Benjamin un cliché— el signo característico y normalizado del presente. Los gobiernos dejaron de ser verdaderos focos de liderazgos políticos y, en cambio, se refinaron para volverse expertos en contratación, delegación y tercerización.
Por su parte, el sector privado se volcó sobre la lógica del rendimiento y la valorización del mercado de acciones. La competencia, la osadía para asumir riesgos y la capacidad de respuesta rápida —que antes era privilegio de los líderes políticos— quedó en manos de este sector. En su relación con el Estado, la empresa se especializó en la formulación y gestión de proyectos, y aprendió rápidamente a ser eficaz para responder a las necesidades materiales que el Estado no podía asumir y que soltaba rápido como una papa caliente. Sumado a esto, las empresas privadas se elevaron como salvadoras al generar empleo en medio de economías precarias y en crisis. A cambio exigían seguridad y también pedían trato preferencial en lo que respecta a las relaciones tributarias.
Hoy, en el punto más crucial en el que está en juego la historia planetaria, no se puede fijar la discusión en términos de la balanza clásica, algo trillada, en la que de un lado está lo privado y del otro lado está lo público; no se trata de estatizar la suma de la sociedad, ni de privatizar todo el ejercicio de gobierno.
Hablar de una colonización de lo privado para darle espacio a lo público parece una tarea imposible, y la idea de convertir al Estado en una gran corporación eficiente, con metas y estándares de calidad, también parece una bandera poco adecuada para el tiempo presente y sus retos. ¡Toca rehacer los términos de la relación y hallar nuevos discursos!
Esta relación entre el Estado y el empresariado —contingente e histórica como cualquier otra— debe pensarse y rehacerse; en los impasses de la relación palpita el meollo central de la crisis del capitalismo y del que pende las posibilidades de nuestra sobrevivencia como planeta. Mariana Mazzucato, quien es la que postula esta reinvención como única salida, en el reciente libro publicado “Misión economía”, dice:
“Las respuestas a todas las preguntas y problemas que tenemos como humanidad dependen de la organización de nuestra economía más que de la cantidad de dinero que se dedique a los problemas. Depende de estructuras concretas, de las capacidades y del tipo de asociaciones entre los sectores público y privado. También requiere cierta clavidencia para imaginar un mundo diferente. Una visión de qué tipo de crecimiento queremos, más las herramientas correspondientes para conseguirlo son las que crearán una nueva dirección para la economía. Y lo que se necesita es una nueva dirección”.
Y quizá la institución llamada a reflexionar, implementar e imaginar diferente esta difícil relación, la que debe buscar nuevas palabras y categorías, la que debe proponer nuevas direcciones, no es otra que la universidad. Y al repensar, al buscar nuevos horizontes de sentido, se reinventa ella misma.
¿Por qué la universidad?
Una de las primeras damnificadas de los términos en los que se planteó históricamente la relación Estado-empresa fue la universidad. Cedió rápidamente su lugar de enunciación y dejó de ser un foco de producción de crítica y conocimiento clave para ejercer un liderazgo político. Su misión se ciñó a los estándares de calidad que se miden en términos de producción de papers, libros de investigación, patentes y eventos científicos sumamente especializados.
Lo curioso es que estamos, quizá, en el momento de más producción científica y de conocimiento de la historia y, al mismo tiempo, en el momento donde más reina la banalización de la verdad y los argumentos en la vida cotidiana popular; algo que algunos llaman la “era de la posverdad”. No existe lugar mínimo de legitimidad de enunciación y tampoco parece que nadie quiera asumirlo. Detrás de la afamada objetividad a la que se apela en las aulas y laboratorios hoy con orgullo y hasta soberbia, reina la comodidad de no asumir el precio de tomar posición y postura; siempre es más cómodo decir que la universidad no es política y que no debe meterse donde no la han llamado, antes que decir algo que disguste a uno de los inversores o benefactores o políticos de turno.
Entonces, repensar la relación público y privado es reflexionar sobre el lugar de enunciación de la universidad misma, su alcance y también su incidencia frente a los problemas reales más allá de la demanda de sostenibilidad comercial y de la relación con el estudiante-cliente. Frente a la pregunta de la filósofa india Gayatri Spivak “¿puede un subalterno hablar?”, se podría transliterar para el contexto de esta columna la pregunta: ¿puede la universidad hablar hoy? ¿Qué debe decir?
Otra razón es que la universidad, en esta crisis de sentido y crisis de la verdad, es también una de las más afectadas incluso en términos empresariales. Si se piensa como negocio, la promesa de movilidad social (estudia y tendrás ascenso social) tuvo una caída en picada en la última década. Para el imaginario juvenil hoy, un título universitario no es garantía de nada. De hecho, muchos, en el mundo de las redes sociales y YouTube, devengan más dinero sin siquiera iniciar el tortuoso camino de un pregrado que demora cuatro o cinco años y donde en las aulas no han variado las prácticas pedagógicas disciplinarias en los últimos 30 o 40 años (premios, castigos, exámenes, clases magistrales, etc.); estamos ante una institución envejecida y que aún no reacciona frente al embate que impone las demandas de una potencia juvenil que va a otro tempo.
Ser abogado, ingeniero o médico no implica el éxito en un mundo cada vez más competitivo y voraz en sus demandas de “likes”; tampoco ser un profesional aparece, como otrora, dentro de los más altos ideales sociales y culturales. Las exigencias de las grandes multinacionales ya no pasan por los pergaminos como por las habilidades de programación, de venta y gestión de la imagen en redes sociales; ser “integral” hoy se dirige a saber vender (y venderse), ser productivo, tener seguidores y tener una capacidad de flexibilidad frente al consumo.
Si la universidad no se esfuerza por reflexionar y reinventar la relación propia neoliberal en la que quedó atrapada (como en una trampa), no sobrevivirá a la velocidad de los cambios que vivimos. Y, por supuesto, no solo se trata de capacidad de adaptación empresarial o comercial (ser innovadora y emprendedora), se trata de cambiar los términos de la demanda donde la universidad ya ni siquiera es la gran proveedora de mano de obra cualificada y, por otro lado, tampoco tiene mucho para decir a la sociedad, a un Estado tecnócrata y sofisticadamente torpe. Reinventar la relación entre el Estado y la empresa supone resituar la vocación de la universidad en unas décadas de crisis y emergencia donde su papel será fundamental, pero también una capacidad política de creatividad para imaginar otros mundos posibles… incluidos otros mundos para ella misma.