Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
Ella no deliraba, pero su carta tenía todas las incoherencias que la imaginación le pudo dar estando secuestrada.
En ese secuestro donde los millones de dólares subían y bajaban en sus apuestas por la muerte o por la vida, ella se mantuvo todo el tiempo lúcida y sensible. Hizo todo el ejercicio que pudo en 5m² de una habitación con las ventanas tapadas. Entonces se llamaban cárcel del pueblo y, aunque eran lo primero, no tenían que ver con lo segundo.
Arriba, una luz mortecina. En el techo los secuestradores habían pegado algunas imágenes terribles de otro secuestro que terminó en tragedia, el del asesinato de la señora Gloria Lara en 1982. Así, le recordaban a cada rato lo que le podía pasar. La crueldad no tiene razones, pero tiene su racionalidad. O simplemente a alguien se le ocurrió, sin más. Frente a todo eso, ella tenía recetas de madre cuidadosa y de mujer que había aprendido del psicoanálisis a mirarse a sí misma. Cuando estás en una situación límite no tienes tiempo para los complejos.
Dentro de la indefensión, tomar una actitud en la que puedas tener un cierto control de ti misma, porque no puedes con el mundo en el que estás encerrada. Como en la evaluación de la situación se convenció de que eso iba a durar, pidió:
– Necesito un cuaderno para escribir. Unas agujas para tejer. Lana. Unos libros.
Escuchándola, te preguntas qué pedirías tú.
Uno de los libros era la biografía de Bolívar. Ellos tenían un diccionario Larousse y también “El Laberinto de la soledad”, de Octavio Paz. En una parte, leyó que la revolución erotizaba las armas y no los cuerpos. Cuando compartía su lectura con los captores, esa frase les preocupaba. A veces son cosas insólitas las que hacen pensar.
Debajo del catre donde dormía, encontró un saco y una cuerda.
– Eso fue muy duro en ese momento. El encuentro más duro con la posibilidad de la muerte.
El secuestro es una especie de muerte suspendida. Después de dos meses, pensó que eso era la muerte: la vida sigue, pero nadie se acuerda de ti. Pero ella tomó la decisión de sobrevivir.
Como en ese tipo de acciones clandestinas hay que crear una realidad que te permita tener distancia de ti mismo, los alias son fundamentales. No son esos motes que de adolescentes inventamos para las amigas y amigos, no. Aquí se trata de que nadie sepa quién es el otro. A ella le pusieron Ana.
Como la comida era pésima, ella propuso cocinar, pero, como no le dejaron, escribió las recetas. Frijoles, lentejas, torta de maduro, salsa boloñesa. Cuando preguntó por los motivos de su secuestro, no le hablaron del millón de dólares que se pedía en esa época, sino del golpe a la opinión pública.
Guillermo era uno de sus secuestradores, venía de Arauca. Se hicieron lo que puede llamarse en una situación así “amigos”. Él le contó que matar se decía en la jerga “volverle muñeco”. Otra mujer del comando estaba allá custodiándola con su hija pequeña. En una de esas semanas, suspendida en el tiempo de la muerte, Antonia tejió un suéter para la niña de Lili. Eso tal vez le salvó la vida.
– Algo pasó entre nosotras.
Las rendijas de la vida están ahí, y sus captores eran gente de carne hueso, unos muy rígidos, otros muy humildes, una mujer con su propia hija en esa casa era su contacto con una humanidad compartida. Entendió que al compañero de Lili lo habían matado.
Cuando parecía que todo estaba perdido, el suéter le salvó la vida. Las formas en cómo se toca el corazón nunca se pueden prever; solo queda comportarse como el ser humano que eres, sin importarte el contexto a cada rato.
En esa habitación, que era una celda, hacía ejercicio para mantenerse en forma. He escuchado muchos relatos de presos que sufrieron torturas y que hicieron lo mismo. En uno de sus poemas, Roque Dalton señala a su torturador que tenía un ojo de cristal y que le desafió a que adivinara cuál de los dos era porque decía que estaba muy bien hecho.
Para Roque fue muy fácil, era el único ojo que no le miraba con odio. Ella no sintió odio en sus secuestradores, aunque había también mucha tensión, se puede decir que la trataron “bien”, aunque estaba en una situación que todo le trataba mal. ¿Cómo estarían sus hijas? ¿qué pasaría en este tiempo que pasa despacio?
Había que mandar un mensaje a la familia, una prueba de vida. Su madre, que sabía que la importancia que tenía la literatura para ella, se había adelantado y habló con una amiga que escribió para ella algunos cuentos en El Espectador. Antonia pensó en escribir una carta con un metamensaje, un tipo de subtexto o de palabra clandestina que transmitiera lo que les quería decir. Diccionario en mano, la carta parecía escrita en medio de una crisis de esquizofrenia. Cuando llegó a sus familiares nadie entendió una palabra, aunque la carta estaba llena de ellas, solo la prima y su amiga encerradas a leer entre silencios y líneas. Tomando ese testimonio volví un instante a Maritza Urrutia, una militante política que hacía tareas para el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) que fue detenida por inteligencia militar en Guatemala en 1992, tras dejar su hijo en la escuela, y que después de sus torturas tuvo que grabar un video para salir en la televisión. Sus captores le llevaron ropa y maquillaje, y se mofaron varias veces de que era presumida. Se pintó los labios todo lo que pudo. De esos labios salían palabras coherentes pero que no eran de ella. El metamensaje esa ese, el carmín de los labios, porque ella nunca usaba.
Nadie merece eso en la vida, y no me refiero solo a Antonia sino sus jóvenes secuestradores. Por esos absurdos de los que ya Rubén, el zar antisecuestro de años después, me había hablado de cómo se había vuelto una industria, la negociación para liberarla llevó a que una guerrilla se la pasara a otra, y el negociador lograra que la liberaran a cambio de dinero.
Su exilio posterior fue indicado por sus secuestradores. Debía salir del país dos años, aunque se hizo más largo que todo ese tiempo, mientras escribía de literatura en Estados Unidos. Su libro de Cervantes en Argel, donde estuvo encarcelado durante cinco años en 1575, y de donde salió embadurnado de experiencias duras a escribir el Quijote, cuenta también algo de ella.
Pero esta no es una historia de crueldad ni de dinero, sino de humanidad. Cuando ella terminó su testimonio le pregunté, qué sacaste de toda esa experiencia, y ella me respondió con una lección de la que tomé todas las notas que pude:
– Descubrí una Colombia que no conocía. ¿Cómo era la vida para esos jóvenes? Llena de sobresaltos porque los iban a capturar o matar. Mi conclusión de todo eso, fue decir: somos hermanos colombianos. Por eso estoy a favor del proceso de paz.
Tal vez Guillermo y Lili y la niña del suéter puedan leer esto.