Francisco Cortés Rodas

Como reacción a la puesta en escena del paradigma del perdón emergió en los últimos días nuevamente la implacable espada del retributivismo penal —el “ojo por ojo, diente por diente” de la ley del talión—, en el anuncio hecho por el candidato Federico Gutiérrez en La Picota, según el cual se aumentará la pena de los condenados por corrupción a más de 40 años de cárcel.

Esta reacción del candidato de la derecha permite entender un asunto importante: Federico Gutiérrez representa y continúa una tradición ideológica y política, liderada por Álvaro Uribe y respaldada por el Centro Democrático, según la cual el único instrumento que puede servir para enfrentar la criminalidad, la corrupción y la violencia es la hipertrofia del Estado penal y la reducción del Estado social. ¡Neoliberalismo puro!

Los problemas sociales de desigualdad, pobreza, ausencia de oportunidades para las mayorías son minusvalorados, aplazados, desconocidos. Y sobre el presupuesto de que hay una profunda crisis social, de valores y una gran inseguridad en campos y ciudades, es formulada como única alternativa el control penal mediante un retributivismo absoluto, el cual se expresa así: la pena tiene que ser de tal naturaleza que la infracción de la ley acarree, de modo visible para todos, un mal mayor que el seguimiento de esta última.

Colombia se encuentra desde hace muchas décadas en un proceso de transición desde una situación de guerra hacia la paz y la democracia, pero a pesar de buscar salir de este largo y horrible estado de naturaleza de todos contra todos, seguimos entrampados en la guerra.

Este hecho ha determinado desde hace muchos años que algunos gobernantes hayan buscado salir de esta situación miserable recurriendo a mecanismos provisionales contemplados en el paradigma de la justicia transicional. Virgilio Barco firmó un acuerdo de paz con el M-19, que comprendió una amplía amnistía e indulto. Álvaro Uribe lo hizo con los paramilitares mediante un intercambio —por lo menos en teoría— de verdad por justicia, que suponía una disminución de penas. Y en el Gobierno de Juan Manuel Santos se diseñó un modelo en el que se articularon cuatro componentes de la justicia transicional: justicia, verdad, reconciliación y garantías de no repetición.

Este último proceso ha sido rechazado de plano por una parte de la sociedad y sus líderes de ultraderecha que, avanzando desde el imperativo “hagamos trizas el Acuerdo Final” hasta la postura cínica del presidente Duque de negar su sentido político en el propio Consejo de Seguridad de la ONU, han terminado socavando la médula del Proceso de Paz.

En el modelo de justicia transicional que se plasmó en el Acuerdo Final no se entiende la justicia solamente en el sentido retributivo absoluto de la ley del talión; se propone una concepción de justicia penal en la cual las sanciones son establecidas por una autoridad instituida, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), en una escala de acuerdo con el reconocimiento de la responsabilidad y el compromiso con la verdad; esta visión de la justicia penal se enlaza con una concepción de justicia restaurativa en la cual están sistemáticamente articulados la verdad, el perdón y la reconciliación.

El problema que está presente en las actuales discusiones sobre el perdón, que surgieron de la visita del hermano de Gustavo Petro a La Picota, perdón que el candidato del Pacto Histórico ha planteado muchas veces, como informó la Silla Vacía, es: ¿cómo la justicia restaurativa puede hacer posible el proceso de reparación moral de la sociedad colombiana en términos de perdón y reconciliación?

En el proceso de justicia transicional en Colombia se ha establecido que el perdón debe servir para enfrentar aquellos daños extraordinarios, que han sido considerados en otros lugares como imperdonables —Auschwitz, el genocidio de Camboya, el genocidio de Srebrenica—.

Este problema lo planteó la filósofa Hannah Arendt, cuando dijo que las personas “son incapaces de perdonar aquello que ellas no pueden castigar y que son incapaces de castigar lo que se ha convertido en imperdonable”. En similar sentido escribe Vladimir Jankélevich: “el perdón que debemos conceder al ofensor y al perseguidor resulta, en efecto, excepcionalmente difícil para cierta categoría de humillados y ofendidos”. El perdón no tendría más sentido allí donde el crimen se ha convertido en irreparable. “El perdón murió en los campos de la muerte”, escribe Jankélevich.

Los daños extraordinarios son los crímenes que tienen que ver con lo que llamamos crímenes de lesa humanidad, que han sido declarados imprescriptibles, y que se han hecho visibles, recordados, nombrados, registrados por una conciencia universal, por las comisiones de la verdad de Sudáfrica, Chile, Perú, Argentina, Colombia y también por la JEP. Estos crímenes los han cometido en Colombia las Farc, los paramilitares, el ELN y altos mandos de las Fuerzas Armadas y del Gobierno de Uribe involucrados en la perversa estrategia de los falsos positivos.

Surge un importante problema al contrastar los daños ordinarios que pueda causar una persona cuando agravia a otra con lo que pueden generar las grandes atrocidades. Tenemos actitudes de resentimiento frente a insultos, traiciones e inequidades, pero males como atrocidades nos dejan sin habla, apaleados, horrorizados, escribe Claudia Card. Señala que el perdón no es la respuesta apropiada frente a este tipo de actos que nos dejan sin habla. Esta limitación del perdón la expresó Hannah Arendt, cuando dijo que los seres humanos son incapaces de perdonar lo que no pueden castigar y que son incapaces de castigar lo que se revela como imperdonable. Con esto se afirma que algunos tipos de maldades no deben ser perdonados moralmente, ni ahora ni en el futuro.

¿Pero es verdad que no podemos perdonar aquello que no podemos castigar? De aquí se derivaría una gran dificultad pues si esto fuera el caso; entonces, solamente podríamos perdonar los pequeños males, no los extraordinarios. Y precisamente es para estos últimos que también se requiere y se valora el perdón.

Jacques Derrida sugiere que el perdón es precisamente de lo imperdonable. El perdón no es ni debería ser normal, ni normativo, ni normalizante. El perdón no es sobre las pequeñas faltas. “Si hay algo que perdonar, sería lo que en el lenguaje religioso se llama pecado mortal, el peor, el crimen o el error imperdonable”, dice Derrida. De ahí la aporía: “el perdón perdona solamente lo imperdonable”. El perdón, que es de lo imperdonable, debe permanecer como una posibilidad humana y esta es el correlato de la posibilidad de castigar.

En el caso de los máximos responsables de delitos atroces de las Farc, el perdón, que es un asunto individual y subjetivo, solamente podrá concederse si se ha dado una contribución efectiva a la verdad plena, la satisfacción de los derechos de las víctimas, la reparación y las garantías de no repetición. Es decir, si los implicados cumplen con el conjunto de condiciones que propone el denominado “Sistema Integral”, las víctimas entonces podrán decidir sobre el asunto individual de si perdonar o no.

En suma, sin verdad no hay perdón y el perdón depende de la mínima satisfacción de las demandas de justicia.

“El objetivo del perdón es la solicitud de una segunda oportunidad. El ofensor, que se sabe autor de una acción perversa pero capaz de otras acciones porque no se identifica totalmente con lo hecho, demanda a la víctima la oportunidad de demostrar que puede comportarse de otra manera con ella,” afirma Reyes-Mate.

Pero más allá de lo dicho por Arendt de que no podemos perdonar aquello que no podemos castigar, de lo que señala Jankélevich sobre la imposibilidad del perdón cuanto se está frente a lo inexpiable, o de lo que afirma Card sobre los límites del perdón frente a grandes atrocidades, el Acuerdo Final abrió el camino de la justicia mínima y de formas de perdón.

El procesamiento de los actos criminales que cometieron en Colombia las Farc, los paramilitares y altos mandos de las Fuerzas Armadas y del Gobierno de Uribe involucrados en la política de los falsos positivos es realizado mediante los dispositivos de juzgamiento propios de la justicia transicional. Los demás crímenes y delitos están bajo la justicia penal normal. Por esto la corrupción, el narcotráfico y otros graves delitos no pueden ser objeto de las figuras restaurativas de la reconciliación o el perdón político. Respecto a estos crímenes no cabe ninguna idea de perdón social ni de excusas, amnistía o prescripción.

En el Estado de derecho toda infracción de una norma de validez universal, que produce una lesión de la justicia, debe ser necesariamente enfrentada mediante una pena. Pero cuando el derecho penal normal ha sido cuestionado en su juridicidad y su sociabilidad, cuando no es convincente, como sucede en Colombia desde hace décadas, se debe utilizar el sistema penal alternativo.

Esto es lo que hacen la JEP y la Comisión de la Verdad. Este sistema ha sido atacado de mil maneras por el presidente Iván Duque y se prevé que lo seguirá haciendo Federico Gutiérrez, si llega a ser presidente, pues ya ha anunciado que empuñará la espada del retributivismo para enfrentar la corrupción y la violencia política. Y al igual que sus venerables ancestros desconocerá el principio democrático utilizado en tantos países del mundo en transiciones hacia la paz y la democracia: porque hay violencia política el perdón es necesario, en especial cuando se ha cometido lo imperdonable.

Es profesor titular del instituto de filosofía de la Universidad de Antioquia. Estudió fiolosofía y una maestría en filosofía en la Universidad Nacional de Colombia y se doctoró en filosofía en la Universidad de Konstanz. Fue investigador posdoctoral en la Johann-Wolfgang-Goethe Universitat Frankfurt,...