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El reciente debate sobre los desaparecidos del Palacio requiere de algunas precisiones para que podamos centrarnos en lo importante: expresar nuestra solidaridad y empatía con aquellos que perdieron a sus seres queridos, y demostrarles que su búsqueda no nos es ajena.

El reciente debate sobre los desaparecidos del Palacio, suscitado por las declaraciones del fiscal Jorge Ricardo Sarmiento en entrevista con el Canal Caracol, muestra cuán generalizadas están ciertas confusiones y los peligrosos equívocos que se cometen cuando no se trata un asunto delicado con el rigor y el cuidado requeridos. Sobre todo, en un ambiente de polarización y división social tan agudo como el que vivimos.

En vísperas de la conmemoración del día internacional del día de las víctimas de desapariciones forzadas, ofrezco algunas precisiones sobre este penoso drama, para que lo comprendamos mejor y para que podamos centrarnos en lo importante: que, a nivel social general, es expresar nuestra solidaridad y empatía con aquellos que perdieron a sus seres queridos, y demostrarles que, sin importar los motivos de la desaparición y sin distingo de victimarios, sentimos como propia su pérdida y que su búsqueda no nos es ajena.

La desaparición forzada es el delito que se configura cuando un particular somete a otro a la privación de su libertad y cuando, luego de ello, oculta y niega este hecho, impidiendo así que se determine y que se conozca qué sucedió con el afectado.

A diferencia del secuestro, que es un delito de tipo instrumental, la desaparición forzada tiene como propósito infligir un daño directo a la vida del desaparecido y a su círculo cercano. En efecto, la desaparición forzada no sólo destruye un proyecto vital, sino que sume en un manto de inquietud y desasosiego a todos aquellos que quedan, por sus efectos, reducidos a la búsqueda y la espera.

El Código penal colombiano tipifica las condiciones que agravan el delito. Por ejemplo, que se cometa contra menores de edad, mujeres en estado de embarazo o líderes sociales. Que en él participen autoridades del Estado o que, durante la privación de la libertad, las personas sean sometidas a torturas o tratos indignos. También agrava la pena el manipular el cuerpo para que no sea reconocido.

Por sus condiciones y su dureza, la desaparición forzada se considera un delito continuado, permanente e imprescriptible, que no cesa hasta que no se conoce el paradero de la persona desaparecida y cuya acción penal no desaparece por el paso del tiempo.

La desaparición forzada es propia de las sociedades marcadas por la vulnerabilidad y la violencia, en las que los aparatos judiciales son frágiles y los mecanismos de investigación y esclarecimiento conviven con la impunidad. También han sido fértiles en desaparición forzada países atrapados en las tesis del “enemigo interno”, herederos de la guerra fría y de sus largos conflictos internos.

Las cifras de desaparición forzada en Colombia son aún materia de disputa. Pese a ello, las investigaciones del Centro Nacional de Memoria Histórica señalaban que en el periodo comprendido entre 1970 y 2018, más de 80 mil personas fueron afectadas por este delito.  

Las desapariciones forzadas tienen un efecto muy nocivo sobre el tejido social y sobre la relación entre la ciudadanía y el Estado. Las víctimas de desaparición forzada son un testigo mudo de la ineficiencia institucional y de la indolencia social. Por eso, muchos de los familiares acumulan progresivamente rabia, frustración e insatisfacción.

De allí lo insólito de las declaraciones del fiscal Sarmiento al referirse a los desaparecidos del Palacio, cuando sentenció que en muchos casos no había desaparición forzada sino errores en los procedimientos de identificación y entrega.

Aclaremos las cosas. Si, en el transcurso de la toma y la retoma, alguien fue privado de su libertad y muerto, y no se aceptó la responsabilidad, hubo desaparición forzada. Punto. Así los restos aparecieran después y la verdad fuera entregada a los deudos. Otra cosa son las personas que pudieron morir en el incendio o a causa del fuego cruzado, que sólo después de muchos años pudieron ser identificados con el rigor científico requerido.

Reconocer el avance de las investigaciones forenses y judiciales, que permite aceptar errores en la identificación de cuerpos, no puede equivaler, en ningún caso, a echar para atrás un reconocimiento que ya hizo el Estado Colombiano y que hace parte de una condena internacional. Eso no hace más que acrecentar el dolor y la amargura de los que ya lo han perdido todo. Esto además está atado a los procesos judiciales de los responsables y a la necesidad de que esos casos no queden impunes.

Y la controversia se da además en un contexto enrarecido, en el que cualquier salida en falso por parte del Gobierno Nacional es vista por muchos como una evidencia de la actitud negacionista y como parte de un complejo complot institucional contra las víctimas y contra la verdad. Como una prueba indudable de una profecía autocumplida, según la cual la reconciliación será imposible en lo que queda de este Gobierno, así muchos de los funcionarios que llevan los temas sean los mismos desde hace ya tiempo. Probos y valiosos, como lo muestra día a día su trabajo.

Es comprensible que, en situaciones de angustia, la reacción más común sea la de señalar culpables. Y que acudamos a una visión binaria y simple de la historia, cuando en realidad, los problemas y los conflictos que nos llevaron a matarnos son mucho más complejos y menos evidentes que la voluntad expresa de un puñado de forajidos, sea del bando que se pretenda afirmar.

Y quizás también sea momento de aceptar que el propio fiscal Sarmiento es uno de quienes han aportado más, desde la institucionalidad, a develar la verdad de unos hechos dolorosos y difíciles, que marcaron con sangre la historia reciente de nuestro país. Al menos es evidente que a eso empeña sus días.

Desde 2006 he liderado diferentes programas e iniciativas orientados a la construcción de paz, la gobernabilidad democrática y el desarrollo territorial en territorios de conflicto. He trabajado en el sector público, en espacios académicos y de generación de conocimiento, en organizaciones de la...